Sin incurrir –como quizás en alguna que otra ocasión anterior– en chauvinismo de género o feminista, y sin haber hecho nada parecido a un censo al respecto, la impresión a primera vista que da la cartelera teatral porteña es que hay una cierta preferencia de dramaturgos y dramaturgas por los personajes femeninos, más allá de estilos, ámbitos y épocas de las piezas presentadas. Lo que deriva (salvo cuando los actores varones se travisten) en un mayor número de actrices en actividad, muchas de ellas de rendimiento sobresaliente, tanto en las obras consideradas “comerciales” como en los proyectos más independientes de las nuevas tendencias. 59/60, una creación de Diego Manso estrenada en el marco del Proyecto Historia(s) del Rojas, figura entre las propuestas actuales en –por así decirlo– clave de mujer de más alta calidad al aunar un texto bien pensado y escrito, una puesta que lo valoriza, a la vez que aprovecha inteligentemente un pequeño espacio y contados pero significativos objetos, y las muy afinadas interpretaciones de Nadia Cesari, Carina Conti y Roxana del Greco. Tres actrices que bajo la dirección de Javier Rodríguez se convierten en creíbles mujeres de clase media de fines de los ‘50, con la tonalidad justa, el gesto siempre apropiado de doblez o afectación, cuando no de alguna forma de sofocada rebeldía.
Barrio de Belgrano, cuarto de costura: una Singer a pedal, algunas sillas, un biombo, una enorme y ominosa tijera de sastre. Renée convoca durante unos instantes al fantasma del padre muerto en ese mismo mes –diciembre–, hace doce años. Sofocada por el calor de la noche anterior, recuerda, creyó escuchar su respiración dificultosa, se levantó para hacerle una fricción y se quedó frente a la puerta, acariciando las vetas de la madera... Este pormenor táctil da el registro poético de esta pieza hecha de retazos de la cotidianidad de dos hermanas solteras, todavía jóvenes. Una de ellas, Renée, se relaciona con una clienta, Edith. Todo sucede dentro de un universo de estrechos límites, casi inmóvil, de ilusiones tronchadas o sujetas con alfileres a una decisión del destino. Entre otros diálogos sustanciosos, hay uno breve pero muy certero, de humor soterrado, que pinta a la modista y a su amiga clienta de cuerpo entero: después de que la primera explica cómo preparar el licor de quinotos, le comenta la segunda: “Voy a probar. Le reprocho a mi madre haberme criado tan inútil. Vos por lo menos tenés un oficio”. “Pero vos estás casada”, le retruca Renée, a lo que acota Edith: “La que no tiene nada es Julia”. “Pero ella es enferma”, remata la modista seriamente.
La colección de El alma que canta del padre respetada por las hijas, la torta Leguizamo que pide Julia en Las Violetas cuando se encuentra –asaltada por un vago presagio– con el novio que prometió presentarle a sus padres; el cartelito dorado con la inscripción “Maison Renée” que sugiere colocar Edith, la Academia Parisien con el Método Marconi donde estudió Renée, la novena que rezan a
Santa Lucía, la película de Amelia Bence sobre Alfonsina en la que la actriz llevaba “un vestido vaporoso, decolleté” en la playa, no son meras referencias de color o citas al folklore de la época: definen a los personajes, los enmarcan, dan la medida de su cursilería, de su disimulada desesperación, de su afán de presumir. Diego Manso va sembrando pistas aquí y allá: el marido, probablemente militar, puede ser
un golpeador desde su silla de ruedas de lisiado; Renée se obsesiona con la noticia policial de una mujer que le prendió fuego a la casilla del hombre que la abandonó (“un fresco tal vez sin mucho atractivo, pero con una labia capaz de hacer mil promesas vanas, sólo para convencerla de...”, infiere por su cuenta, acaso intuyendo la desgraciada historia de Julia); Julia trae reiteradamente del pasado aquella ranita del tamaño de una nuez que criaba en un frasco de boca ancha, sobre un colchón de tierra y pasto, la medida de la felicidad en algún momento de la infancia que alguien –¿Renée?– hizo desaparecer; Edith incita a Renée a participar en el concurso donde puede ganar un viaje de una semana a París y formula su fantasía sobre el lugar: “Abrís los ojos y estás frente al Arco de Triunfo, en medio de gente culta vestida por las grandes marcas... En París, hasta el verdulero tiene tratos con el mundo del arte y el buen gusto”. En otra instancia, las amigas revelan sus prejuicios a flor de piel: a Edith le arrebató la cartera “un piojoso, negro como el ébano, con la crencha ensortijada” y se escuchan apuntes de esta laya: “Esto es gracias a los comunistas y a los que te dije”, “estos negros son capaces de cualquier cosa”,“las chicas que limpian son todas chorras”, “ya no se puede salir a la calle tranquila...”.
La enferma Julia rumia en soledad su fracaso amoroso, la sordidez de la secuencia en que el novio le exigió una prueba: el nudo en el estómago, el presentimiento que se cumplía, el departamento prestado “ahí nomás”, en verdad una amueblada “donde el Diablo perdió el poncho”. La tos en el baño hasta escupir sangre, el beso en la frente (“un beso o un roce, no sé...”), el ahogo de nuevo,
los insultantes billetes que él le dejó y la vana espera de ella, las negativas de la empleada cuando llamó a la mercería. Al parecer, Julia no mantiene reciprocidad con la modista y la casada, que se resiste a las convenciones y que no expresa sentimientos racistas hacia la condición de judío del novio que se aprovechó (en tanto que Renée y Edith se solazan en lugares comunes tendenciosos), sea en su
sombría marginalidad el personaje más libre, es decir, el menos atado mentalmente. Pero está signada por la enfermedad y no le interesa demasiado curarse.
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