Vie 10.02.2006
las12

NOTA DE TAPA

La calle es su lugar

En Buenos Aires existe un planeta que parece orbitar en una
dimensión ajena. Aunque su territorio son las mismas veredas
bordadas de tilos y jacarandás por donde pululan ejecutivos,
turistas y cartoneros. Es el cosmos de las personas sin techo, un territorio donde no existen direcciones, agua potable ni baño. Y donde las mujeres son una minoría, la más vulnerable. Para ellas las alternativas dignas de supervivencia son mínimas y la oferta de programas, casi nula.

› Por María Eugenia Ludueña

9 am, Hogar San José, México y Rincón

Victoria

“¿Vos te creés que yo tenía en mente hace cinco años que me podía pasar esto?”, dispara Victoria detrás de una remera negra que anuncia “Intel: innovación en educación”. Tiene la nariz ancha, el pelo canoso recién lavado y la coquetería concentrada en las uñas, bien limadas y pintadas de rosa oscuro. Vicky toma mate cocido en un ambiente amplio y soleado de la Obra San José, como cada mañana. Acaba de bañarse y va y viene entre el patio y ese salón, como las otras mujeres que pellizcan pan recién salido del horno, sentadas a las mesas que los sacerdotes jesuitas disponen para quienes están en situación de calle. La coordenada en la calle Rincón al 600 es una de las pocas donde las mujeres pueden desayunar, ducharse, buscar ropa y alimento, encontrar un médico o un psicólogo, y participar de talleres de expresión y capacitación. Vicky habla rápido y no para de hacer cosas, como el fantasma de una mujer ocupada. Tiene que irse a mediodía, cuando la Obra San José cierra, y cruzar estas puertas otra vez hacia su hogar: las veredas del centro de la ciudad. Según el último censo del gobierno porteño en noviembre de 2005, las personas que como Vicky duermen bajo las estrellas son 1100. El 20 por ciento, mujeres.

Con un estentóreo vozarrón ella aclara que no siempre estuvo en la calle, ¿eh?; ella, explica, tuvo un problema con su vivienda. “No me drogo, no me prostituyo. Vengo acá a bañarme, y a los talleres de pintura y de música, para ocupar mi cerebro y no dar lugar a nada fuera de lugar”, dice con un tono a la defensiva.

Entre Vicky y la decena de mujeres que la rodean nace una charla. Ella lleva la voz cantante: “¿Qué podemos encontrar las mujeres cuando estamos en la calle y no tenemos amor? No somos culpables de lo que nos pasa. Quizás el único error, si se le puede decir así, es no haber manejado mejor el dinero. La gente mayor es la que nos trata de peor manera. Una no está así porque lo desea sino porque la sociedad lo quiere”. Todas asienten enérgicas.

–Una de las peores cosas de vivir en la calle es que no se puede dormir profundo.

–A las mujeres nos maltratan mucho.

–Nunca falta un borracho que se te acerca, el que te pide un pucho.

–El que se quiere propasar.

–O alguien que se quiere quedar con tus cosas.

Más tarde, Julio Fernández, director de la Obra San José, corrobora cada frase. Dice que las mujeres en situación de calle “son quienes más sufren el tema de la violencia física y sexual. Si bien demuestran mayor capacidad que los varones para atravesar los problemas, la mayoría de las que duermen a la intemperie son mujeres que han roto con todos los lazos. Pero no es que estén locas: para ellas no existe una alternativa intermedia de contención entre un comedor y el Hospital Moyano. De acá a un año y medio pareciera que son cada vez más”.

–A mí ya me robaron cinco veces –se queja Vicky.

No le gusta contar demasiado y en eso todas se le parecen. Apenas dirá que nació en Tucumán y vino a Buenos Aires a los 18. Tiene un vicio: la pintura. Y una carpeta negra con sus trabajos. Paisajes caribeños, islas paradisíacas, cielos tormentosos, láminas coloreadas con creatividad por manos ágiles en esos talleres de San José.

Durante la tarde se instala en una vereda, al costado de una farmacia. A la noche duerme en el umbral de una empresa del microcentro. Si llueve, se cobija en el hall del edificio. “Me costó lograrlo. Pero lo gané con buena conducta, buen trato. Los de seguridad te quieren sacar, pero yo conseguí el permiso de los dueños.”

11 am, Suipacha y Juncal

Marisa

Si la cruzaran por la calle no sospecharían que esta dama rechoncha, de cutis de porcelana, pelo corto, vincha de carey y flequillo recto sobre los ojos bien delineados en negro gasta madrugadas en la guardia de un hospital de Ramos Mejía. Tiene 54 años, una infancia de San Juan y Boedo, un pasado de administrativa y tanta vergüenza que pide le cambien el nombre. Por la vereda de la calle Suipacha al 1200, frente a la puerta de la iglesia del Socorro, empuña su carrito de metal, de esos que la gente usa cuando sale de viaje para cargar las valijas. Blusa naranja, saco negro, pollera al tono debajo de las rodillas. Lleva vendadas las piernas ulcerosas, lentas sobre las sandalias.

“Acá es el único lugar donde se consiguen talles grandes, como para mí que soy gordita”, ríe como una nena. Tiene dientes perfectos pero le falta uno de los delanteros. Hace 6 años que deambula por la ciudad, los trenes, los hospitales donde le curan las piernas. “Soy sola y me hipotecaron el departamento. Ya no pude pagar”, se excusa, tímida. Muestra una de las bolsas donde lleva la mercadería que vende en los bares cada tarde: gomitas para el pelo al crochet en rosa, celeste o blanco. Con lo que gana a veces se da el lujo de sentarse a tomar un café mientras lee. Es una apasionada de la lectura, confiesa, y muestra los libros que la tienen entusiasmada por estos días: El pobre de Nazaret y Máximas cristianas.

Marisa tiene que apurarse. Le queda el tiempo justo para llegar a la hora del guiso, luego se dará una vuelta a la tarde por la Iglesia Metodista de Corrientes y Maipú, donde sirven la merienda, para después subir al tren y, cuando llegue la noche, acomodar su equipaje y su cuerpo en la guardia del hospital.

4 pm,

Plaza Vicente López

Sara Ayala

Duerme la siesta en un territorio de lujo y amanece en una vereda poderosa. En los alrededores de la Plaza Vicente López la propiedad está entre los valores más altos de la ciudad, pero Sara Ayala anda por ahí por otras razones: en ese sector hay un puñado de servicios parroquiales para las personas sin techo, como el comedor de las Esclavas del Sagrado Corazón. Según el censo del gobierno porteño, las personas en situación de calle se concentran en las zonas donde se ofrecen los pocos servicios para ellos: Barrio Norte, Retiro, Recoleta, San Cristóbal, Balvanera y el microcentro, barrios que conocen como si fueran las habitaciones de una casa.

“Antes los que vivían en la calle eran pobres estructurales con necesidades básicas insatisfechas. Las cifras se mantienen estables, pero no son las mismas historias las que llevan a vivir a la intemperie. Se ve más gente que quedó en la calle por no poder pagar un alquiler, sufrir un desalojo o quedarse sin trabajo. Son los nuevos pobres. Y en el caso de las mujeres, por cuestiones de violencia”, señala Ana Maiorkevich, al frente de la Dirección General Sistema de Atención Inmediata de la ciudad de Buenos Aires. Esta área atiende a personas en situación de calle a través de los programas Buenos Aires Presente (BAP), Paradores Nocturnos y Asistencia a los Sin Techo. El BAP funciona las 24 horas todos los días del año, dispone de móviles y equipos que relevan a personas afectadas y articulan recursos sociales, reparten comida y abrigo. Los paradores ofrecen lugar eventual donde dormir pero son sólo para varones. La Asistencia a los Sin Techo busca “trabajar a mediano plazo la recuperación de los que llegan de la calle para que puedan incluirse e integrarse. Las mujeres tienen más voluntad que los varones para salir adelante y trabajar el proceso de exclusión o autoexclusión que significa estar en situación de calle”, señala Maiorkevich. El gobierno porteño cuenta con cuatro hogares donde se inicia un proceso de admisión y recuperación. Sólo uno de ellos, el 26 de Julio, está abierto al público femenino.

Sara Ayala pertenece a las filas de los nuevos pobres y dice que nunca se le ocurrió pedir ayuda social. Se acurruca en un banco de madera verde. Encoge los pies para que en uno de los extremos entren las dos bolsas de plástico donde lleva su casa. Aunque no hace frío, cubre su melena canosa y la piel curtida con una frazada gastada. En otro rincón se agrupa una docena de varones, que armó su comedor diario en el área de las mesas de cemento. Pero Sara no pertenece a la tribu de los que construyen asentamientos. Ella es una deambulante solitaria, como lo son las mujeres que atraviesan una situación similar a la suya.

Al despertar se frota los ojos con las manos, como si todavía no pudiera creer que hace más de un año que transforma cualquier superficie dura en una cama. Se sienta en el banco y se nota que es delgada, el pelo lacio y blanco le cae hasta la cintura.

Nació en Misiones hace 44 años y hace 22 que vino a Buenos Aires a trabajar de empleada doméstica. “Antes –dice y subraya el antes como quien habla de un país de fantasía– te traían las patronas.” Durante años trabajó para una familia italiana en San Isidro. Cuando ellos volvieron a su país, Sara regresó a Misiones y se instaló con su mamá. Hasta que ella falleció.

De nuevo en Buenos Aires visitó gente. Sus conocidas se habían vuelto a sus provincias. Consiguió algún trabajo por horas. En tiempos mejores, con lo que sacaba pagaba una pensión. “Ya ni la señoras tienen plata para pagar. Mucha carencia”, explica con esos ojos marrones y chiquitos que piden disculpas. No, ella ya no trabaja por horas y tampoco quiere pedir plata. Junta cartón y botellas y un día de suerte reúne 10 pesos. Dice que le alcanzan. “Además, el tocar mucha basura te saca el hambre”, suelta.

A veces le sacan las cosas: la ropa, el mate, el calentador con el que se hace una sopa debajo del puente de la autopista en los días de lluvia. “Al principio lloraba mucho. Salía a buscar trabajo y me desalentaba. Si no tenés formación, aunque sea la primaria, no hay nada”, desliza.

“Lo más difícil es la higiene”, confiesa. Una joven que pasa por la plaza se acerca a ofrecerle un billete de dos pesos. Ella lo rechaza: “No, guárdelo, lo puede necesitar”, dice. “La gente es solidaria, siempre aparece alguien que te ayuda. Te ofrece ropa. Tengo que dar algunas cosas porque no puedo andar con tanto equipaje. Algunos si te ven mal llaman a una ambulancia. Otros dicen que tienen una casaquinta para que vayas a dormir. No los conozco, prefiero quedarme acá.”

A Sara también le regalan comida. No es fácil comer cualquier cosa: “la mente de uno no sabe quién lo preparó”. Al anochecer arrastra esos pies hinchados hasta “el mejor lugar que encontré para dormir: una vereda frente a la Plaza del Congreso, en la entrada de la Biblioteca del Senado, cerca de la bandera”.

7 pm, Corrientes y Florida

María del Carmen Monti

El peinado le hace juego con la voz: esos pelos grises, duros, compactos, emergen del cuero cabelludo con ganas y dibujan una melena eléctrica. Con ese tono estridente María del Carmen grita Hecho en Buenos Aires (HBA), la revista mensual de interés general que venden más de 200 personas que se quedaron sin empleo o están en situación de calle. Carmen sostiene un ejemplar en cada mano y los agita con ímpetu. Hace dos años, cuando un auto la atropelló en La Tablada y le dejó de recuerdo un codo reconstruido con alambres quirúrgicos, movía mejor los dedos. Lo de la pierna derecha es más reciente y lo disimula peor: está gruesa y envuelta en vendas que le cambian y desinfectan en una sala sanitaria de San Telmo.

“A mis problemas los tiro a un lado cuando salgo a laburar. Vendo HBA con optimismo y alegría. La gente que me compra o no me compra la revista no tiene la culpa de que yo viva en la calle”, cuenta. Hace un año que vende la revista a 1,50 y de su pecho cuelga una credencial: es la vendedora número 1704. De ese dinero, $1 queda para ella.

Carmen ya sabía bastante de ventas: durante años se trepó como busca a cada colectivo, la boca presta para gritar la mercadería del momento. En esos tiempos vivía en la provincia de Buenos Aires, en Lomas del Mirador. Antes, mucho antes, Carmen vivía en Chajarí (Entre Ríos). Ahí cursó la escuela Normal y se recibió de maestra. Su mamá había llegado a ser directora y su padre fabricaba herramientas para el campo. El aula no le gustaba. “La escuela tenía demasiadas exigencias: que los pibes, que los padres, que los docentes, que los directivos. Al final prefería preparar a los alumnos en mi casa.”

Cuando los padres fallecieron se vino a la ciudad. Tenía 35 años y un plan A: “conseguir empleo en una oficina”. Por más que hizo el mejor curso de la Pitman, no logró pasar la prueba de velocidad en dactilografía. “Alguien me explicó que necesitaba un talento que yo no tenía. Me pregunté ¿para qué luchar contra los molinos de viento? Y conseguí trabajo como corredora de alimentos de un mayorista.” Después llegó la época de las changas en los colectivos y así se pasó una década. Tras el accidente, en el 2002, ya no pudo subir y bajar con el bolso lleno. “Ni siquiera podía comer con dos cubiertos, el brazo derecho quedó muy malo, sí puedo sostener las revistas”, muestra mientras las hace flamear como banderas.

Con la indemnización por el accidente, alquiló una pieza por el barrio de Monserrat. Cuando la plata se terminó, se tuvo que ir. Dejó una deuda de 49 pesos y algunas pertenencias como garantía, entre ellas su plancha eléctrica, que sigue ahí. Las primeras noches durmió en la Plaza Miserere, pegada al altar de la Virgen. Le pidió a un barrendero si le prestaba la escoba para limpiar el suelo. El tipo se sorprendió.

“En la calle hay dos vidas: la decente y la otra. Al principio anduve por el Once. No me gustó el ambiente. Viene cualquier tipo y pretende acostarse al lado tuyo. El que quiere tener una vida digna, aunque no tenga techo, no puede vivir ahí”, dice con la voz firme y didáctica, resabios de maestra. Está convencida de que una vida sin techo es como todo: tiene pros y contras. Cita ventajas: “No tenés que pensar cómo capear la situación”. Las desventajas parecen más: “Si alguien te regala una frazada, después no tenés adónde guardarla hasta el próximo invierno. No se puede andar con demasiadas cosas. Llevo una bolsita con remedios y debería donar algunos porque ya no los uso. Hoy un tipo me regaló una vela que pesaba como un kilo, ¿qué hago con una vela? La tuve que regalar”.

Con la ropa es lo mismo. Recibe, usa, lava, a veces la entrega a otro porque no la puede llevar. Es que su único brazo sano carga una sola bolsa. Tiene unos jeans gastados que le dieron en HBA. La polera de hilo color mostaza es de Cáritas. Dice que va por la calle así, como corre el viento. “Es cuestión de saber para dónde sopla y encontrar un lugar reparado.” No duerme seguido en el mismo lugar, pero siempre es en una vereda céntrica. Advierte: en la calle es preferible vivir un poco aislado. No se le puede dirigir la palabra a todo el mundo. Ella hubiera imaginado que la gente que vive puertas afuera, dice, era más solidaria. Se queja. A veces hay quien maneja la información acerca de dónde comer o dormir con exceso de discreción. “Por suerte, como fui corredora, algunas cosas de la calle sabía. Lo que no, lo aprendí con el tiempo, como a comprar el café o el té en los carritos, a 50 centavos.”

La revista que vende, Hecho en Buenos Aires, es más que una mercancía para ganarse el pan. En este emprendimiento funciona Puerto XXI, un centro social y cultural donde Carmen, otras personas en situación de calle y vendedores de HBA, pueden darse una ducha o participar de un espacio de encuentro, charlas informativas, talleres artísticos y recreativos. La directora del proyecto y la revista, Patricia Merkin, asegura que el trabajo con gente en situación de calle tiene un enfoque diferente al oficial. “En HBA no trabajamos para las personas sino con ellas. Escuchamos la problemática. Ahí es cuando descubrimos las capacidades”, señala Merkin. Y habla del concepto de resiliencia, que toma el conflicto como la base del desarrollo y la oportunidad de desplegar el potencial humano de cada persona ante las situaciones más adversas.

Merkin afirma que tanto en HBA como entre las publicaciones de la gente de la calle a nivel mundial, las mujeres representan más del 30 % de los vendedores. “Ellas suelen tener mayor continuidad y polenta frente a problemas económicos o sociales. Las que trabajan con HBA venden muy bien, se atienen a las reglas y participan mucho de los talleres. Son más sociabilizables y recuperables que los varones. Pero creo que no es una cuestión de género: es un problema de exclusión y de sistema, que a las mujeres nos afecta de una forma determinada porque somos distintas”, explica Merkin.

En una de esas reuniones de HBA, Carmen dice que aprendió una frase clave: “No es lo mismo llenar el estómago que alimentarse. Nadie puede vivir comiendo guisos. Si bien aún con la venta de revistas no me alcanza para mantenerme, con ese dinero me puedo comprar un huevo duro, una hamburguesa, frutas”.

Los ojos profundos como el carbón se abren con el sol, sin horario: a las 6 de la mañana o a las 2 de la tarde. Cuando se cierran, bajo la luna, entre cartones que tratan de protegerla, piensa que el suyo quizá sea un precio por haber trabajado en negro. “Pero no estoy dispuesta a salir de la situación de calle a cualquier precio. Si así fuera, me hubiera ido con esos señores que dicen ‘vamos a pasar la noche que te pago el hotel’. ¿Buscar refugio en un hogar? Ni loca, no puedo estar en un sitio donde hay que entrar antes de la siete de la tarde. Yo termino de trabajar, me voy a la plaza, doy una vuelta.” Antes soñaba con alquilar un departamento. Ya no: “Por la inseguridad, veo las cosas que salen en el diario, está lleno de señoras mayores que viven solas y ¿qué les hacen? Les roban y las matan. Ahora sueño con alquilar una habitación en una pensión. Una nunca sabe lo que puede pasar”.

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