CLASIFICADOS
› Por Roxana Sandá
Llueva o truene, Francisca saca la basura a la vereda todos los días entre las 7 y las 8 de la noche, porque en Liniers las horas estipuladas para el servicio de recolección son municipales y, en caso de no respetarse, los gatos se encargarán de castigar el olvido con un tapiz de desperdicios sobre esas baldosas que ella siempre odió lavar, aun con el vaivén de la escoba incorporado hace dos años. Al principio no le molestaba: recién llegada de Mar del Plata, 15 años, con una madre que aceptó la partida con la certeza de que “los hijos deben salir de pobres”, y una abuela no muy convencida pero que bajó defensas cuando le recordaron que no podían seguir viviendo de su pensión. En todo caso, Francisca iba a trabajar “con una familia bien”, dormiría en un sitio caliente, podría continuar sus estudios y todos los meses enviaría dinero a los suyos. Qué más.
Tras un viaje sin escalas, directo al oeste de la ciudad, siguió haciendo lo que siempre se le exigió en casa, sólo que esta vez para un grupo de extraños compuesto por padre y madre profesionales y dos niños de cuatro y cinco años con escolaridad inicial. En un juego de superpuestos prolongaba lo que dejaba atrás. Seguía siendo la mayor de cuatro hermanos a quienes cuidó desde pequeña porque su madre ejercía el oficio de costurera en fábricas y su padre observaba desde el modular, en un portarretratos de acrílico que la abuela exceptuaba puntualmente de la limpieza.
No hubo resquemores en ninguna de las partes. El matrimonio profesional apreciaba su presencia y trataba de no adquirir un tono patronal, y Francisca supo consolidar un llanto bajito que la sobresaltaba por las noches, a la hora de extrañar. Nunca se detuvo a averiguar que en la Argentina trabajan otras 900.000 como ella ni que en las noches los sollozos se reproducen por miles. En cada lágrima penan por sus familias que quedaron en el interior del país y por los derechos que –desde 1956– les niega el decreto 326, un artificio de la Revolución Libertadora que ignora fondo de desempleo, licencia por maternidad o seguro por accidente.
A Francisca todavía no le preocupa que una norma de otro siglo le retacee el derecho a ser madre o que la excluya de la Ley de Contrato de Trabajo, pero la inquieta que las empleadas domésticas de su cuadra tengan cerca de 60 años y más de diez trabajando “para la misma familia”. Como Nina, la señora que les limpia a los de al lado y que una tarde confesó veinte años “en negro”; o Alcira, dos casas más allá, deprimida porque al cabo de ocho años de blanquear pisos ajenos vino a enterarse de que le corresponden 15 días hábiles de vacaciones.
Hace unos días descubrió que el odio matinal a la vereda mojada se le metió en los huesos de a poco, en ese acto casi mecánico de cruzar el saludo con la vieja Nina para dos minutos más tarde ensayar fraseos similares con el barrendero y el paseador de perros. Todavía no desculó el misterio de su desencanto, pero sí advirtió que ese tríptico la hizo más consciente de sus 17 años y de las relaciones que fue construyendo con patrones y vecinos, y que la fueron alejando del goce de sus derechos a ser niña, a jugar, a tener amigos y a educarse sin una planilla en rojo de ausentismos.
En su categorización “cama adentro”, adquirió la feliz costumbre de alimentarse a diario y olvidar el empecinamiento del frío marplatense en sus pies, pero fue desaprendiendo el gusto de salpicarse los labios en agua de mar con la misma sumisión que se enfunda los guantes de goma amarillos. No sabe aún (acaso nunca se entere) que pertenece a una cofradía anónima e invisible de 250 millones de niños y niñas que, como ella, conforman el servicio doméstico de este mundo.
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