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Viernes, 21 de junio de 2002

TEATRO

Victoria arriesgada

Victoria Carreras debió remontar durante buena parte de su vida como actriz el apellido que porta orgullosamente. Dueña de su camino, y siguiendo con su propio olfato los textos que la conmovían, hoy interpreta en el Cervantes “Freno de mano”, dirigida por Roberto Villanueva.

 Por Moira Soto

De adolescente eligió hacer el secundario en el Santa Rosa, un colegio “de repetidoras” que le iba a dejar un tiempo para lo que de verdad le interesaba: hacer teatro. De modo que Victoria Carreras, pizpireta como ella sola, se bancó a duras penas las clases de pureza: “Era una risa, creo que vírgenes en el curso quedaban dos, y no por falta de ganas... Esa clase la daba una profesora de inglés que nos hablaba de métodos anticonceptivos: imaginate, recomendaba el Billing y ella tenía once hijos... También te contaba que si bailabas lento y muy cerca de un chico, él podía tener una eyaculación que atravesara el jean de él y el tuyo y dejarte embarazada. Había algunas profesoras más piolas, sin duda, y la directora, la madre Cándida, misionera, era de otro palo, pero poco podía hacer contra estructuras tan rígidas”.
Victoria Carreras, hija del director Enrique y de la actriz Mercedes, hermana de María y Marisa –también vinculadas con el teatro–, todas/os portadores/as del mismo apellido, ofrece en estos momentos una brillante actuación en Freno de mano, de Víctor Winer, bajo la conducción de Roberto Villanueva, en el Cervantes. Los jueves y los viernes la acompaña el camaleónico Gabriel Correa (El Cachafaz, “22, el loco”) y los sábados y domingos, Pepe Monje. Victoria, que de muy joven trabajó en varias oportunidades protegida por el marco familiar, se fue saliendo del molde y haciendo la suya, tal como lo relata en la entrevista que sigue.
Del colegio Santa Rosa, recuerda la actriz, productora y escritora, salieron varias muñecas bravas: Soledad Silveyra, Lucía Galán, Ginette Reynal, Mariana Torres... A algunas de ellas seguramente les tocaron esos retiros espirituales en los que había dos curas: “Uno, más joven, te perdonaba si tenías relaciones; el otro, mayor, no te la dejaba pasar. Entonces, cuando llegaba el momento de la confesión, la cola del que era más indulgente no terminaba nunca. Y la del severo tenía apenas a dos o tres, entre ellas, desde luego, la abanderada”.
Ahora, Victoria Carreras manda a su hija Carolina, de 7, a un colegio mixto y laico, mientras trabaja dramaturgias diversas con su novio Roberto “Topo” Gisbert y asiste a los cursos de Artes Combinadas de la UBA. Aunque chocha de estar en el Cervantes, Victoria reconoce que “de la tele no me llaman ni pa’putearme. Será el tipo de teatro que hago, la vida discreta que llevo. Pero bien que me gustaría”. ¿Hacer algo en “Son amores” o en “Los simuladores”, por ejemplo? “Claro que sí, me gustan los espacios donde se respeta y valora a los actores, y también pienso que en vez de criticarla, a la tele se la puede mejorar desde adentro.”
Que Victoria Carreras haya optado por caminos más experimentales y menos seguros no ha puesto ninguna distancia entre ella y su madre. Por el contrario, “ella, que después de la muerte de mi padre es la primera vez que vive sola, está muy contenta con lo que hago. Estamos en un buen momento, ya sin la necesidad adolescente de diferenciarme. Podemos mirarnos como adultas y reconocernos. A ambas nos han pasado cosas muy fuertes en los últimos años. Tengo muchas ganas de cruzármela en un escenario, pero esta vez invito yo”.

De lustrabotas a Táivele
–Por decirlo de manera extremista, ¿cómo fue que pasaste del establishment a la marginalidad?
–Tuvo que ver con una búsqueda más personal, con una búsqueda estética. Te diría que el clic se produce con Carlos Carella, que representó un cambio muy fuerte en mi vida de actriz. Yo tenía 21 y me enteré de que se iba una intérprete de Teléfono medido. Me fui a proponer a Jorge Hacker, que era el director. Me tomaron una prueba y quedé. Ahí lo conocí al Negro Carella, fue genial, dos años de trabajo muy intenso, giras por todo el país. Después hicimos Las de Barranco y empiezo a conectarme con lo que es el teatro de texto, a modificar mi mirada.
–Habías empezado en un registro muy diferente de tus elecciones de los últimos años.
–Arranqué con teatro infantil en una obra de Norberto Aroldi que se llamaba Catalina Chin Pum, haciendo de varón, de lustrabotas, a los 10 años.
–Es decir, como travesti al revés de lo habitual en teatro, cine y TV, donde generalmente los varones se visten de mujeres.
–Sí, lo mío resultó casi excepcional (risas). Bueno, durante varios años hice teatro infantil. Me encantaba bailar y cantar, fue una época linda. Mis hermanas también actuaban. Debuté con la mayor, María, que ahora vive en Mar del Plata y tiene un taller de teatro. A los 14 hice un unipersonal para chicos, El mundo de Chicola, escrito por ella: interpretaba a seis personajes y era bastante osada. Estar sola en el escenario sosteniendo una obra es algo bastante fuerte; ahora mismo no me animo del todo, aunque juego con la idea. Años más tarde trabajé en algunas oportunidades con mi mamá, no tantas como piensa la gente, que todavía nos incluye dentro del bloque familiar. Pero, de todos modos, fue una experiencia intensa compartir el escenario y los camarines con ella. Además laburé con otra gente como Tita Merello en su espectáculo tipo music-hall, a los 17, imaginate qué lecciones recibí. Y después, Carella.
–¿Ahí empieza a eclosionar una nueva Victoria?
–No sé si tanto, para mí siempre se trató de ir sumando lo mejor de mis experiencias. Si querés, comienza una etapa más personal, de largarme a gestionar mis cosas. Supe que tenía que crear mi propio espacio para lo que realmente me interesaba. Lo primero fue Sardinas ahumadas, de Jean-Claude Daneau, una producción mía, en la que actué con Marisa, dirigida por Kado Kostzer, en Ave Porco. Yo hacía de una mucama paraguaya que devenía en una suerte de Isabel Sarli. Eran épocas duras, la gente todavía tiene prejuicios respecto de nosotras. Fue grosso, una bisagra.
–Después de Sardinas... llegó Táivele y su demonio, ese delicioso cóctel de humor y erotismo.
–Sí, en el Andamio, gracias a Alejandra Boero. Después, Esperando la carroza. Algún parate en el medio, donde hice producción ejecutiva, un aspecto del teatro que también me interesa. Pude trabajar con Lino Patalano en Cyrano de Bergerac y El juego del bebé.

Doña Matilde
y sus dos maridos
“Un día suena el teléfono, una llamada del Cervantes”, relata Victoria Carreras. “Había terminado Hombre y superhombre, que hice el año pasado dirigida por Norma Aleandro, una experiencia bárbara: ella se atrevió a convocarme para componer a una inglesa fría, pero Norma es actriz y ve más allá... Bueno, el que llamaba era Julio Baccaro, a quien conocía de hace años, y me pregunta si quiero trabajar en el Cervantes. “Más vale”, le respondí. Y cuando me dijo Roberto Villanueva, paf, me desmayé. Yo me quedaba después del horario de mi laburo, en los ensayos de El juego del bebé, por el placer de verlo dirigir. Dije que sí, confiando en que si Roberto había elegido determinado material, seguro era algo que valía la pena. Y cuando leí la obra de Winer, lo confirmé. Además, el personaje me pareció soñado para mí.
–Freno de mano es una de las piezas más valiosas de autores locales conocidas últimamente, aunque su autor no es demasiado conocido por el público.
–Winer tiene otras obras, como Cruceros de placer, y Freno... hace como cuatro años que se trata de hacer en el Cervantes, pero cada vez que se intentaba, pasaba algo. Por eso, cuando la gente dice: “Ay, qué actual que es”, les digo que fue premonitorio. Seguramente Winer, como sucede con los creadores, tuvo una especie de inspiración profética.
–¿Cómo reaccionaste luego de conocer la pieza?
–Lo primero que me pregunté, después de leer por primera vez Freno de mano, es: ¿qué hará Roberto con este material? Porque él siempre tiene una mirada muy personal, muy propia. Te reconozco que en primera instancia me daba impresión ponerme a hacer un personaje con una enfermedad grave, probablemente terminal, un cáncer. Así que, por un lado, pensé: “Qué buen personaje para mí”, y por el otro me inquietaba la idea de estar toda esa noche en vísperas de la muerte. Hasta que vencí esa resistencia, ¿cómo me lo iba a perder? Ya en la lectura con Roberto me di cuenta de que la obra iba a despegar de un clima cotidiano, de lo realista. El nos empezó a meter en un clima como de alucinación. –De todos modos hay elementos inquietantes, delirantes en la pieza: el tipo que se va a accidentar a propósito en los Estados Unidos para cobrar un juicio, el plan del riñón, la relaciones familiares...
–Sí, por supuesto que la pieza ofrece una materia incitante para trabajar, pero después de Roberto su potencial fue puesto en evidencia. Hubo otras participaciones enriquecedoras: Julio Suárez, el escenógrafo, decidió poner la cama más elevada de lo habitual. Esa altura modificó mucho: no es lo mismo subirse a una cama que a una cuyo colchón te llega al pecho. Entonces, ¿cómo hacemos para que suba esta mujer que está enferma? Bueno, vamos a poner unas agarraderas, que al colgar del respaldo parecen elementos de tortura. “¿La sujetan o se sujeta?”, me preguntaba yo. Quizás ella había perdido la razón: esto lo descubrí poco antes de estrenar, supe que este personaje reaccionaba un poco inciertamente, como por hachazos. Ahí entendí que cerraba perfectamente todo lo que se había armado, un rompecabezas. Que ese no tener freno de mano, no separar realidad de fantasías, era estar un poco loca también.
–La obra está llena de ideas que pueden ser universales, pero suenan muy argentinas, rasgos de viveza criolla junto a esa exposición perturbadora de una relación matrimonial de larga data, en la que conviven el amor y el odio, el hartazgo y la necesidad mutua.
–Ellos están siempre muy al límite, con ese amor tan maltratado, con momentos de locura, de crueldad, de celos. Sí, tiene aspectos muy reconocibles. Además es una puesta en la que todo lo físico adquiere una importancia, un significado. Roberto tiene la cualidad de saber pedir muy claramente, él te habla de calidades de movimiento: por ejemplo, acá se pierde el equilibrio, acá él se empieza a contagiar de esta enfermedad, y ella se pone mejor... Después es trabajo de cada actor.
–En algunas situaciones, los desplazamientos parecen tener una marcación coreográfica.
–Bueno, en un momento yo me levantaba como si fuera la amante del teniente francés, ¿me entendés? Agarro mi piloto y me voy. Entonces Roberto me dijo: “No, sencillito, muy sencillito, lo mínimo”. Entendí lo que quería porque correspondía al dolor del personaje.
–¿Las muletas figuraban en el texto?
–No, las incluyó Roberto. Porque además ella puede caminar. Pero ciertos objetos anuncian, denuncian lo peor: que te pongan muletas cerca de la cama cuando estás por operarte es como un aviso nefasto. También resulta muy fuerte el tema de la peluca que pierde el pelo cuando ella –que se puede quedar calva con la quimio– la peina. La gente se ríe mucho, la risa provocada por el humor negro es una de las risas más lindas de conseguir.
–¿Cómo es esto de trabajar en un mismo personaje con dos actores diferentes, es decir, jueves y viernes con Gabo Correa, sábados y domingos con Pepe Monje?
–Para empezar, es mucho esfuerzo: ya desde el principio de los ensayos estuvieron los dos, lo que alargó mucho los horarios. Es un ejercicio de adaptación, de convivencia, de renacer y aceptar diferencias. Y también es un ejercicio de resistencia. En cuanto a lo mío, yo ya reconozco cómo es el cuerpo y el alma de Matilde: ella está agotada, encorvada, tiene arranques de fuerza, pero por momentos su cuerpo la abandona, aunque su cabeza sigue hiperactiva. Matilde está muerta de miedo, Matilde hace mucho que no tiene sexo, ya se olvidó. Está como seca. Fui encontrando todos estos rasgos, y sé que hay algunas de esas cosas que conozco del personaje que afloran en ciertas funciones, depende del actor con el que trabajo. Uno va a despertar cosas del orden de lo violento, de la agresión; el otro, más ternura, un sentido de la ironía que tiene Matilde, cierta torpeza. Lo interesante es que, más allá de lo que muestra esa noche el personaje, Matilde es un pivote, esencialmente siempre la misma. Creo que nunca estuve tan plantada en el escenario porque, al tener que adaptarme a estímulos tan diferentes, me obligué a ir por lados distintos. Es bárbaro, aunque al principio fue difícil y llegué a angustiarme mucho. Ahora ya está. Además yo guardo todos los secretos, yo los veo a los dos, ellos no se ven entre sí. Cumplo con la fantasía de más de una.
–¿Tu personaje tiene humor o el humor brota de la mirada del autor y del director sobre sus dichos y conductas? Aparte, claro, de tu gracia personal.
–Hay mucho humor en la pieza, y yo no me lo iba a perder. Tuve el permiso de Villanueva que me dijo: “Acá la gente se tiene que reír, no es un melodrama, no adelantes nada. A mí me encanta ir y venir, de la risa alllanto. Me parece que la vida es así. Mi receta para que brote ese humor es poner a pensar al personaje, le invento imágenes, una historia. Y mirá lo que pasó realmente con la peluca: una de las chicas de peluquería me dice que tiene pelo de muñeca en su casa. Eso, le digo, ármenla con eso. Me la traen y cuando la peino, me empezó a quedar pelo en la mano. Me pareció fantástico: la peor desgracia que le puede pasar a una mina que se va a quedar pelada por la quimioterapia.

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