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Viernes, 30 de septiembre de 2005

TRANSFORMACIONES

Hijas de la diosa

Muchos aquelarres bajo las estrellas han transcurrido desde que el cristianismo convirtiera un saber prestigioso, profano y específicamente femenino en el rostro del mal: las brujas. Sobre ellas cayeron las sombras de la Inquisición, el terror y, no tan finalmente, la condena generalizada. Pero la cultura pop del siglo XX y lo que va del XXI viene cambiando las cosas: desde la dulce ingenuidad de la serie Hechicera (y su novísima remake) hasta la sofisticación para adolescentes de Charmed, pasando por una literatura habitada por brujas glamorosas, e inclusive una religión basada en la Diosa y tradiciones que se creían perdidas.

 Por Mariana Enriquez

Las brujas no fueron siempre esos seres malvados que pactaban con demonios, tal como se las conoció durante los temibles años de la Inquisición. Transmisoras de un saber heterodoxo y casi siempre específicamente femenino, en épocas precristianas y en distintas sociedades fueron mujeres respetadas de gran importancia. Pero cuando llegó la noche para las brujas –anticipada desde tiempos del Imperio Romano– su historia quedó en manos de los hombres, que las ridiculizaron, juzgaron y, en última instancia, exterminaron. Hace sólo doscientos años que la figura de la bruja comenzó a mutar, hasta el espectacular cambio del siglo XX –y del XXI–: la cultura pop se vio invadida de brujas simpáticas y seductoras, la literatura de brujas plenas de glamour y misterio, y la religión Wicca las elevó a la legalidad y a una vuelta a la espiritualidad específicamente femenina que recupera tradiciones ancestrales. Las bisagras de este cambio son complicadas de hallar, pero es posible reconstruir algunos hechos centrales que llevaron de la mujer en la hoguera a las sacerdotisas de la Diosa.

La construccion de la hechicera maligna

Ya en el siglo V a.C. el código jurídico romano conocido como Las Doce Tablas castigaba la magia, y durante la época de la República, se rechazó la adivinación (en oráculos o sueños premonitorios). Pero fue a partir de los decretos del emperador Constantino, entre fines del siglo III y IV, que la prohibición de la magia se extendió hasta límites insospechados; por ejemplo, se le daba la pena capital a quienes fueran sorprendidos invocando demonios o celebrando sacrificios nocturnos. En la Biblia, la condena es constante y explícita: “No dejarás con vida a la hechicera”, reza el Libro del Exodo (22, 18). Juntamente con la extensión del cristianismo, la brujería comenzó a configurarse como el revés de una religión que se erige como única depositaria de la verdad universal; en la brujería se incluyen todas las prácticas ajenas o prohibidas, contempladas como heréticas. Aunque sólo se tratara de saberes tradicionales, transmitidos de generación en generación, y por lo general de madre a hija.

Pero, hasta los trabajos de San Agustín, en el 400 d.C., no se consideraba a la brujería como un proceso de comunicación con demonios. Para San Agustín, los seres maléficos eran creadores de magia, y los seres humanos que los invocaban estaban alejados de la obediencia divina. Esta teoría le permitió acometer la destrucción de todos los cultos paganos y las supersticiones populares. A partir del siglo V, las brujas irán adoptando una dimensión demonizada y orientada hacia una noción del Mal opuesta a Dios. Así, se transformó un determinado tipo de creencias que, aunque se plasmaban en prácticas dispares, se consideraban enemigas del culto cristiano.

Es, sin embargo, Santo Tomás de Aquino el responsable de la definición de magia y brujería que perdurará en los siglos posteriores. La caza de brujas encontró en el tomismo su apoyo teórico. Según Santo Tomás, las personas que practican técnicas adivinatorias pretenden apropiarse de conocimientos divinos con ayuda de demonios; él condena prácticas específicas como la prestidigitación, la nigromancia, la hidromancia o la quiromancia. Y ya no habla de pecadoras ignorantes que repiten supersticiones paganas heredadas a través de los siglos, sino de cómplices activas de los demonios. Aquí se termina de configurar la mirada misógina sobre las brujas.

Alrededor del 1100, comenzaron a surgir en la Europa mediterránea movimientos heréticos. Para detenerlos, en 1184, el papa Luciano III instauró un procedimiento legal, la inquisitio, que permitía el enjuiciamiento directo sin denuncia previa. Es éste el origen de la Inquisición, y fue la Orden de los Dominicos la que detentó el poder inquisitorial. El círculo sobre las brujas europeas –en muchas ocasiones mujeres solteras, ancianas o viudas, campesinas, alejadas del poder patriarcal, curanderas de aldea– se cerró en el siglo XIV, durante la Peste Negra, cuando las supersticiones rampantes las acusaron de haber invocado a los espíritus malvados causantes de la enfermedad en sus aquelarres. El golpe final ocurrió en 1486 cuando los inquisidores dominicos Jakob Sprenger y Heinrich von Krämer editaron El Martillo de las Brujas (Malleus Maleficarum), manual que describía prácticas y formas de identificar a las brujas –aquí aparecía el célebre disparate del vuelo en un palo o escoba– que recibió la venia del papa Inocencio VIII. Entre 1550 y 1640 la bruja, perseguida y marginada, ardió en hogueras por toda Europa, con testimonios obtenidos bajo tortura; las ejecuciones duraron hasta el siglo XVIII, pero en mucho menor escala. El número de víctimas difiere de forma escandalosa: algunos historiadores hablan de 100.000, otros de nueve millones.

Después del fuego

En los siglos posteriores, la bruja pasó por una metamorfosis. Ya no temida, se la empezó a buscar para prácticas adivinatorias; los cuentos de hadas la mantuvieron como una villana –malvada pero algo grotesca, casi simpática– y el romanticismo se encargó de exaltarla, junto a toda su recuperación de lo pagano. Pero fue en el siglo XX cuando el status de la bruja cambió por completo gracias a Wicca, la religión “fundada” por un oficial de aduanas inglés después de la Segunda Guerra Mundial. Se llamaba Gerald Gardner y, ya retirado, vivía en el sur de Inglaterra cuando fue iniciado en la antigua religión pagana, en los restos conservados después de la hecatombe, por un grupo de mujeres. La historia de Wicca es polémica. Gardner decía que la religión era sobreviviente de las religiones matriarcales de la Europa prehistórica, y que se la enseñó una mujer llamada Dafo o la Vieja Dorothy –algunos creen que su nombre completo era Dorothy Clutterbuck–; pero muchos creen que la inventó él mismo, si- guiendo fuentes como el libro Aradia: Gospel of the Witches de Charles Godfrey Leland, ritos masónicos y magia ceremonial. Supuestamente, Gardner fue iniciado en 1939, y no reveló los misterios hasta que, a fines de los años ‘40, se abolieron las leyes contra los libros de brujería en Inglaterra. Así, en 1954 publicó Witchcraft Today y en 1959 The Meaning of Witchcraft; muchos iniciados e iniciadas protestaron ante la divulgación, pero Gardner solía decir que lo había hecho para que el Arte no se perdiera.

La idea de religiones matriarcales primitivas se deriva de estudios de Johann Jakob Bachofen, y era popular en la época de Gardner, tanto entre académicos como Erich Neumann o Margaret Murray, como entre investigadores y escritores como Robert Graves. Más tarde continuaron la tarea Joseph Campbell y Ashley Montagu, entre otros. Se trata de interpretaciones de hallazgos arqueológicos, y su existencia real todavía es debate académico. En cualquier caso, la idea de una Diosa Suprema era común en la literatura victoriana, incluso en la académica, y Gardner elaboró la doctrina teológica de Wicca alrededor de este centro. Se cree que Wicca significaba “chamán” en inglés antiguo, pero lo cierto es que el término no se usó hasta que Gerald Gardner publicó sus trabajos. A los seguidores de Wicca se los llama “witches”, es decir, brujos. Y gran parte de ellos son mujeres. Los seguidores de Wicca más tradicionales prefieren rendir culto a un Dios y una Diosa; pero una de las ramas más importantes de Wicca, llamada Wicca Diánica o feminista, es casi exclusivamente femenina.

Wicca recupera rituales paganos, y tiene como fuente el Libro de las Sombras, una suerte de grimorio que recopila hechizos, prácticas y demás, cuya fuente es el saber popular más antiguo. En la tradición más común, se sigue a las deidades y festivales celtas, y se centra en una relación fuerte con la naturaleza y los ciclos vitales. Nada tiene que ver con la adoración de demonios; es decir, nada tiene que ver con el cristianismo. Como religión neopagana, sus deidades y sus prácticas se remontan a los tiempos precristianos.

La influencia de la tradición gardeniana se extendió por el mundo, pero especialmente por la Costa Este de Estados Unidos. Pero la costa oeste, sobre todo California en los años ‘60 y ‘70, vio una encarnación distinta: el ya mencionado culto wicca-diánico, feminista, orientado exclusivamente al culto de la diosa. Sus pioneras fueron la húngara Zusana Budapest y más tarde Starhawk, que hasta hoy se encuentra activa, no sólo en cuestiones espirituales, sino de medio ambiente y políticas. Para las Wicca diánicas, la brujería es un derecho de las mujeres, una herencia que deben reclamar. La pionera Monique Wittig decía: “Hay que recordar. Hacer el esfuerzo de recordar. Y, si falla, inventar”. Esta tradición, en oposición a la gardeniana que funciona en grupos, es abierta a la práctica de brujas solitarias, y creó rituales de auto-iniciación para que las mujeres se identificaran sin tener que pertenecer a un grupo. Zusana Budapest, por ejemplo, consiguió que el estado de California anulara la ley en contra de la adivinación –por cartas, etc.–. Esta acción atrajo gran atención sobre Wicca, y ayudó a que se la considerara una religión. En 1985, el distrito de Virginia en Estados Unidos estableció a Wicca como una religión legal. Sí, sus miembros sufren estigmas y prejuicios, pero nada parecido a una persecución.

Brujas de pantalla

Paralelamente, la cultura pop reformulaba por completo la imagen de la bruja maligna. En 1964, la televisión norteamericana estrenó Hechizada, una sitcom familiar bien de época; sólo que la ama de casa, en este caso, era una bruja. La hermosa Elizabeth Montgomery y su célebre nariz fueron el segundo programa más visto el año del estreno, sólo detrás de Bonanza. Montgomery era Samantha, una bruja inmortal, casada con un hombre común, Darrin. La madre de Samantha (Endora, interpretada por Agnes Moorehead), también bruja, desaprueba la unión, y muchos capítulos consistían en la suegra tratando de hechizar al yerno (y la esposa tratando de deshacer los enredos). El pobre Darrin, además, terminaba cada episodio reafirmando su amor por Samantha, con la aceptación implícita de la brujería en su vida. Así, la bruja llegó a los limpios suburbios norteamericanos. Y ahora a la pantalla grande, gracias a la oblicua remake que acaba de estrenarse en cines, con Nicole Kidman como protagonista.

Un poco antes, en 1962, apareció otra bruja simpática, pero en formato de historieta: Sabrina Spellman, la bruja adolescente, publicada por Archie Comics. Sabrina vive con sus dos tías, Hilda y Zelda –ambas brujas– en el pueblo de Greendale, hogar del célebre Archie Andrews. También vive con las mujeres Salem, el gato negro. Las aventuras por lo general consistían en Sabrina aprendiendo a usar sus poderes en secreto al mismo tiempo que lidiaba con sus dramas de adolescente. Sabrina como personaje de cómic permaneció hasta los ‘90, pero entonces fue revitalizada por una película para TV del mismo nombre estrenada en 1994 con la adolescente Melissa Joan Hart en el papel protagónico. Poco después, gracias al éxito, Sabrina se transformó en sitcom para chicos –entre 1996 y 2003–; todavía pueden verse las repeticiones.

Hasta aquí, las brujillas de TV son casi convencionales; pero en los ‘90 aparecieron los modelos definitivamente “Wicca”. Primero, con Charmed, serie de una hora de la factoría de Aaron Spelling, con tres brujas atractivas, con su propio Libro de las Sombras, hechizos y tradición ancestral. Al principio fueron Alyssa Mylano, Shannen Doherty y Holly Marie-Combs; después Doherty fue reemplazada por la pálida Rose McGowan –famosa por su romance con Marilyn Manson–. Efectos especiales, luchas con demonios, revoltijo kitsch que funciona a la perfección, Charmed es una serie divertidísima, y mucho más a tono con los tiempos. Mientras tanto, la otra gran serie para adolescentes de los ‘90, Buffy la Cazavampiros, fue todavía más lejos: el personaje de Willow, interpretado por Alyson Hannigan, se llamaba directamente Wicca, y en los últimos episodios definió su identidad sexual como lesbiana. Casi casi una Wicca diánica.

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Nicole Kidman es Elizabeth Montgomery en la remake de Hechizada
 
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