RESISTENCIAS
Ezeiza es un video de danza documental que la realizadora y coreógrafa Andrea Servera está presentando para, entre otras cosas, abrir grietas de libertad en los muros que rodean la cárcel. “No se trata de cuestionar cuánto se pierden las detenidas por estar privadas de la libertad sino cuánto nos perdemos todos por no dar una
Por Sandra Chaher
Flores, mariposas, vestidos de colores, labios rojos y una morocha carnosa que canta un bolero con acento centroamericano. De fondo, muros grises muy altos y más mujeres tan coloridas como ella.
El contraste entre las mujeres, sus vestidos y actitudes, y el entorno se siente, pero está menguado por un pasto cortito y muy verde. Es una contraposición que estará presente durante los 30 minutos que dura Ezeiza –el video de danza documental realizado por Andrea Servera, “maestra” de danza de las detenidas en el correccional de mujeres Nº 3 de Ezeiza–, y que por momentos se verá acentuada por la presencia, detrás y contra los muros, de las guardiacárceles que observan. Pero la fiesta no se detiene ni es menor por saberse dentro de los perímetros de la prisión. Por el contrario, ese recordatorio de la privación de libertad parece no hacer más que estimular la danza y el gozo. Las mujeres bailan, se disfrazan, juegan a jugar con mariposas y flores, e intentan coreografías entre papeles que esbozan corazones en el pasto. Mueven los brazos, se balancean, rotan las cabezas, y dibujan en el aire movimientos de danza contemporánea en sus cuerpos acostumbrados a la quietud o al folklore. Se le animan a la propuesta como bebés dando sus primeros pasos. Los movimientos “finos y elegantes”, como dicen ellas cuando Servera les propone una elevación de brazos o un giro de cintura diferente al cha-cha-cha.
Ezeiza es a la vez una expresión de vitalidad en medio de la sordina de la cárcel; un querer mostrar que detrás de los muros hay algo más que depósitos de gente; que las detenidas tienen un impulso vital y creativo desaprovechado; y es el juntarse y fluir en la danza de detenidas y de bailarinas profesionales.
El video se empezó a gestar en el 2003, cuando Andrea Servera, bailarina y coreógrafa de experiencia, fue convocada por el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA) para hacerse cargo de un taller de danza en la cárcel de Ezeiza. Al mismo tiempo que Servera se hacía cargo del taller, Prodanza (de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires) abría una convocatoria de subsidios. Se presentó y ganó y, junto con otro apoyo de la Doris Duke Charitable Foundation, realizó el video que se presentará el 13 y 27 de julio a las 19 en la sala Batato Barea del Rojas.
“Para mí era muy importante que la cárcel no apareciera como la muestran los medios, tan policial, sin una mirada social. En un momento tan difícil de la Argentina, en el que se piden condenas cada vez más duras, y todos estamos muy baqueteados, yo quería mostrar algo diferente. Hay gente que ni sabe que la UBA está en las cárceles desde hace 20 años. Una de las cosas que me di cuenta en este tiempo es que el tema no pasa por cuánto se están perdiendo los presos de lo que pasa afuera sino cuánto nos perdemos nosotros por no darle a esta gente una oportunidad de crecer y crear”, dice la coreógrafa, que no debuta en la acción social con este trabajo. Hace varios años que colabora con la Fundación Crear Vale la Pena, con quienes armó un espectáculo, Interior americano –protagonizado por chicos de la villa y bailarines amateurs de hip-hop–, que el año pasado hizo una gira de dos meses por Europa.
–¿Qué idea tenías antes de filmar?
–Tenía la fantasía de un encuentro. Convoqué a bailarinas que me gustaban y que les interesara el proyecto: pasar un día juntas, las detenidas y nosotras, en el penal. Para estas mujeres es muy importante lo que viene de afuera. Y para las bailarinas también fue muy especial porque nunca habían ido a la cárcel. Y el intercambio resultó superfluido. Esto se grabó todo el mismo día, en marzo, desde la mañana hasta la tarde. Estuvimos en el patio y, como yo no iba con una idea de lo que quería, se fue improvisando. Y nosotras filmábamos todo, incluso el picnic que se ve es el almuerzo real que hicimos al mediodía.
El equipo de bailarinas profesionales se completó con una dibujante, una vestuarista, una fotógrafa, una escenógrafa y las productoras de cine de Cruz del Sur: Vanessa Ragone y Florencia Enghel.
–El video empieza con un bolero, después hay danza contemporánea, y de vez en cuando aparecen ritmos latinoamericanos. ¿Cómo resultó esta mixtura? Porque la danza contemporánea no es la forma de bailar habitual de estas mujeres.
–La danza contemporánea les encanta. Durante las clases le ponen mucha onda, pero es cierto que está muy lejos de ellas. Entonces hacemos de todo, como se vio en el video, porque a mí me gusta mucho el intercambio también. Ese día llevé cumbia y música de América Central y terminamos bailando eso, es la escena del final. Y hace tres años me pedían sayas y caporales, de Bolivia, así que me fui a Liniers y compré de todo.
–¿Qué significó para ellas esta experiencia?
–Estaban superilusionadas. Les gustaba la idea de disfrazarse. Algunas no tienen casi nada, sobre todo las extranjeras. Y cuando vieron una valija llena de maquillajes y ropa no lo podían creer. Nos habíamos ido al Once y habíamos comprado de todo. O estaban supercontentas de usar las remeras del Rojas, que las teníamos desde el comienzo para las clases, pero no se las dejan poner porque son negras y es un color que no se acepta en la cárcel, y ese día las usaron para el video. Se fue generando un clima muy vital, que yo no había imaginado. Después de un rato, entre medio de flores, mariposas y pinturas, Vanessa, una de las videastas, me dice: “Che, estamos en una peli de Kusturica, ¿qué pasó?”. Y al final estaban muy emocionadas, me decían gracias a cada rato, o “este día, maestra, no lo tachamos, valió la pena”. Fue muy fuerte para mí. Y ahora acabo de llegar de Ezeiza, de mostrárselos terminado, estaban felices. Cuando vieron las postales de difusión, con sus fotos y los nombres impresos, se iluminaron.
–¿Cómo son tus clases?
–Es una vez por semana. Hacemos una base de yoga y contemporánea, pero después va cambiando porque todo el tiempo entra gente nueva. Tengo inscriptas unas 50, pero vienen entre 25 y 30. Yo las reclamo, pero si les coincide con el horario de los talleres laborales, que son más importantes para el Servicio Penitenciario, no las dejan salir. Y a veces las guardias las van a buscar, pero me dicen que no las encuentran, y puertas adentro yo ya no puedo intervenir. Pero las clases me resultaron muy fáciles desde el principio. Creo que estuvo a mi favor que trabajamos en el patio. Sin embargo, les cuesta mucho algunas cosas: trabajar con los ojos cerrados, dejar caer el peso en otra compañera, entregarse en general. Cuando les propuse por primera vez hacer ejercicios de a dos fue dificilísimo. Y también les cuesta la relajación, se ponen a hablar con la que tienen al lado, o fuman. Yo les digo: ‘Chicas, vamos, en la clase no fumen’, pero no hay caso (risas). Y también tienen vergüenza de sus cuerpos, pero con el tiempo empezaron a reírse de sus torpezas. Son muy divertidas. Les cuesta concentrarse y callarse, parecen nenas, se burlan unas de otras. Y de pronto logran momentos de mucha colocación que te das cuenta de que algo les pasó. Pero en general están muy tensas y duras.
–¿Y tu proceso personal en estos tres años?
–Coincidió con que a mí me pasaron cosas fuertes, como el nacimiento de mi segunda hija, y que tuve que dejar de bailar por un problema grave en la cadera, y esto es muy jodido para un bailarín; además tuve unos terribles dolores. Y que en ese momento la energía estuviera puesta en otro lado fue muy bueno. Tuve que operarme la cadera, y cuando volví a las clases para ellas fue una fiesta. Me sentí muy valorada y, en medio de la dureza de lo que estaba viviendo, fue fundamental. Lo mismo la gira de Interior americano por Europa. Antes, el motor principal de mis coreografías era bailar yo, y ahora ya no. Se fueron corriendo algunos valores, es un proceso que imagino que entenderé más en unos años. Hay pequeños motores que cambian la vida de las personas. Es una sensación que tengo últimamente: quizá no puedo montar una obra mía, pero veo Interior... o Ezeiza y me doy cuenta de que las cosas están bien.
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