MEMORIAS
Investigando sobre Santiago del Estero, la historiadora Judith Farberman dio con procesos que, en tiempos de la colonia, juzgaron por brujas a mujeres de pueblos indios. A partir de allí, realizó un trabajo que culmina en Las salamancas de Lorenza, un libro sobre el que habla en la siguiente entrevista y del cual brindamos un adelanto en exclusiva.
› Por Soledad Vallejos
“Es importante que quede claro que ésta es Justicia Civil, es decir que no se trata de procesos inquisitoriales. Y, por otro lado, hay otra cuestión: la mayor parte de los reos, en realidad, son reas, son mujeres.” Esas son algunas de las frases que repican alrededor cuando la historiadora Judith Farberman se dispone a rodear la investigación que, tras años de paciencia y destilación, dio por resultado Las salamancas de Lorenza. Magia, hechicería y curanderismo en el Tucumán colonial (Ed. Siglo XXI), un apasionante libro sobre los no menos apasionantes procesos judiciales que, a fines del 1700, sirvieron para juzgar el accionar de mujeres reputadas como hechiceras de cierta peligrosidad para sus vecinas y vecinos. No es tanto una historia modelada sobre los rasgos de la brujería europea o por la fiebre de hallar la sombra de la hechicería, tal cual fuera perseguida por el Santo Oficio la que guía estos otros relatos, sino el encuentro de una forma más peculiar y cercana o al menos tal como puede leerse en las actas de los procesos que Farberman encontró un buen día de principios de los ‘90 en un archivo de Santiago del Estero, mientras hurgaba en busca de material para una tesis de doctorado sobre las migraciones en la historia de esa provincia. No había pensado en la hechicería, no pensaba hacerlo su tema, y sin embargo allí estaba, en sus manos, el original de las actas cuya fotocopia ahora descansa sobre el escritorio, atestiguando en caligrafía de pluma aquello que pasó exactamente en 1761.
–Y a medida que me iba metiendo en el tema para hacer la tesis, me fui enterando también de que la cuestión de la brujería es importante en Santiago. Eso mismo lo fui constatando leyendo otras fuentes mucho más recientes, como la Encuesta Nacional de Folklore de 1921, o a través de conversaciones con amigos santiagueños, que me llevaron a hacer un pequeño trabajo etnográfico. En ese momento había descubierto el proceso más lindo de todos, el de 1761, que es una fecha muy avanzada para tratarse de un proceso de hechicería. Y después, en viajes sucesivos a Santiago del Estero, me encontré con que no era el único proceso contra hechiceras: exactamente encontré 11. Una puede decir “no son tantos”, pero pensando en la escala de un archivo provincial, pensando que ningún otro archivo provincial tiene tantos casos criminales de este tipo, pensando que el archivo de Santiago del Estero es particularmente fuerte en los materiales del siglo XVIII, es muy probable que a lo largo del siglo XVII hayan existido más procesos de hechicería y que estén perdidos.
Entre esos casos aparece el de Lorenza, una “india de encomienda” viuda, especializada en “hilar, tejer y hacer ollas” que, a sus 40 años, es acusada –junto con Pancha, otra india también viuda, pero de 50 años– de ser responsable por la extraña enfermedad de la criada del alcalde, con quien se hallaba, por lo demás, enemistada. Si había logrado concretar ese daño, sugerían las voces respetables del pueblo, había sido gracias a manejar un arte generalmente aprendido entre mujeres (y en ocasiones relacionado con médicos o curanderos): no sólo debía ser castigada por proceder de esa manera, sino también –y ante todo– deshacer ese mal, rehabilitando a la enferma. Era, por lo demás, un peligro: cualquiera podía hallarse a merced de un poder gestado en alianzas non sanctas.
El mundo de Lorenza, plantea Farberman a la entrada de Las salamancas... (que, a decir verdad, es una apretada síntesis de la investigación que estaba realizando cuando la casualidad la llevó a toparse de bruces con Lorenza), es uno en el que el monte es fuente de vida (lo que se comercia, lo que se come, lo que se usa para vestidos y casas) tanto como de riesgos. Un universo regulado por los humores de los ríos, que podían volver fértil una tierra o bien arrasarla con ferocidad para obligar a toda una comunidad a migrar. En ese mundo, lo que ordenaba las relaciones eran las jerarquías más o menos estrictas (al menos en los papeles): estaban las autoridades coloniales, las familias de apellidos respetables, las y los esclavos, las y los indios (en sus pueblos, pero también en algunos casos en pueblos hispanos) y sus autoridades, que en ocasiones podían facilitar las relaciones entre los mundos. Es allí donde el cabildo, y no la autoridad religiosa (a diferencia de la Inquisición española), se prestaba a juzgar acusaciones de hechicería cuando los vecinos respetables se hacían eco de rumores generados en el anonimato o eran víctimas de sus efectos. “La hechicería –escribió Farberman– se encontraba en la frontera con otros delitos, típicos del momento de trasplante religioso, como la idolatría y la apostasía”, la gran mayoría de las acusadas (al menos en el caso de Santiago del Estero) eran indias que habitaban en zonas rurales y “el hecho de que se tratara de hechicería criminal –a las acusadas se les atribuyen enfermedades y muertes producto de maleficio– explica en buena medida las razones de la actuación del Cabildo, así como el enfoque de los jueces, menos interesados en su connotación de pecado contra la fe.” Estos delitos eran considerados de tal gravedad que su investigación (y reparación, habida cuenta de que a las acusadas se les exigía deshacer el mal) ameritaba el empleo de tormentos, escasamente utilizados durante procesos a homicidios o incestos.
–Es importante destacar que esto es Justicia Civil y no procesos inquisitoriales. No lo son por una serie de motivos: en principio, porque la Inquisición no tiene jurisdicción sobre indios. En segundo lugar, porque estamos muy lejos, aunque en Córdoba haya un comisariado de la Inquisición, el hecho es que sobre estos casos se pronuncia la Justicia Capitular: el Cabildo. Entonces, me parece que esto le da un interés particular; la Iglesia acá se mete muy poco. Estos son procesos criminales como podrían ser procesos por homicidio.
–En el libro hablás sobre el delito como crimen o como pecado.
–Es que la hechicería es lo que se llama un delito de fuero mixto. En la sociedad Antiguo Régimen, en general, lo que es delito y lo que es pecado suele estar superpuesto. Cuando hablamos de un delito de fuero mixto como es la hechicería (digo de fuero mixto porque es un delito religioso, relacionado con la apostasía y la idolatría, pero también es un delito civil), esta yuxtaposición es mucho más fuerte: resulta mucho más difícil diferenciar el terreno del pecado del terreno del delito. Esta es la idea del delito-pecado. De todas maneras, lo que los jueces de estos casos están privilegiando es el aspecto criminal, eso es lo que ellos tienen en mente. En cambio, las reas a veces están teniendo en mente otras cosas, por eso aparece a veces la cuestión del diablo.
–Vos señalás que en el material que encontraste son realmente muchos menos los hombres sometidos a juicio que las mujeres.
–Sí, la mayor parte de los reos son reas, son mujeres. ¿Por qué son mujeres? Hay varias respuestas posibles, aunque no sé si alguna sea completamente convincente. Por un lado, está la imagen europea de la bruja, que tiene que estar influyendo de alguna forma, porque, en definitiva, las personas que están juzgando son portadoras de una cultura hispana, aunque es un hispanismo sui generis, porque ya están bastante mestizados. El caso es que ellos tienen un modelo en la cabeza que es el de la hechicera mujer. Sin embargo, eso no es lo único que está operando. En principio, hay un estereotipo también indígena de hechicera mujer, esalgo que se ve sobre todo en las etnografías chaqueñas escritas por los jesuitas del siglo XVIII. Ellos se refieren permanentemente a “las viejas”. ¿Quiénes son estas viejas? Son sacerdotisas, que son las más apegadas a las antiguas creencias religiosa y las que más les cuesta a ellos evangelizar. Entonces, es posible que esto también esté actuando. La otra cuestión que hay que evaluar tiene que ver con lo que son las mujeres en Santiago del Estero. Y es que Santiago del Estero es un área de emigración desde la noche de los tiempos. A partir del momento en que tenés padrones de población y recuentos, empezás a ver que las unidades domésticas que tienen como cabeza de familia a mujeres son muchísimas, por lo menos un tercio; en algunos casos, la mitad.
–¿Desde qué época hay registros?
–Yo tengo padrones desde el siglo XVIII, lo más tempranos que tengo son de 1748... En todos, tempranos o más cercanos, se ve cómo la presencia femenina es muy pero muy relevante. Las relaciones de masculinidad suelen ser bajas, especialmente cuando te fijás en los rubros de edades activas. Esto es porque hay permanentemente migraciones masculinas hacia otras zonas, migraciones que por lo menos desde fines del siglo XVIII son migraciones estacionales: los tipos van y vuelven. Pero, en cualquier caso, hay una soledad femenina que es un dato de la realidad. Y esto seguramente tiene que haberles dado a las mujeres una fuerza particular, las tiene que haber hecho más temibles en un punto. La de Santiago del Estero es una sociedad en que las mujeres pasan una larga parte del año solas, sosteniéndose con su trabajo, que viven en estas estructuras familiares tan abigarradas y abiertas a la vez... son cosas que en el presente las seguís viendo.
–¿Cómo describirías a estas mujeres?
–No son mujeres que están en sus casas. Especialmente éstas, las juzgadas, no son minas que están en sus casas. Muchas de ellas son curanderas, y ése es un oficio que suele estar muy vinculado a la itinerancia. Entonces, son mujeres que se mueven mucho, e incluso las que viven en los pueblos de indios cuando hacen sus confesiones muestran que están moviéndose por todas partes. Ves el perfil completo: son mujeres, para la época, entradas en años; están sozlas, solteras o son viudas, o están casadas con maridos que no existen... Ahí tenés la figura completa. Y además, hay ciertos rasgos de personalidad que las hacen un poco más particulares. En un pueblo pequeño, la hechicera es la mujer que es rara, la mala vecina, la que tiene una sexualidad liviana...
Dos estereotipos de hechiceras, narra Las salamancas..., pudo rastrear Farberman en los archivos: “Una mujer madura, india o de color, sola, de mal carácter o algo misteriosa (que) atraía fácilmente la sospecha de sus vecinos y vecinas. También la libertad sexual de ciertas mujeres aparece relacionada con mucha frecuencia a la actividad hechiceril, abonando un perfil bastante definido y muy similar al de la bruja europea”. Todas ellas confesaron, a lo largo del proceso, sus comercios con distintas formas del diablo y, en algunos casos, su participación en salamancas, y, significativamente, “casi todas las reas declararon en quichua”.
–¿Qué te asombró más a lo largo de la investigación?
–¿Quién no puede quedarse sorprendido frente a las descripciones de la salamanca que aparecen en el proceso? Eso es lo más impresionante: toparse con esas descripciones desgarradas que hacen las mujeres, aunque nunca hay que olvidar las condiciones en que esas confesiones se producen.
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