Vie 08.07.2005
las12

RESISTENCIAS

De necesidad y urgencia

Como un río cargado de risas y sonidos infantiles, llegó la semana pasada a Buenos Aires la Marcha de los Chicos del Pueblo, esos niños y niñas con hambre a los que tanto se nombra y pocas veces se ve. A su lado caminaron decenas de mujeres que a diario se las arreglan para que un pan valga por dos y para que la miseria no corroa el alma. Estas son algunas de esas historias.

Por Silvia Marchant

De chicas, la realidad las envolvió en telas de hambre y de injusticias. Con los años, se adueñaron de tijeras para cortar esos lienzos con que el sistema signa el destino de muchos, y se lanzaron a la construcción de procesos sociales de transformación que hoy abrazan a cientos de niños. Son mujeres que adquirieron la fortaleza necesaria para enfrentar batallas y la dulzura para acariciar ajados corazones de chicos que la vida (por así decirlo) se ocupó de endurecer. Con sus mochilas cargadas de sabidurías y de conocimientos, se sumaron a la Marcha de los Chicos del Pueblo y llegaron a Plaza de Mayo junto a cientos de niños, que durante la marcha se convirtieron en sus propios hijos para gritar que no se puede construir un futuro para los chicos con un presente lleno de hambre y de pobreza.

En Tucumán, hace 12 años, 60 mujeres abrieron las puertas de sus casas para cobijar a decenas de niños que enflaquecían de hambre y de sueños. Viajaron a Buenos Aires y rogaron ayuda a las autoridades porque sus chicos se morían y la falta de trabajo de sus maridos oscurecía toda posibilidad de luz. La respuesta fue tres containers de ropa y de alimentos que duró lo que el viento tarda en desparramar un puñado de hojas. Luego, el gobierno provincial les otorgó 70 centavos diarios para la comida de los chicos. Pertenecen a la organización Crecer Juntos Madres Cuidadoras en San Miguel de Tucumán y son 60 mujeres que reciben en sus propias casas a 600 chicos del barrio, de 2 a 14 años. “No alcanzamos a cubrir los gastos para todos los chicos. Ya nos cansamos de explicar la realidad a las autoridades. Nos parece un atropello que siempre tengamos que repetir que los chicos se mueren de hambre porque no tienen para comer. Eso es algo que deberían saber los funcionarios. ¿Por qué explicar lo que todo el mundo sabe?”, pregunta Adriana Díaz. La entidad posee 12 hogares donde concurren niños de 2 a 5 años y ocho hogares de chicos de 6 a 14 años. En la casa de Adriana funciona el hogar Munay (amor en mapuche). Los más chicos hacen recreaciones en plazas y son asistidos en salud. Y los más grandes participan de talleres sobre derechos humanos, sexualidad, salud, educación, que dictan estudiantes universitarios. “Nosotras les enseñamos a exigir a los chicos. Nuestra generación se calló por mucho tiempo. Hay gente que vive en taperas o hacinados en una habitación. Si tenemos hijos es porque nos gusta. ¿Qué es más bello que los hijos? ¿Por qué no podemos tenerlos? ¿Porque somos pobres? ¿Y por qué somos pobres?”, escupe Adriana hasta quedar sin aliento.

La madre de Gabriela Almirón fue secuestrada. Ella militaba en Montoneros y alfabetizaba en los barrios humildes de la capital de Santa Fe. Siguiendo la lucha social que emprendió su madre, Gabriela se propuso abrir un espacio de ayuda a los chicos desde una perspectiva diferente.Desde hace algunos años, junto a un grupo de gente ella abrió un espacio para chicos que, para ganar algunas monedas, hacen malabares en los semáforos de la ciudad de Santa Fe. Así nació la Asociación Juanito Laguna. “Buscamos la formación ligada a la cultura del trabajo”. En el 2004 lograron alquilar una casa y allí montaron una imprenta y elementos de diseño gráfico para que los chicos aprendan un oficio. “A los chicos no los obligamos a nada, les mostramos otros caminos y ellos son libres de elegir –deja en claro Gabriela–. A veces nos eligen y a veces no. Es un proceso paulatino. Es pasar de la situación de una calle, del abandono, del desprecio, la soledad, a la situación de contención, abrazos, afecto, del construir juntos.”

Ñande Mita quiere decir nuestros niños en guaraní. En esa entidad de la capital de Formosa colabora Erika Vacazur. Un lugar que abrió las puertas a los 11 chicos que sobrevivieron al incendio que se llevó la vida de 8 niños detenidos en la Comisaría del Menor, que en 1982 existía en esa provincia, luego de que prendieran fuego a los colchones protestando por el hacinamiento en que vivían. El guardiacárcel nunca abrió la puerta.

“Ñande Mita se creó después, en 1989. Allí hay una panadería donde los chicos aprenden el oficio.” Y Erika les da apoyo escolar, recreación y hace algunos trámites en los juzgados para que se avance la situación judicial de los chicos. Erika también colabora en el Equipo Pueblos Indígenas (EPI) y asiste a comunidades de tres etnias: Toba, Wichí y Pilaga. Y durante los fines de semana integra la Murga (Movimiento Urbano de Reorganización Artística) que hace recreación en las plazas de los barrios con títeres, obras de teatro, entre otras actividades.

Más cerca se levanta Ruca Hueney (Casa de Amigo en mapuche), una quinta que estaba abandonada, en el partido bonaerense de General Rodríguez, y que fue tomada para albergar a 40 chicos de 2 a 23 años. Estela Gallego vive con los chicos y explica que además de los 40, 35 se acercan a comer y a participar de las actividades: escuela, circo social, talleres de cuero y huerta. Además, con las mamás hacen talleres de costura y escuela de adultos. “También contenemos a las madres porque la desocupación hace que las familias se empiecen a fragmentar y la mujer hoy cumple un rol complicado porque tiene que sostener a su compañero desocupado y aparte ve la realidad de que los hijos ni pueden criarse con ellos. Vamos a ser felices cuando no tengamos que existir como hogar –suelta Estela, mientras sostiene entre sus brazos a una de sus hijas adoptivas–, cuando los pibes estén con sus padres con trabajo y nosotros pasemos a ser un centro cultural. Es el mayor sueño de los educadores del movimiento.”

La casa donde vive Estela Rojas y su marido, en Villa Fiorito, del partido bonaerense de Lomas de Zamora, quedó tomada por los niños del barrio y el matrimonio vio reducido su espacio a una habitación. Desde 1995, en la casa de Estela funciona la organización Chicos del Sur, nacida bajo el calor de los sueños del matrimonio que se conoció realizando tareas solidarias en diferentes entidades relacionadas con las temáticas de la niñez. De lunes a viernes, de 8 a 17, los chicos pueden comer y asistir a talleres de carpintería, manualidades de macramé, panadería, música y huerta. “Cuando empezamos éramos muy poquitos. Algunas madres colaboraban con la leche que les daban en los planes; parece mentira, pero del mismo barrio fuimos sacando los recursos para sostener la obra con los chicos”, dice Estela. Ahora reciben del Estado la comida. Un grupo de estudiantes de Agronomía realiza una huerta en el lugar. Y algunos educadores se ofrecieron para enseñar oficios y de esa forma llegaron los talleres a la entidad. “Nosotros ya tenemos chicos que murieron por ser pobres –denuncia Estela Rojas–. Ningún chico de clase media se muere por unabronquiolitis, pero un chico pobre sí, porque va al hospital, le dan el alta, cuando vuelve a la casa la casa es húmeda, fría, mal ventilada, entonces vuelve a enfermarse, va al hospital, le dan el alta, hasta que se muere.”

Todas entendieron que la única forma de revertir las cosas es juntarse, discutir ideas, intercambiar y apostar por un cambio. Por eso recorrieron distantes y disímiles lugares de la Argentina y llegaron a Plaza de Mayo, arrastrando cantos de alegría. Cantos de lucha y no de resignación.

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