SOCIEDAD
Desde hace tres años se dicta en la Unidad Penal 31 de Ezeiza un taller de poesía que coordina María Medrano y que consigue convertir la palabra en lo que es: un vínculo, un lazo que crea y recrea el mundo cada vez que lo nombra. Yo no fui es el título del primer libro de este taller que desde adentro de la cárcel crea también libertad.
Ay, qué lindo, ¡tenés un olor a afuera! –dicen las manos que abrazan y tocan el suéter que llegó hasta el otro lado de una seguidilla de puertas chirriantes.
Dejar atrás el sonido hiriente de rejas que se cierran y abren es cruzar la frontera que divide al planeta en dos territorios: afuera y adentro.
Adentro, las tenues bocanadas de frío, sol, nubes, campo, ruta y hasta la ciudad del principio del camino se cuelan impregnadas en la ropa de las visitas para alegrar narices encerradas. Adentro, ahora, es el espacio que contiene los límites de la Unidad Penal Federal 31 de Ezeiza, una mole de paredes rosadas y puertas verdes que encierra en su corazón a un puñado de mujeres que gritan Yo no fui y aseguran sentirse libres. Al menos por un rato: cuando bordan sensaciones sobre el papel y se dejan asaltar por las palabras. El puente, entonces, es un taller que dicta desde hace 3 años la poeta María Medrano, producido por La Casa de la Poesía (Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura, Secretaría de Cultura del GCBA), el área de Educación del Servicio Penitenciario Federal, y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
Afuera, siempre es un alivio que sea viernes. Adentro también: es el día que María Medrano desembarca con libros y propuestas en el penal. Una docena de mujeres esperan sentadas a la mesa larga del aula-biblioteca donde empezaron los encuentros y que ya quedó chica. Con sus modales discretos y carpetas llenas de papeles, podrían confundirlas con un grupo de señoras que debaten sobre literatura en algún congreso. Pero ahí está el ruido de las rejas a lo lejos, la custodia del amplio pizarrón, los mapas enormes de la Argentina. No importa, entre estas cuatro paredes ellas encontraron una plataforma desde donde llegar a los pasillos interiores y al otro lado del mundo. Ahí por donde ahora circula la joya más preciada del taller, una antología poética cubierta por tapas fucsias: Yo no fui. El libro registra bellos poemas escritos por más de una veintena de mujeres que participaron del grupo. La publicación fue posible gracias a un subsidio del Instituto Goethe de Buenos Aires, donde vio la luz en sociedad hace unas semanas, en el Festival Latinoamericano de Poesía.
Islas y puentes
Las chicas están alborotadas. A excepción de Susana Ciri, que salió en libertad, ninguna pudo participar de la presentación afuera. Pero hay hendijas, como dijo alguien en ese evento. “La cárcel es una tumba de seres vivos que se abre con talleres como éste”, gritó una rubia desde la platea. Ahora ellas se asoman a esa grieta.
–Acá hay libertad de expresión –dice Romina Ferrari, tallerista de la primera hora.
–La poesía es naturaleza, escribió Saer. Entonces vamos redescubriendo la naturaleza. Lo exterior deja de ser orgánico, se va transformando en arte, en otra cosa –dice la que eligió como seudónimo Silvia Elena Machado.
La identidad es un tema. Hay gente que no sabe que estas jóvenes, mamás o abuelas andan por estos pagos, adentro. Tampoco estaba ese destino ni en la imaginación ni en los planes de estas protagonistas. Y menos aún, ríen, que un día les iba a gustar tanto la poesía. “Casi todas teníamos una idea del poema de colegio, dulzón, infantil. María trajo libros y nos abrió la cabeza”, coinciden.
Ellas están convencidas de algo: mantener la voz propia en el aire y los pies en la tierra es un desafío en cualquier parte. “Podés estar afuera y ser presa de tu mente o de una situación sin tener un problema de barrotes. En el taller de poesía se respira la libertad interior”, apunta Betty Pastrana, detrás de unos anteojos que la pintan como una ejecutiva. Con esa impronta profesional agrega: “La Ley 24.660 de la Pena Privativa de la Libertad, cuando habla de educación, debería destinar al menos el doble de recursos para contener a la población de las cárceles”.
En esta unidad viven 250 mujeres y hay sólo 3 aulas. A su lado, la blonda Ana Rossel, recién operada de un pecho, remata: “Mantener nuestra individualidad nos hace sentir libres, mi cachito de libertad en Ezeiza lo conseguí en un aula”.
El poder de la palabra
“Haré hasta lo imposible por disfrutar, el tiempo se ocupará de quitar”, lee en voz alta Liz, una belleza morena y dominicana, con una mano sobre la panza de siete meses. Llegó al grupo hace poco. Cuando termina la lectura, cada una hace sus apreciaciones acerca del ritmo, la música, la rima, guiadas por María Medrano. Desde la clase cero la profe reveló algo que ahora explican cual entendidas: la poesía no es una adivinanza, sólo se completa con la mirada del lector. Liz dice que es del tipo de mujer que va al choque, pero ahora descubrió que tiene la capacidad de escribir. “Al releerme descubro que por dentro soy otra persona”, confiesa a sus compañeras.
Hay un sendero que estas mujeres transitan religiosamente cuando vomitan sus primeras letras. María Medrano dice que “al principio todas escriben sobre la situación de estar presas, el encierro. Es un proceso que hay que hacer. A medida que avanzan, se meten con otros temas y se abren discusiones candentes, por ejemplo la poesía política”, describe. Una de las inquietudes que más sacudió al taller fue el plantearse si hacían poesía tumbera o poesía, a secas.
–Cuando llegás acá quedás despojada de todo, lo único que tenés son las palabras –dice Betty.
–Es un shock, al principio es difícil recordar cómo se llamaban las cosas. El lenguaje cotidiano se convierte en lenguaje carcelario. Una corre el riesgo de pegarse al lenguaje tumbero y quedar cosificada. En el taller las palabras se recuperan y se vuelven un arma –agrega Silvia.
Después de un debate que duró varias clases, llegaron a la conclusión de que el lenguaje tumbero forma parte del proceso de despersonalización que las secuestra ahí adentro. No quieren hacer poesía tumbera, no quieren ser tumberas.
–Afuera del aula, el 80 por ciento de los temas de conversación son las causas judiciales. Parecemos autistas, siempre las causas, la familia, la comida. El taller conecta con otros temas y situaciones –dice Betty.
–No es fácil hablar de las emociones, una acá se guarda mucho. Convivir en un pabellón con 40 personas es fellinesco –admite Ana, una polaca de 21 años que aprendió español entre estas paredes y asegura que para ella el taller es un hueco donde expresarse.
–Al organizar mis palabras, aprendí a moverme sola, sin consultar todo con mi marido –completa una señora que ya es abuela.
Militante de grupos de poetas urbanos, María Medrano organiza en este taller el ciclo “Visitas”. Trajo de paseo a Ezeiza a poetas como Diana Bellesi (un antecedente en poesía en cárceles) y a Gabriela Bejerman. Ahora planea un festival entre las rejas. “Cuando venga el calorcito, podríamos traer a Lamborghini”, deja picando. “¿No será mucho?”, pregunta una tallerista.
Con el libro publicado, algunas cosas empiezan a cambiar. Compañeras de Ezeiza copian las poesías en papelitos y piden más. Las celadoras buscan, leen y halagan el libro. “Se espera que las presas hagan manualidades, pero no que se transformen en poetas, artistas”, resalta Medrano, mientras reparte libros, revistas de poetas peruanas que trajo de un encuentro en Lima y sus alumnas consumen sedientas. La poesía latinoamericana las atraviesa. El próximo paso y lazo: hacer un fanzine que circule en las cárceles argentinas y el circuito cultural de la ciudad.
Antes de que los dos mundos se despidan por una semana, estas mujeres dicen que están agradecidas a las que están o salieron en libertad y las alientan. Que Yo no fui significa que no pudieron ser silenciadas, es apenas el primer paso. El taller, juran, no termina adentro. “Lo que cuenta es el puente que entabla la palabra”, explica Delia. Tiene una fantasía que comparte con sus compañeras: salir al mundo y abrir una librería, con olor a poesía y a café.
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