ENTREVISTA
Para todo público
Blanca Cotta es famosa por escribir sus recetas como si fueran cartas personales, por
recomendar sólo ingredientes que pueden conseguirse en el almacén del barrio y por durar en un tiempo en que los chefs se reproducen como conejos.
Por María Moreno
Antes de entrar a su escritorio, besa un ángel. Lo besa con una familiaridad de pariente. “Muaa”, escribiría si tuviera que contarlo en una de sus notas –recetas que se publican en Clarín cada domingo y donde se tutea con lectores que le escriben como a una consultora sentimental, en cantidad–, aunque Blanca Cotta insista en que es una cocinera y punto. Famosa cara del viejo programa “Buenas tardes, mucho gusto” que había saltado a la televisión desde su formato de revista femenina que envolvía consejos sobre jardinería, cocina y artes manuales con tono de mujer a mujer. Allí, Blanca Cotta, en la televisión de los años ‘60, llegó a mostrar los “pasos” de sus recetas con dibujos simpáticos de línea pedagógica, no en vano ella estudió en la escuela normal Roque Sáenz Peña y es profesora de Letras. El guión del programa también era de ella. A hacer de todo ya había aprendido en la revista donde fue jefa de redacción luego de que su director, Jacobo Muchnik, le hiciera un pequeño test psicológico con preguntas del tipo: ¿Cómo es con sus hijos? ¿Firme o mimadora? ¿Pega cuatro gritos? ¿Sabe convencer?
–En mi perra vida yo había hecho un guión de TV. Entonces me imaginé que un guión tenía que ser lo mismo que un plan de clase, y en un plan de clase siempre tenés la acción y la objetivación. Porque para fijar el conocimiento hay que ilustrar. Entonces lo desarrollé como si me lo estuvieran dictando paso por paso. Y al margen yo ponía dónde iba el primer plano de esto y aquello. En ese programa, sentada en un tablero llegué a hacer reportajes mientras dibujaba la caricatura del entrevistado.
Blanca Cotta es lo que queda en los medios de un estilo hogareño, de humor ingenuo y buenos modales como el que cultivaban las comedias de la Argentina Sono Films.
–Esta es mi cueva. No te fijes en el desorden. Si pensás que tengo alma de ciruja, te aclaro que tengo orden mental. ¿Esta qué virgen era? Me la mandaron unas hermanitas de Los Toldos. Aquí está mamá conmigo y con mi hermano mellizo, Roberto. Esa foto es de papá, que era maestro cuando fundó la Escuela 92 –le puse el ramito de violetas porque a él le gustaban mucho– y ésta es su gorra. El ladrillo te parecerá raro, pero es de la primera escuelita que fundó papá en Dolores. Cuando la demolieron, una maestrita me la mandó en una encomienda. Cuando sentí cuánto pesaba el paquete, pensé ¡esto es una bomba! Pero, ¿quién me iba a mandar una bomba a mí? Y esta baldosa es también de la 92. La pedí cuando ya era un conventillo. Pedí permiso para entrar y la saqué del patio. Pasada la descripción del altar familiar, Blanca Cotta acepta que su estilo es el de una maestra. Y la verdad es que uno no se la imagina diciendo “pongan un culito de vino” como Carlos Arguiñano o describiendo rebuscadamente unas cebollas como “gordas señoras renacentistas” al igual que Francis Mallman.
–Los textos míos tratan de ser positivos y constructivos. Soy un ser humano a quien el destino encerró en la cocina, y yo traté de escaparme por una ventanita para enseñar una cocina realizable que me sirva de diálogo con los lectores. Entonces mucha gente me escribe: “Yo desayuno con usted todos los domingos porque queremos y no queremos las mismas cosas, tenemos los mismos ideales, seguimos el mismo camino”. Identificarte con el lector es un milagro. Y ellos se identifican con el modo de vivir así sencillito, para adentro, lejos de la frivolidad, defendiendo la familia y las cosas positivas. Las cartas que recibo son muchas. No puedo contestarlas a todas porque como soy muy blablablera, no me alcanzaría la vida entera. Porque no basta que acuse recibo. Si alguien perdió tiempo en escribirme, yo tengo que contestarle como si fuera a una amiga. Me ponen la etiqueta de cocinera, y no saben que si uno está en la cocina, puede meter la cuchara en todos los temas. ¡Total lo dice una cocinera!
La cocina de lo que hay
Blanca Cotta enseña a cocinar no sólo con lo que puede encontrarse en el súper sino en el almacén del barrio, donde el máximo exotismo son las aceitunas en salmuera y el polvo Royal.
–Yo jamás estudié cocina. Mi cocina es la cocina heredada, la que hacía mi madre, que cocinaba muy bien. Primero pruebo la receta yo. Si me sale un masacote, no la publico, por respeto al lector. Por ejemplo, el pan árabe. Por más que busqué en montones de libros, no me salía en dos hojas sin nada de miga hasta que descubrí el secreto. El arte está en decomisar las cosas que te salen mal antes de que te abucheen. Y cocino con ingredientes que puede conseguir la mayoría de la gente, no sólo la sofisticada. No te voy a dar ni ostras ni ese polvillo ahumado que se pone para dar mayor gusto. Cuando estaban caros los champignones no los mencionaba, y lo mismo pasa con otros productos. Yo soy de una época donde para cocinar ante la cámara había que llevar los pasos hechos: simulabas que metías algo crudo en el horno y al rato lo sacabas y estaba listo. La que hacía cocina-verdad era Doña Petrona, porque tenía un auspiciante que le daba media hora.
–Se decía que la cocina de Petrona exigía un platal y que era un monumento al colesterol.
–Yo la defiendo a Petrona porque ella cocinaba para un familión. Mis tortas, por ejemplo, son para una familia tipo de hoy. Yo las hago para que den de seis a ocho porciones, en cambio Doña Petrona las hacía para que salieran veinte o veinticinco. Una vez la criticó un periodista diciendo: “Qué barbaridad. La vi hacer masa de hojaldre con la misma cantidad de manteca y la misma cantidad de harina”. Y yo pensé: “Qué ignorante”. Porque la masa de hojaldre es así. Se hace con la misma cantidad, si no, no te sale. Para criticar hay que saber. Aunque la cocina no es una ciencia exacta, porque a veces la gente se queja porque yo digo un “poquitito así”. Y un poquitito así no es un poquitito asá. ¿Y viste lo que pasa con el colesterol? Primero dicen: “No comas huevo”. Después sale Cormillot con los huevos sin colesterol.
–Petrona pensaba en una mujer que sólo trabajaba en su casa. En una edición de su libro de 1950, recomendaba entre la hora del desayuno y la del almuerzo “dar vueltas por la casa”.
–Ahora, una mujer que trabaja no puede perder tiempo con la cocina. Por ejemplo, si quiere hacer algo con levadura, tiene que tener tiempo. Cuando trabajo con la levadura, estrello la masa con bronca y digo: “Contra el corralito, contra el corralito, contra el corralito”. Golpeo, golpeo, golpeo y me sale liviana.
Electra de pampa y de río
La casa de La Pampa era el colegio que su padre dirigía. Albergue demasiado grande –cuatro manzanas– para una infancia con anécdotas aptas para un libro de lectura escolar y que pasa por alto los secretos que Freud atribuyó a los perversos polimorfos. Blanca aprendía en El tesoro de la juventud los grandes misterios de la naturaleza, cómo cría perlas una ostra y a hacer un chinito de maní.
En lo del librero, que se llamaba Elizondo, el padre compraba con libreta las últimas novedades de Buenos Aires. Rompecabezas y soldaditos de plomo. Una sola vez apareció un juguete lujoso que trajo una abuela de la Capital: un triciclo con la cabeza de un caballo.
–Me acuerdo cuando íbamos al campo en La Pampa que yo le decía a papá: “Llevame más adelante”, mientras caminábamos en medio de los pastizales pinchudos. “Esta mocosa me va a cansar”, se molestaba. Pero yo seguía: “Llevame más adelante”. Hasta que se cansaba en serio y entonces volvíamos al auto. ¿Sabés lo que quería yo? Llegar al horizonte. Pero no contaba con nada, ni siquiera sabía que el horizonte se llamaba “horizonte”. Otras veces íbamos en el auto –yo tendría cuatro o cinco años– y le pedía: “Papá, subime a ese árbol”. Papá frenaba, iba conmigo, me subía al árbol. “Poneme en la rama más alta. Esa no. ¡Más alta!” Y él: “¡Esta mocosa caprichosa! No, no te voy a subir”. Yo no lo decía, pero creía que en la rama más alta iba a poder tocar el cielo. Eran cosas que yo me guardaba para mí misma.
En Quilmes vivió varias veces, pero es, evidentemente, su lugar y aunque mencione sin quejarse la cercanía de su casa de una villa miseria, pronuncia los nombres de las “familias tradicionales” con una música proustiana.
–La casa donde vivíamos cuando yo era chica queda en la calle Alsina y está exactamente igual, con sus dos balcones. Recuerdo el vestíbulo con su mampara de colores, la pieza de mi hermano Juan Angel, la de Roberto, mi hermano mellizo, el escritorio de papá, el comedor grande para recibir visitas, mi dormitorio y el comedor diario. Después otra mampara de vidrio y un caminito largo que daba a lo que sería el departamento de servicio, con la escalera caracol. A veces, cuando voy caminando hacia el centro de Quilmes lo hago a propósito por la calle Alsina y siento el placer de la nostalgia. Un día voy a pedir permiso para entrar, si no, me da un soponcio.
Blanca tuvo una adolescencia bajo mano dura: no la dejaban ir a fiestas y tenía que relojearlas desde el balcón cuando había alguna en la azotea de la vecina. Por eso dice que más que salir con su primer marido, él tuvo que entrar a su casa. Cuando eligió al segundo, ya tenía edad para decidir, pero él no era ningún desconocido.
–Eramos compañeros en el Normal. Los chicos usaban un moñito a lunares. Y él siempre lo tenía torcido. No nos dábamos ni cinco de bolilla. Y después de mucho tiempo, yo enviudé y mamá se vino a vivir conmigo. Un día, una ex compañera me dice: “¿Por qué no venís a las reuniones de ex alumnos que hacemos siempre?”. Fui y me reencontré con Carlos, que también había quedado viudo hacía poco tiempo. Mis compañeras me hicieron gancho. Mariana Greco, que hacía unas reuniones muy lindas, puso música suave y bajó la luz mientras bailábamos. ¿Te imaginás a los cincuenta años de entonces volver a enamorarte? Yo con dos hijas que, según Carlos, valen por ocho, y él con cuatro varones. “¿Te vas a casar con un tipo que tiene cuatro hijos adolescentes?”, me preguntaban. Pero yo adoro a los chicos. Además me daban lástima: habían perdido a la madre. Por eso cuando me preguntan si soy la madre del intendente de Quilmes, de Fernando, yo digo que sí porque no me gusta la palabra “madrastra” y menos “madre putativa”. A menudo, las cartas que Blanca Cotta comparte con sus lectores exhuman recuerdos de objetos cotidianos y costumbres que hoy no tienen ningún lugar en los medios: son como archivos en forma de correspondencia.
–Me acuerdo de cuando, con mis hermanos, esperábamos en el balcón a que llegara el tranvía 22 cuando mis padres se habían ido al centro. Del río cuando las aguas no estaban podridas. Allí se reunían las familias de Quilmes. En la rambla estaban las piletas olímpicas con sus vestuarios. Nosotros íbamos con nuestras canastitas de sandwiches y, después de bañarnos, nos subíamos a todos los juegos y nos mirábamos en los espejos deformantes. En donde habían cavado el río, había una enorme pantalla y allí proyectaban películas. Si eran películas argentinas, sonabas, porque el ruido del río pegando contra los parantes no te dejaba oír. A papá le gustaba ir de noche y sentarse en las escaleritas que bajaban al río para mirar el cielo estrellado. Yo me acurrucaba al lado y él me iba diciendo cuáles eran las constelaciones, toda una enseñanza de astronomía. Me enseñaba sin que yo me diera cuenta, que es la mejor manera de enseñar.
Aun en los recuerdos tristes, quizás por deformación profesional o porque las reminiscencias suelen prestar más atención a los sabores que el presente, aparecen golosinas.
–Yo estaba viviendo con mamá y mi hermano Roberto estaba internado en terapia intensiva. No me dejaban llevarle chocolate. Pero yo decidí: “Le voy a llevar todos los chocolates que quiera”. Y preparé unos Milka. Y esa mañana a la madrugada de repente me desperté. Y le dije a mamá: “Me he despertado porque sentí como si un ángel me hubiera besado la frente”. Y a esa hora había fallecido. El día anterior a que cumpliera 98 años le pregunté a mamá: “¿Qué querés para mañana?”. “Un cóctel Alexander, empanadas de jamón y queso fritas, pollo con nueces y aceitunas, y, de postre, un Saint Honoré.” Es un postre que lleva un aro de masa bomba y todas bombitas de distintas cremas alrededor, y la crema Saint Honoré en el medio. Mamá se despertó el día del cumpleaños y... ¿murió? Yo digo que mamá se evaporó.
Qué asco el bicho
Como el Dr. Samerweiss, propulsor de la asepsia, que murió de septicemia de tanto palpar parroquianos de la morgue; como Simon Wiesenthal, cazador de nazis, que al volver cada noche a su casa siente la compulsión de contar chistes de judíos levemente racistas; Blanca Cotta tiene una suerte de anorexia profesional. Visiones antropomórficas la detienen frente un curanto chileno en donde sobrenadan comestibles con bigotes que parecen conocer, aunque no tengan brazos, el más correcto estilo crowl, carnosidades movedizas en lo que ella imagina una Ofelia de último momento, “cremitas” gustosas que a la hora de la verdad resultan ser contenidos intestinales de invertebrados mal limpios. ¡Puaj!
–Un día fui a una reunión de empresarios en el Alvear y me trajeron una sopa crema de mejillones. Cuando vi a todos esos bichos flotando ahí, el estómago se me retorció. Y dije: “¡Qué lástima que tenga un ataque al hígado!”. Tuvieron que prepararme especialmente zapallo hervido y papa. ¿Ostras? ¡Puaj! ¡Y encima comerlas vivas! Una vez estábamos con Carlos en un lugar de veraneo. Era una de nuestras primeras salidas oficiales. Se decidió democráticamente comer calamaretis fritos. No dije nada y me los comí. “¡Qué rica salsita!”, dije por educación. Ma que salsita: era que estaban mal lavados.
–Entonces usted en vez de cocinar, seguramente camufla.
–Me gusta el pescado sin gusto a pescado y el pollo sin gusto a pollo, la carne sin gusto a carne. Cuando voy al restaurante y veo el menú, seguro que no me gusta nada y termino pidiendo una milanesa de pollo así chiquita, bien finita, bien llena de pan. Es que si yo identifico el pollo, me da pena y no lo puedo comer. Y el pescado no me gusta, y eso que soy de Piscis; o a lo mejor no me gusta porque soy de Piscis. El otro día hice para “Ollas y Sartenes” un chimichurri sobre un pescado que a su vez estaba sobre papas. Después mandé todo al horno. Era muy rico. Ni te dabas cuenta de que estabas comiendo pescado. A las mollejitas con crema las hago, pero ni las pruebo. Cuando a alguien le gusta algo y es su plato preferido, lo hago igual y lo pruebo con los ojos cerrados.
–Entonces no le gustará la cocina étnica, que ahora está de moda.
–La cocina es moda. Y la cocina étnica que ya me tiene... ¡Soy educada y no puedo decirlo! El otro día vi en un documental a unos japoneses que cocinaban carne de gato. Sin palabras.
–Dicen que los gustos y las repulsiones aparecen muy temprano.
–Sin embargo, cuando era chica, en La Pampa, pese a ver cómo hacían morcillas, comía morcillas. Veía al chancho desangrándose, una mano que revolvía la sangre con sal para que no se corte y las tripas que se inflaban para rellenar. Igual las comía.
–¿Existe algún plato que pueda comer tanto usted como sus invitados?
–Las empanadas de carne. Picantes, crocantes y que chorreen hasta el codo. Después soy de picar, mejor dicho, de picotear.
Blanca Cotta es picoteadora de canapés, de esos entremeses donde la audacia de Petrona incorporaba el puré de banana y que recomendaba preparar entre la hora del desayuno y la de “dar vuelta por la casa”, piecitas a base de miga o de tartaletas donde el minimalismo de los elementos los hace irreconocibles.
–Nosotros en La Pampa no conocíamos el mar y tampoco lo conocimos en vacaciones. Porque las vacaciones eran para ir a la casa de mi abuela, en Buenos Aires. Por lo general, para el 15 de agosto, que era Santa María. Ese día yo me transformaba de Cenicienta en princesa. Mis primas me hacían rulos, me compraban vestidos, medias y zapatos nuevos como si me hubieran tocado con una varita mágica. Y en la sala con muebles antiguos y jarrones que no había que tocar y piano con mantón, yo le recitaba a mi abuela una poesía que había hecho papá. Y todas las amigas de mi abuela se abalanzaban para besarme. Eran todas viejas bigotudas y empolvadas. Yo daba vuelta la cabeza para que no me besaran y digo que todavía hoy debo tener la nuca llena de todos esos besos de las amigas de mi abuela. El dueño del Molino era padrino de mamá. Entonces, el día de Santa María, nosotros, pajueranos de La Pampa, quedábamos deslumbrados porque llegaban las bandejas grandes con todas las delicias más grandes que podía haber para festejarla a mi abuela.
Que nadie se engañe: detrás de estas mañas suele esconderse una dulcera más o menos encubierta. Tanta cultura de copetín omite la mención de la bebida espirituosa en donde el modesto triolet, incluso los 50 platitos que ofrecen cerca de los lobos marinos, en Mar del Plata, son sólo la comparsa.
–Ah, sí. A mí denme un buen negroni preparado por Carlos, un whisky o un martini (pobre Manolete).
Y aquí, Blanca baja la voz para evocar a un barman español, gran conversador de barra, un caballero cuya cátedra dictaba que el buen parroquiano nunca debe gritar ¡mozo! sino buscar la mirada del otro y sugerirle que lo atienda con un ligero movimiento de cabeza. Wimpi, uno de los más famosos periodistas culturales de la década del ‘50, inclinado en la barra de Queen Bess, solía cumplir con este protocolo. El también cultivaba esa cultura cottense de la cita edificante, pedagógica y candorosa.
A pesar de que los martinis de Manolete eran memorables, es imposible imaginar a Blanca Cotta en curda. En sus recuerdos de casa grande, los excesos provienen de la naturaleza.
–Me acuerdo de cuando mi hermano Juan Angel, que estaba casado con Nené Taboada, vivía en San Isidro. Y pasábamos las Fiestas allí. Yo hacía los bocaditos y el cóctel, y poníamos las mesas afuera, en el jardín. Corrían los brindis. Juan Angel cantaba tangos (yo no, porque cantando soy un sapo). Eran los tangos más reos, desde “Chorra” a “Malevaje”. Me acuerdo también de una noche de tempestad que arrasó con todas las copas que había en las mesas. Eran tiempos felices porque éramos todos. No faltaba nadie. Recordar con nostalgia no es vivir en el pasado. Es la dulzura de volver a ver a aquellos que, de no haberlos tenido, uno no sería lo que es.
Blanca Cotta no se hace la remilgada y no espera que le elogien la mano.
–¿Y qué tal están esos brownies?
La cronista, hablando con la boca llena, pide la receta. Después de todo, Las/12 no anda siempre levantando pancartas y utilizando los cirios para cualquier cosa menos para encenderlos en un altar. En su santoral laico conviven tanto Doña Petrona como Rosa Luxemburgo. Y una recomendación sobre la pastilla del día después bien vale el contrapeso de una receta de brownies.
–Batís en un bol casi una taza de azúcar y dos huevos, y batís y batís y batís hasta que se forman todos globitos en la superficie. Aparte derretís 100 gramos de manteca con 150 de chocolate. ¡Que no se te queme! Agregás a la crema de huevos el chocolate derretido y seguís batiendo, batiendo, batiendo hasta que se hacen todos globitos. ¡Ojo! ¡Es importante lo de los globitos! A eso le agregás una taza de nueces partidas y media taza de harina. Y volvés a batir un poco hasta que otras vez haga blu blu blu. Entonces lo volcás en una asaderita de manera que queden dos centímetros y medio de espesor. Horno bien caliente hasta que la superficie está bien craquelé, pero el interior húmedo. ¿Cuánto tiempo? Más o menos –nunca doy tiempo porque todas las cocinas no son iguales– diez o doce minutos. Cuando está frío, recién se corta en cuadraditos.