La belleza donde está
› Por Marta Dillon
En una sala discreta del Centro Cultural Recoleta que rodea el patio de los naranjos, Ellen Fisher Turk se sienta en el piso, las piernas plegadas contra el pecho, rodeada de las imágenes que ella considera un regalo. Son mujeres las que miran desde el papel, un antes y un después, como en los avisos que ofrecen mágicos tratamientos para adelgazar o para recuperar el pelo perdido. Un antes y un después entre el que medió sólo una mirada amable, expectante, con la paciencia suficiente como para dejar que la belleza busque su propio camino espinado de prejuicios y aparezca por fin, frente a quien mira. No hubo más que eso entre una y otra de las fotos que se presentan como dípticos, una mirada despojada de lo que se debe y abierta a lo que hay. Esto que somos, dice Ellen, merece un lugar en el mundo, un lugar cómodo y esponjado en el que no haya necesidad de contraer los músculos para evitar que se vea lo que distingue a un cuerpo de otro. Un lugar en el que el cuerpo no sea una cárcel, la fachada en ruinas que se tapa con telones pintados si no el mapa de una vida particular y distinta con sus zonas rojas y transitadas, sus desiertos y sus oasis escondidos. Esto que somos, cada una, merece ser mirado. Y merecer es suficiente para que esa mirada domesticada por la publicidad y las convenciones del deseo troque en varita mágica y encuentre que esto que somos, también merece ser admirado.
“Siempre quise saber qué significa ser mujer en un sentido amplio. En mi trabajo indago en las diversas formas de ser mujer. Será porque a mí me cuesta y entonces quiero saber si a alguien le sale mejor que a mí”, dice la fotógrafa de 59 años, neoyorquina y atlética, con un cuerpo que, según sus propias palabras, “tiene una dignidad que también descubrí a través de la mirada de los otros”. Pero quienes aceptaron fotografiarse contestando un aviso en un diario no parecían tener mejor suerte que ella. La mayoría fueron mujeres que apenas podían mirarse en el espejo sin sentir un rechazo que las ahogaba. Lynn, por ejemplo, a los 46, se negaba a comer. La anorexia la había consumido y sin embargo ella se veía gorda, “como una ballena”. El espejo la ayudaba a mentir, pero las fotos fueron tan crueles que creyó que estaba viendo a una víctima del holocausto. Y entonces se quebró. Estuvo tan débil que no tuvo más opción que empezar a comer. “Ver las fotografías –dice Lynn– fue como abrir los ojos.”
Ellen llama a su trabajo “terapia fotográfica”. La sesión de fotos comienza con la persona vestida y la propuesta es irse desnudando lentamente. “Después les doy las hojas de contactos y les pido que escriban lo que sienten, que se tomen el tiempo para verlas, que compartan esos diálogos que sólo se dan dentro de la cabeza.” Ellen obliga a mirar a quienes evitan los espejos y es entonces cuando la transformación se produce. “Ayer vi las fotos por más de 20 o 30 minutos, algunas me asustaron y no las quería ni ver. Pero en otras pensé ¡ella no se ve tan mal!”, escribe en tercera persona una escritora que sufrió la amputación de una pierna.
¿Pero cómo aprender a mirarse en otros ojos cuando apenas se puede enfrentar los propios? ¿Cómo descubrir la belleza donde está cuando lo que se supone que es bello está por todas partes y es tan distinto de nosotras? “Somos lo que nosotras creemos”, dice Ellen a modo de respuesta. Somos las que somos, se podría decir. Y además, somos mayoría.