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Viernes, 21 de junio de 2002

MITOS

La siempreviva

A un siglo y una década de su nacimiento, la crítica empieza a sospechar que la poeta Alfonsina Storni era algo más que un arquetipo popular de mujer emancipada, más una artista cabal que una precursora, alguien que se ha elevado por sobre el destino que su tiempo ofrecía a su género para pelearle el lugar de vanguardia al mismo Borges. La aparición de una nueva biografía muestra a la otra Alfonsina.

 Por María Moreno

El 29 de mayo se cumplió un siglo y una década del nacimiento de Alfonsina Storni. Se la recuerda jugando al truco en el hotel Castelar, rompiéndose las uñas contra las mesas rústicas del Génova adonde iba con la banda de la revista Nosotros o yendo a lo del médico con Quinquela Martín. Se la asocia a un feminismo larval, a una poesía de hembra en celo, pero sosegable en los recitados de salón. En realidad fue una vanguardista cuya poesía encubrió la inmensidad de su obra periodística. La crítica y poeta Delfina Muschietti es quizás quien mejor ha corrido a Alfonsina de los clichés que la quieren romántica y pedagógica, o suicidada y sin género. Fue ella, que está a cargo de la selección de las obras completas, cuyo primer tomo ya editó Losada, quien mejor expuso las complejas operaciones de esos textos en donde el conflicto entre “una voz mendicante” y otra “de loba” van produciendo un tono experimental y al mismo tiempo capaz de obtener inéditas resonancias populares. Muschietti recopiló en el segundo tomo, de próxima aparición, los trabajos periodísticos que Alfonisna publicaba en diversos medios como Caras y caretas, La nota o Fray Mocho. La salida de La otra Alfonsina, de Ana Silvia Galán y Graciela Gliemmo, editada por Alfaguara, sigue sacando del claroscuro a esta mujer que la coalición masculina, alimentada por la plusvalía de musas, editoras y dactilógrafas, hizo desaparecer en versiones menores, hasta hacerla inmerecedora de ocupar siquiera un banquito de pupila en las dos líneas fundadoras de la literatura argentina: la de Borges y la de Arlt.
La otra Alfonisna, definida por sus autoras como producto de una irradiación, escrito a dúo y con la exigencia de que cada estilo se pusiera literalmente en manos del otro, pesquisa a la Alfonsina nacida en Suiza y descendiente de una familia de lectores, a la que en San Juan hace teatro clásico con la aprobación de Camila Quiroga, a la normalista con simpatías socialistas pero sin carnet, a la madre soltera que redacta documentos sobre derechos femeninos a la par de los hombres, pero sin marido. Aunque no se trata de una recopilación de anécdotas nuevas sino de una suerte de ensayo que dialoga tal vez con los trabajos críticos de Delfina Muschietti, pero menos con biografías canónicas como las de Olimpia Storni y Arturo Capdevila. La otra Alfonsina hurga archivos latinoamericanos, colegios provinciales y bibliotecas públicas hasta dar la impresión de haber sido el trabajo de largos años sustentados por una fundación o una universidad si no fuera por la fuente heterodoxa que delata el trabajo a ponchazos que quiere conservar su rigor a costa de una veta obsesiva e insistente, muy propia de la misma Alfonsina. Al lector viejo o nuevo le interesará registrar en La otra Alfonsina la voz de Alejandro Storni, que a menudo da el testimonio preciso con el tono íntimo que amortigua el cliché, y baja el mito poniéndolo a conversar como en una tertulia. Pero ni Ana Silvia Galán ni Graciela Gliemmo consienten en que la palabra “íntimo” suene a biografía no autorizada, a nuevas puestas en la soga de trapitos al sol. “Habría que preguntarse en qué zona ingresa una biografía, si lo hace en una zona íntima que hasta el momento está vedada y entonces es muy audaz sacarla a relucir, o si ingresa en la vida privada que está ligada a lo social, las amistades, el amor. Para nosotros, lo íntimo fue un límite y nos mantuvimos en ese límite”, dice Ana Silvia Galán. El interés por sondear sobre la vida del padre del hijo de Alfonsina fue dejado afuera, a condición de que La otra Alfonsina dejara en claro que se trata de un secreto de familia.

Hijo de loba
Puede decirse que Alejandro Storni da entrevistas en “lo de mamá”, el café Tortoni. El hijo “de amor sin ley” y profesor de castellano a menudo llama a su madre como todo el mundo: Alfonsina. Se crió al lado de ella compartiendo el codearse con lumbreras literarias, aunque con el tiempo prefiriera andar por el bañado de Flores, ir a la cancha y ser amigo de Fiorentino. Amante del género chico donde alguna vez trabajó de claque, le gusta darse a conocer a través de chistes inocentes que subraya con pausas efectistas: “Usted que es periodista seguramente habrá visto a un perro morder a un hombre. Pero yo vi a un hombre morder a un perro. Fue un amigo mío en ocasión de ir de visita a lo de Horacio Quiroga en Vicente López. Tampoco habrá visto como yo chocar dos motos. ¿Sabe cómo se llamaban los conductores? Lofeo y Bello”. Luego de este tren, Alejandro Storni dice que se considera “de herencia salteada” porque se siente más futbolero que escritor, aunque no cesa de charlar sobre su madre en colegios y ateneos que a menudo llevan el nombre de ella.
Alfonsina llamaba “hermano” a su hijo aunque, según él, solía presentarlo como a un embajador incluso al presidente de la República. Alejandro tuvo un ángel custodio que se llamó Josefina Grosso, una mujer a quien considera casi una abuela.
–Fina vivió muchos años con nosotros, pero no era una sirvienta; tampoco era un ama de llaves sino la persona más buena y más ingenua que conocí. “¿Cómo hacés vos, Finita, para acertar siempre a la quiniela?”, le pregunté una vez. “Y, nene, le juego a los números que salen”, me contestó. A la hora de la siesta, yo le pintaba bigotes con un corcho. Un día, Alfonsina le dijo: “Pero Fina, ¿cómo le da al chico tallarines con tuco si tiene 38 grados de fiebre”. Y Fina salió con: “Pero Alfonsina, lo hice con mis propias manos”.
Hijo de un periodista rosarino de quien dice tener recuerdos sin reproche, Alejandro resuelve con humor el hecho de ser considerado con la antigua denominación de “hijo natural”.
–Yo tuve un disgusto muy grande en un cumpleaños donde me agarraron entre cinco personas para preguntarme quién era mi padre. Y yo salí corriendo y me fui llorando a mi casa. Entonces, Alfonsina me dijo: “Mirá, Alejandro, hoy has empezado a ser hombre”. Desde que supe que los chicos no venían de París sino del vientre de la madre, me convencí de que los hijos naturales no eran ilegítimos porque los hijos son todos naturales. Ya cuando fui más grande me fui poniendo más canchero, entonces pensé que los naturales somos superiores a los hijos de botella, porque ellos nacen con algo no natural y hace poco hasta nació uno con los óvulos de la abuela. Y bueno, entonces ser hijo natural es casi un privilegio.
Alejandro Storni se avino en algunos casos a las amistades de segunda generación: se hizo amigo de Egle y Darío, los hijos de Horacio Quiroga con los que corría aventuras que hoy serían consideradas inocentadas,
pero que él evoca con satisfacción de juvenilia.
–Yo era como un hermano de Egle. Tenía un año y medio más que nosotros. Y con Darío íbamos a un lugar que tenía circo. Había un bar al lado y todos los que tomaban café, que costaba 15 centavos, dejaban 20. Darío y yoqueríamos independizarnos de Egle, entonces la idea era levantarnos los centavos, pero nunca pudimos. Porque una mirada de Egle nos petrificaba.
–Una mirada como la del padre.
–Claro. Cuando en la mesa Horacio Quiroga quería agua, miraba la jarra y los hijos le servían. Un día –yo debía tener 13 años– estábamos comiendo y de pronto Quiroga me dijo: “Yo te pedí que me dieras agua”. “Perdone, yo no le escuché a usted.” Y entonces Quiroga me explicó cómo pedía él. “A mí eso no me va porque mi madre me pide por favor”, le contesté. Otro día me saludó: “¿Qué dice la lunática de tu madre?”. Y yo le dije: “Y... dice que usted es loco”. Contestarle así a Quiroga era como morir. Amigos no podíamos ser.
–Pero fue a verlo al hospital cuando enfermó.
–Y me recibió como yo esperaba: “Aquí estoy, vine a ver una exposición de flores”. Toda la conversación fue en ese tono. Pero yo lo vi muy decaído. Cuando mi madre me preguntó: “¿Cómo lo encontraste a Quiroga?”, le dije: “Mamá, si Quiroga es la persona que yo conocí, no creo que viva un día más”. Al día siguiente compró el cianuro y se mató. Fui la última persona que lo vio.

La única única
Los textos de Alfonsina no combinaban con el alma atormentada y neo-rusa del Erdosain de Roberto Arlt ni con las geometrías especulares del puritano Jorge Luis Borges que la llamó “comadrita”, que es como decir compadrito en clave materna. Y si no se animó a llamar así a Evita fue porque ésta le resultaba incalificable luego de haber enviado a una Doña Leonor contrera a la cárcel del Buen Pastor. Alfonsina es oscura frente a la vanguardia martinfierrista que levanta como vestal a Norah Lange, cuya madre prohíbe besarse bajo techo. Alguna vez, una Alfonsina de visita se dejó robar un beso por Horacio Quiroga mientras los dos cumplían la prenda de besar a dúo cada una de las caras de un reloj sin que se tocaran los labios. Delfina Muschietti la enfrenta a Borges bajo el subtítulo de Storni 1, Borges, 0 publicado por Radarlibros el 6 de agosto de 2000: “Cuando la despreciada firma de la Storni concurre con la de Borges en una misma revista literaria, resulta que el texto de ella se adecua mucho más claramente al programa de vanguardia que el poema que firma el varón pensativo que parece ocuparse de los sentimientos (los “trebejos” que conmueven en los versos de las “muchachas”) ordenados además en estrofas clásicas de cuatro versos en los que se alternan endecasílabos y alejandrinos y, más tradicionalmente aún, eneasílabos y decasílabos. El poema de Alfonsina, en cambio, tiene una disposición totalmente irregular: una larga tirada de versos sin estructura estrófica ni patrón rítmico irregular. Escrito en verso libre y fragmentario, se acerca al lenguaje coloquial y prosaico”. Con un poema así, Alfonsina seguramente escandalizó a un mentor de su juventud, el socialista Manuel Ugarte, gran adoptante literario de niñas malas –tuvo un fuerte vínculo con Delmira Agustini–. Alfonsina es una feminista independiente y cachadora, y aunque llegue a ser vicepresidenta del Comité Feminista de Santa Fe e integrante de la Comisión Pro Derechos de la Mujer de 1919, declara: “Yo pienso que el feminismo es la carrera de las fracasadas”. Pero, ya se sabe, es un viejo truco feminista denostar la propia posición como una estrategia defensiva con algo de treta: Alfonsina no ha dejado de comprometerse con los derechos de las mujeres, y aun en sus enunciadas notas como “femeninas” habla de otra cosa. En su biografía, Galán y Gliemmo evocan un artículo publicado en un ejemplar de Mundo Argentino de 1926, donde la escritora se mete a abogada defensora de Elvira D’Aurizio, una mujer que ha matado en pleno juzgado al padre de su hijo natural que se negaba a reconocerlo, hecho que fue avalado por el juez: “Fácil ha sido siempre advertir que el espíritu argentino tiende a proteger al individuo en desmedro de lasociedad que lo integra: todo, en nuestro país, delata al individualismo imprevisor y sensual, atropellando la ley para beneficiar a un hombre, a una institución, a un interés creado cualquiera”. En derechos civiles femeninos apoyará el proyecto del senador socialista Enrique del Valle Iberlucea en pro de las madres solteras. Si en ambos casos la experiencia personal es el punto de partida de la conciencia social y de género, es precisamente esa dimensión subjetiva la que avala el feminismo del que dice abjurar. Claro que Alfonsina prefiere la solfa depositada sobre las mujeres que sólo conciben el destino en forma de vidrieras y novio: “Ellas, las refinadas porteñas crepusculares, caminan por las aceras: ellos van por la calle. (...) Transportan estos zapatos a sus dueñas, dos o tres veces a lo largo de la calle Florida y las depositan frente a las grandes tiendas de vistosos escaparates. Allí están las sonrientes muñecas con las plantas rígidas dentro del muerto y rígido zapato, vistiendo lujosos kimonos, regias salidas de teatro, severos tailleurs, graciosos visos de seda bordados y espumosos peinetones, etcétera. Y las muñecas dicen , así, tan tontas como parecen: ‘Entre usted, señorita paseante’”.
–¿Por qué se había silenciado esa parte de la producción de Alfonsina? -se pregunta Ana Silvia Galán–. Ella fue una mujer de gran repercusión y popularidad a partir de los treinta años. Ya a esa edad trataba de hablar de los derechos de las mujeres, que era como predicar en el desierto. Cuando se sabe que la mujer casada recién recupera sus derechos civiles en el ‘68 y que el voto femenino se otorga en el año ‘52, se puede decir que, a partir de la voz de Alfonsina, durante tres décadas no pasó nada. Había contemporáneas de ella que hablaban de los derechos femeninos, pero ninguna alcanzó ese grado de exposición. Era una mujer luchadora que se había transformado en un modelo para muchas mujeres que no se arriesgaban a tanto como ella, pero que hubiesen querido arriesgarse.
Alfonsina es amiga de la socialista Carolina Muzzili, de la anarquista Salvadora Medina Onrubia de Botana y otras emancipadas que en algo no se emancipan. Dice Graciela Gliemmo: “Había contradicciones ideológicas; fijate que todo un sector del anarquismo levantaba el rol de la mujer asociado a la maternidad, entonces era difícil también poderse despegar si aún en un grupo anarquista se está planteando eso. Hay personajes como Elvira Dellepiane o Julieta Lantiri que en algún punto cubren las expectativas de la época. Tienen una zona transgresora, pero otras no; ella ninguna: Alfonsina es un personaje desparejo que nosotras no queríamos uniformar”.
Una vez, Alejandro le dijo a su madre que la consideraba la mejor poetisa de América y ella le contestó como si colaborara a la construcción de su personaje: “¿Cómo decís eso? ¿No sabés que hay una señora que se llama Gabriela Mistral?”. Alejandro dijo que cómo no iba a conocerla si le había abierto la puerta de calle. Entonces, Alfonsina respondió: “Parece que no la conocés, no digas nunca más eso, porque a mí no me interesa estar en un ranking primera, ni segunda ni tercera. Yo escribo porque es un don, y sabés perfectamente cuál es mi pasión: la docencia”.
Desde que los tiempos en que recitaba por 60 centavos en un teatro mientras deshojaba unas rosas con la mano –esto de recitar haciendo diversas operaciones con flores lo conserva la uruguaya Marosa de Giorgio-, Alfonsina es carismática. Cuando Alejandro la reemplaza en la materia castellano del Colegio Vicente López, las “alfonsinistas” le hacen la contra:
–Yo fui con el nombramiento, entonces la directora me designó en un grado y me dijo: “Mire, discúlpeme, yo tengo que retirarme un momento...”. Al rato me fui hasta la dirección, porque siempre me gustó amenizar las cosas directamente: “Señorita directora, ¿no tiene un revólver usted?”. “Pero... ¿para qué necesita un revólver?” “Y, porque estoy tan solo que tengo miedo.” “¿Cómo? Si usted tiene 27 alumnas de su madre.” “Señorita, notengo ninguna.” “Tiene razón, no hay ninguna; bueno, entonces váyase a su casa.” Me quedé, y era día por medio la cátedra. Un día había una alumna, no dije nada, no la cambié de sitio. “Vamos a ver la primera lección”, dije y seguí adelante. Al otro día vinieron tres, al final se llenó. ¿Sabe qué habían hecho? Me confesaron huelga a mí, porque querían ser alumnas de Alfonsina.

El suicidio hermano
Par de los varones, pero sin que encontrara en ninguno de ellos un amor simétrico que ella pudiera reconocer como tal, impar entre las mujeres, era la loba, la oveja descarriada, la que no tiene plata para comprarse medias. Cuando muere, no sólo sigue siendo una mujer despareja sino que le falta un pecho. En su poema final “Voy a dormir”, que envía a La Nación, parece permitirse una pequeña venganza; ella, que tanto esperó, hace esperar: “Ah, un encargo,/ si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido”. Pero Alejandro Storni, el testigo, terminará por sugerir que es un equívoco. O bien ese “él” es un secreto que escapa a su testimonio.
–Mi madre se dio cuenta por el dolor que le causó en el pecho el golpe de una ola estando en Uruguay. Aquí los análisis dieron totalmente desfavorables. La operaron. Ella me tranquilizaba diciéndome que no era nada. Yo tenía 23 años. Le hicieron rayos, pero no había que hacérselos como a una persona común. (Lógicamente, quien escribe versos de esa categoría no puede ser una persona común.) Y la persona no era común, porque cuando la operó el doctor Arce, no la podían dormir, y después no la podían despertar. Era de una sensibilidad extrema. Y Alfonsina no quiso seguir con los rayos.
–Alfonsina creía que el cáncer contagiaba.
–El director del instituto, que era amigo de ella, le había demostrado que el cáncer no se podía contagiar, tomando un tumor maligno con la mano y rompiéndolo.
–¿Pero era una creencia común en la época?
–¿Una creencia del pueblo? Alfonsina estaba fuera de eso. Pero cuando uno está enfermo, m’hija, siempre piensa mal, pierde su razonamiento, lo pierde aun siendo una persona inteligente. Alfonsina se ponía alcohol antes de que yo la besara. Entonces yo le decía: “¡Pero mamá! ¡Son disparates!”. “Bueno, por si acaso”, me contestaba. Ingenieros la mandó a Córdoba diciéndole: “Vaya ahí, que se va a curar de lo que cree usted o de lo que creo yo que usted tiene”. Y era lo que creía Ingenieros.
–¿Qué creía Ingenieros?
–Que era una neurastenia.
–¿Era católica Alfonsina o creyente en algún sentido?
–Alfonsina era una atea muy rara porque nombra a Dios en muchos versos. Cuando fui creciendo, ella me dijo: “Yo no quiero que seas católico sino que conozcas todas las religiones y elijas la que vos quieras”. Entonces me fue explicando todas. Por eso digo que yo no tengo rabia a los judíos, ¿me entiende? En cambio les tengo rabia a los ingleses, pero no por las Malvinas sino porque mataron a todos los hermanos de Sandokán en las novelas de Salgari. ¿Sabe que Salgari murió ahorcado? Se suicidó porque fue estafado por los editores.
–En aquel viaje a Mar del Plata, usted no acompañó a Alfonsina porque ella no quiso.
–Pero el 18 de octubre de 1938 yo la acompañé hasta la estación Constitución, donde ella embarcó para Mar del Plata. No quería que fuera porque ella me había dejado una serie de encargos en donde yo tenía que ser muy torpe para no darme cuenta de que no la iba a ver más: por ejemplo, órdenes para cobrar los sueldos de ella y unos versos publicados en La Nación el 16 de octubre. Pero yo no cobré ni su sueldo ni el mío.
–Usted sospechaba.
–Imagínese qué se puede pensar de alguien que le deja una orden para cobrar el sueldo de enero. Mi madre era una persona de mucho carácter. Lo que ella decía era lo que valía. No cabía decirle: “Pero si vos vas a estar de vuelta acá”. Yo sabía que no iba a estar de vuelta. Lloré toda la noche.
–¿Usted pensaba que era difícil de disuadir?
–Nos conocíamos mucho, ¿me entiende? Alfonsina era amiga acérrima de la verdad. Uno con un halago no la podía conseguir a mi madre, pero con la verdad sí. La verdad para ella era una cosa definitiva, porque ya en enero, a meses de su muerte, ella me dijo que tenía un ganglio inflamado en la garganta y que podía ser que el cáncer se le reprodujera, “en cuyo caso –dijo– no vamos a hablar más de esto”. Y efectivamente no hablamos más hasta el mes de septiembre en que volvió a enfermar.
–¿Cómo se entera de su muerte?
–Me llamó a las 8 de la mañana una persona que debía saber ya, pero no me dijo nada para contarme que Alfonsina estaba bien. Entonces me pasó una cosa terrible. La radio estaba prendida, y yo le dije a la muchacha que la bajara, pero me pareció que la seguía escuchando. Me llamó por teléfono una compañera de la facultad. Entonces, de lejos, escuché la noticia de la muerte de Alfonsina en el mar. Que la habían encontrado flotando entre las aguas. Y entonces, cuando se lo conté a la muchacha, me dice: “No puede ser, si yo apagué la radio”. Si ella no me mintió, yo lo imaginé todo. Abajo me estaba esperando un amigo con el auto y plata para ir a Mar del Plata. Entonces me llamó Salvadora Medina Onrubia para decirme: “Mirá, Alejandro, no vayas a Mar del Plata para nada porque yo ya arreglé todo. La van a velar en Mar del Plata, después la van a velar en Buenos Aires, está todo arreglado”. Después me vine a enterar de que quien pagó todo fue Salvadora Medina Onrubia. Nunca cobré los sueldos que Alfonsina me reclamaba ni el poema en La Nación ni “Voy a dormir”.
–¿Ese “él” que podría llamar por teléfono forma parte de un artificio poético?
–Soy yo.
Alejandro Storni vio incinerar a Horacio, Egle y Darío Quiroga, a Pilón Botana, a otros muertos por mano propia hasta el punto que un amigo lo llamara “obituarista”. Pero él sólo recuerda el tiempo de vida que lo separa de uno sólo de ellos: Alfonsina. “¿Quién tiene 64 años en el espacio de la muerte en adelante? Nadie. ¿Quién?”
En los textos de Alfonsina, en su leyenda, siempre aparece un exceso de coacción: la pobreza, las dificultades de vivir sin ser “casta de buey”. En el caso del motivo de su suicidio –una enfermedad incurable– no sería más que una oportunidad, el suicidio mismo, un acto de soberanía que la hermana con su amigo Quiroga en el morir en los cabales porque más pudre el miedo, como le dijo en un poema cuando él ya no podía leerlo. Alfonsina se toma revancha contra ese ineludible cuerpo a cuerpo con los otros y el mundo, adelantándose con un gesto a la metástasis. Y esa soberanía la saca de la pequeñez de quien teme el dolor, la degradación, la imposibilidad de ser deseada, sobre todo la excluye del suicidio “femenino”, argumentado en el amor y la pérdida de la belleza. Si dice en su última carta “me arrojo al mar” y no “me mato”, porque su ademán apunta más a ganar de mano y sustraerse a su imparidad que a terminar con lo inaguantable.
–A mí lo que me llamaba la atención de las cristalizaciones que se han hecho de ella es que cada uno que se acercó, en lugar de destaparla, le agregó más capas –dice Gliemmo–. Es un personaje que se ha escolarizado de manera alarmante. Quedó a años luz de lo que ella era. Los biógrafos más difundidos fueron Nalé Roxlo y Capdevila. Y ellos, que eran sus amigos, cayeron en los mismos prejuicios. Roberto Giusti decía que tenía el aspecto de una aldeanita suiza. Arturo Capdevila afirmaba que, siendosuiza, no tenía las virtudes de los suizos. Cuando se hace hincapié en que ella se pintaba, hay que aclarar que comienza a hacerlo alrededor de la operación y la enfermedad. Si no, la mención del maquillaje aparece como una parodia de sí misma y no es así. Si vos no contextualizás esos datos, se pierde. Pero se ve que había que maquillar al personaje porque esta insistencia de las revistas en sacarle fotos pelando papas, removiendo la olla, parecía apuntar a demostrar que era una mujer común, cuando era un personaje difícil de digerir.
Hubo una Alfonsina que se suicidó en Mar del Plata el 25 de octubre de 1938. La otra Alfonsina seguirá emergiendo en poemas y aguafuertes custodiada por nuevas generaciones críticas hasta que ella pueda devolverle a Roberto Arlt el cross en la mandíbula que él pedía para la literatura, con un puñito firme de normalista.

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