Viernes, 20 de enero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
A fines de los ’80, el crítico de cine Román Gubern causó revuelo con un ensayo en el que estudiaba la pornografía
como un género más del séptimo arte. Despreciada por el buen gusto (público) burgués, decía, la pornografía es esa
industria en perpetuo crecimiento cuyos orígenes se remontan al placer ancestral de observar escenas de sexo ajenas, y cuyo éxito se cifra en gustos y costumbres más o menos ocultos. Ahora, actualizado, el texto se reedita. Lo que sigue es un adelanto exclusivo, y una pequeña polémica.
Por Liliana Viola
El gusto por ver copular a los otros o por verlos agonizar ya alentaba a las multitudes desveladas en las noches de Oriente y a las otras, que ocupaban sus sitios en el Coliseo romano. No hay registro, en ningún lugar del mundo, de que esta inclinación se haya aplacado con los años. Y a pesar del escozor que pueda sentir como antiguo reflejo la tercera persona (es decir aquel que sorprende al que está mirando), la práctica de consumir estas imágenes tanto a través de la pornografía como desde los servicios de noticias que ofrecen la muerte en directo goza de un prestigio creciente o, incluso, de una distraída naturalidad. En todo caso, la sofisticación de los medios audiovisuales ha contribuido a que el placer pueda ser encendido hasta el cansancio y en preciosa soledad. Atento a esta larga data –la representación del falo en erección y de las prácticas sexuales existían ya en la Roma pagana–, el español crítico de cine Roman Gubern ha construido un libro donde se ocupa con la seriedad y la proliferación de datos que merecen los géneros estética y moralmente aceptados, de estos otros, los relegados que mueven montañas, y sobre todo grandes fortunas.
La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas fue editado por primera vez en España en 1989 y se agotó enseguida. Hablaba especialmente de sexo y de morir. Y lo hacía no desde una perspectiva ética, ni siquiera decididamente sociológica, sino con los recursos del historiador y crítico de cine que recuerda títulos, censuras, cambios de rumbo, repeticiones y parentescos. El libro reconstruye la genealogía y a su vez la evolución de las imágenes periféricas al buen gusto burgués y que difícilmente tengan su capítulo en ninguna historia del arte. Representaciones que, a su vez, imponen su lenguaje a la vida cotidiana e intercambian sus recursos y prácticas con el cine comercial y la televisión, zonas oscuras que dan cuenta con gran efectividad de los hábitos y costumbres de la gente. Gubern plantea un recorrido que va desde el desenmascaramiento del inicio del porno hard con Garganta Profunda, Tras la puerta verde y The Devil in Miss Jones hasta aquellas películas donde el espectador se enfrenta al horror supremo de ver a alguien muriendo con violencia, clandestinamente y, sobre todo, para él. El último capítulo, dedicado al snuff movie, género bastante desconocido en aquel entonces, despertó la curiosidad de muchos lectores, entre ellos la del joven director de cine Alejandro Amenábar, quien inspirado en esta información filmó en 1996 su ópera prima, Tesis, donde una estudiante curiosa –Ana Torrent– va en busca de escenas de violencia y se encuentra con las llaves del género.
En cinco artículos, Gubern repasa los títulos de las películas y otros documentos que fueron marcando la evolución de la pornografía, las imágenes cristianas, la rudeza proletaria, la estética nazi y los registros de la crueldad. Desde el mirón de las tímidas imágenes de la década del ‘50, en las que Un verano con Mónica de Bergman resultó redistribuida en Estados Unidos en el circuito del cine erótico, hasta la noticia en la década del ’80 de que “la última moda norteamericana en video es el alquiler o compra de películas que registran muertes reales, muestran por ejemplo, ejecuciones tribales en países del tercer mundo, el suicidio de un hombre que se lanza sobre un edificio, etcétera.” Este trabajo, pionero en muchos aspectos y, sobre todo, iniciático catálogo de títulos y bibliografía sobre el tema, acaba de ser reeditado en España por Anagrama en una versión actualizada que en pocos días llegará a las librerías de la Argentina.
Para los seguidores de este autor, se trata de un texto que puede ser leído como la antesala de El eros electrónico (publicado en el 2000) y de Patologías de la imagen (2004). En el fragmento que sigue, un adelanto exclusivo para Las/12, Gubern analiza ciertos recursos que hacen del estándar pornográfico un lenguaje codificado para el gusto masculino, donde tanto el falo siempre erecto como la joven que goza siempre se repiten, motores de la industria de siempre acabar.
Que la industria de la pornografía se encuentra cada día más próspera no es novedad, pero sí paradoja, si se tiene presente el tenaz retroceso del pudor. La pornografía, que tiene como principal y casi único mandato conseguir la excitación de sus espectadores, tiene como otra parte de su definición la habilidad de imponerse por sobre toda vergüenza, meterse donde no tendría que haber nada y mostrarlo desde un ángulo que nadie ha podido jamás ver. Un género que muestra lo que no ha sucedido, una reproducción depurada de las fantasías, pero que a su vez se ajusta al manual fisiológico de poses, eyaculaciones y placeres. A medida que tabúes e impudicias dejan de serlo y toman las calles con ombligos al ire, se apropian de la moda con sus ropas ceñidas y los cuerpos ad hoc, lo que antes era pornográfico se convierte en materia de cualquier programa de televisión. Ha quedado absolutamene anacrónica aquella excusa victoriana que esgrimían las actrices a la hora del desnudo o la escena de sexo, "lo hago porque la obra lo justifica". Las películas de la década del 70 y también las del 80 que cita Gubern han quedado como piezas de museo, pioneras pero inocentes, en el transcurso de un género que no muere, que siempre se mantiene reconocible pero obligado a desplazarse para no quedar afuera de sí mismo. Este libro da pistas para reconocer, en los movimientos de su cintura, los secretos de su persistencia.l
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