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Viernes, 5 de mayo de 2006

RESCATES

Esa rara, bella chica

Pintora, poeta, personaje de la bohemia de los años ’20, amiga de Alfonsina Storni y amor imposible de Horacio Quiroga, Emilia Bertolé llegó a ser un nombre propio de lo más singular en la plástica (luego reciclada como ilustradora). Usual, injustamente olvidada en comparación con sus pares varones, ahora un libro viene a revalorizarla.

 Por Soledad Vallejos

A la hora de encontrarse un personaje para la escena, jugaba a ser “la bella niña rosarina”, la que, sin sonrojarse del gesto anacrónico, evocaba para delicia de los cronistas porteños de 1920 infancias salpicadas por desmayos, dificultades de adaptación social y supuestos signos de un vasto mundo interior. “No era yo una criatura sana, muy flaquita, muy débil, preocupaba a mamá constantemente. No fui casi a la escuela. La detestaba profundamente. Sólo pensar en ella me provocaba un malestar físico. Me habían puesto en un colegio de hermanas y tuvieron que sacarme al poco tiempo. Las monjitas le dijeron a mi mamá que yo me desmayaba en clase. Bueno, me sacaron de la escuela y mamá terminó con mi educación.” Por si la cosa no quedaba clara, por si en alguna cabeza distraída subsistía otra idea de cómo era cuando pequeña, cargaba un poco más las tintas hasta convertirse en lo más parecido a una dama romántica (especie más que en extinción, extinta) que se encontrara en la Buenos Aires post Centenario: “Yo era una chica rara. No jugaba. No tenía amigas, no hablaba”. Ahora, a la distancia, casi diríamos que a la jugada se le ve la hilacha, pero sólo porque sabemos la otra parte, la de los desvelos que, en realidad, ella operaba hasta convertir en estrategia en función de su meta. Y es que ella también era la que en una carta a su madre se mostraba muy alejada de la niña frágil y alma etérea: “Acá me tienen dispuesta siempre a la lucha, i (sic) pasando por alto todo lo que no sea la idea primordial: llegar”. Así de compleja era la vida a principios de siglo XX para una chica ambiciosa como la pintora, poeta, belleza bohemia y musa algo extravagante Emilia Bertolé, que acaba de ser objeto del adorable Emilia Bertolé. Obra poética y pictórica (Editorial Municipal de Rosario), un volumen que compila escritos privados, públicos, y, además, opera como catálogo de una antológica que viene mereciendo y que, de momento, bien puede ser este mismo libro.

Le freak c’est chic

De haber nacido en Hollywood, Emilia hubiera podido sacar excelente partido de esos rasgos capaces de emparentarle la sonrisa a la de Lilian Gish. O también habría sabido compartir escena (aunque no credos plásticos), galería y mundillo de relaciones, con chicas como Tamara Lempicka; así de atípica sabía ser. Pero ella había nacido en 1896 en El Trébol –una colonia santafesina de inmigrantes–, de padre y madre italianos emprendedores a quienes la escasa fortuna convertía en transhumantes. En la casa, el patriarca se dedicaba a apostrofar a cuanto diario, filósofo o escritor se le ocurriera interesante para diálogos epistolares (quedan copias, dice Nora Avaro en la reseña del volumen, de cartas a firmas del diario La Nación, Waldo Frank, Rabrinadath Tagore), aunque no queden pruebas de que ellos le respondieran; la madre no escribía ni recibía cartas, pero sí se ocupaba de sobrevolarlo todo como una presencia inspiradora, acompañante y, tal vez, también prescriptiva. Bajo esas dos miradas habían crecido Miguel Angel (el hermano espiritista), Corina Margarita (que supo estudiar danza) y Emilia, cuyas habilidades para la pintura fueron detectadas temprana y alborozadamente por la familia, que vio cómo la adolescente de 15 añitos se diplomaba en dibujo y pintura y ganaba un concurso público de dibujo al natural (en cuyo jurado, dice la leyenda que ella tejió, revistaba Lola Mora) con diferencia de meses. A ella, que un año antes se había metido a trabajar como retocadora fotográfica en un estudio, la cuestión no le generaba dudas: si lo suyo era un talento y era posible que sirviera para sostener al clan, introducirla en otro mundo y darle placer, ¿por qué no hacerlo?

Casi veinte años después, cuando ya había alcanzado cierta fama, cuando su cara era habitual en las revistas de celebrities locales y sus retratos, pinturas obligadas en las casas de buen tono porteñas, a ella le encantaba dárselas de personaje digno de Charles Dickens. “Mis más lejanos recuerdos, aquellos que se aprietan a mis primeras manifestaciones de vida consciente, envuelven la visión penosa de hombres musculosos que cargaban baúles, llevándose lo que de valor había en nuestra casa, ropas, lencería, lo que pudiera convertirse en dinero. No sé si entonces comprendía el alcance de lo que aquello significaba (...) ¡Nuestra casa era triste! ¡Tristísima!” Purísima verdad o exageración de quien conoce sus herramientas, lo cierto es que, en 1916, Emilia –ya ganadora del Premio Estímulo del Salón Nacional de Buenos Aires de 1915–, en lugar de hacer el clásico periplo por Europa que solía coronar los estudios artísticos, viajó a Buenos Aires para cumplir con un encargo que le iba a abrir puertas: un retrato para la familia Aráoz Alfaro. Tenía 19 años y entraba por la puerta grande con gesto de Cenicienta recuperada de la precariedad material. Contactos favorecidos por sus primeros mecenas (“una familia que se da con lo más granado, con la crema de las cremas”), belleza y maña mediante, se convirtió en la retratista de la alta burguesía porteña. Poco después vendría el traslado de su madre, el de su hermana, su padre, su hermano: finalmente la familia completa (gente que, en palabras de Luis Cané, vivía “en la trastienda del mundo”) terminaba viviendo en Buenos Aires gracias a ella, autodefinida como “el hombre de la casa”.

Recorrer un largo camino

Cuando uno de sus retratos más inquietantes (“Mi prima Ana”) fue aceptado en el Salón Nacional, fue la hora de conocer artistas: Emilia se plantaba cerca de su obra y se dedicaba a entablar vínculos con rabia de no poder andar por ahí a sus anchas (“Si fuera hombre, bohemio como yo no existiría en la madre tierra”, escribió a su hermano), pero labrándose poco a poco una red de amigos. Si, primero, su nombre quedó asociado al status del caso atípico, luego, convertida en suma de lugares comunes en torno de la femme fatale (su belleza “sublime”: en sus manos, su rostro, su carácter, su ¡soltería!, que inclusive motivó toda una entrevista), Emilia fue un nombre habitual del pequeño mundo artístico e intelectual. Era parte del grupo “Anaconda”, el “cenáculo ambulante” que tomaba el nombre de los cuentos de Horacio Quiroga y reunía al propio HQ, Alfonsina Storni, Alberto Gerchunoff, Berta Singerman, Emilio Centurión, Guillermo Estrella, Arturo S. Mon, Emilia y su hermana Corina. Emilia era objeto de la curiosidad pública, como atestiguaba la revista Nueva Era: “Es una mujer obsesionante. Físicamente bella y gentil, fresca e ingenua y, a la vez, delicadamente sensitiva y misteriosa (...) viste como una parisien, usa algunas joyas raras en los brazos y en las manos transparentes y perfectas, y aprisiona en zapatos de gran moda sus pies maravillosamente pequeños y nerviosos”. Pero la tan admirada vestal (cuyo talento pictórico no era discutido, y cuyo prestigio incluía figurar en la colección particular de Regina Pacini, la esposa de Marcelo T. de Alvear) no solía recibir aliento en su faceta literaria. “Yo, a quien usted señala como a uno de sus ‘descubridores’ como poetisa, le digo que usted no debe ni puede hacer cosas inequivalentes en pintura y poesía”, la adoctrinó Juan Felipe Mantecón, a despecho de lo cual la descubierta insistió con terquedad hasta publicar, en 1927, Espejo en sombra, el volumen de poesía que llegó a finalista del Premio Municipal de Literatura porteño (los otros eran El imaginero de Ricardo Molinari, y Argentina, de Martínez Estrada, que resultó ganador) y cuya aparición celebró con un banquete para 200 personas. Luego, su carrera plástica siguió en ascenso económico y social, a tal punto que retrató a Yrigoyen en su segunda presidencia.

La crisis de los ’30, la decadencia del gusto burgués por cierto academicismo plástico y la incapacidad de dar rienda suelta al gusto por cierta pincelada afiebrada que Emilia hubiera desarrollado de manera inquietante, fueron algunos de los factores que terminaron por arrastrarla (y con ella a su familia) a una inestabilidad económica importante. Diversificar, y cuanto más hábilmente, mejor, fue la consigna. Flexible para la técnica y atenta a los códigos del público de masas que empezaba a interesarse por magazines de espectáculos, Emilia supo reconvertirse en ilustradora de portadas para El Hogar y Sintonía, modelo publicitaria (“Dice Emilia Bertolé, la conocida pintora: ‘No me importa los trabajos que haga, mis uñas están más brillantes más tiempo’”, rezaba la publicidad de Cutex que incluía detalles de sus manos) e ilustradora de colecciones editoriales.

“Estoy desganada –escribió a un amigo en 1949, poco después de la muerte de su madre, y mientras se dedicaba a cuidar a su hermana, famosa por sus colapsos nerviosos–. Vivo descontenta. No creo haberlo dado todo. Y a pesar de ello, me siento superior a mi obra. Tal vez eso sea fatiga. He sido precoz y de aquí probablemente mi cansancio. Presiento que voy a morir joven. Quisiera morir en posesión de la belleza y estar sola en ese instante.” La leyenda, que la quiere heroína hasta el final, dice que murió de la enfermedad favorita de los románticos (“la pobre Emilia, tan simpática, distinguida, humana, comprensiva, se fue consumiendo poco a poco, enferma de tuberculosis, hasta morir en plena juventud”, escribió Manuel Gálvez); la versión de la familia es más mundana (fue un derrame cerebral, que, como corresponde, nadie esperaba). Como sea, la obra sigue allí.

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Autorretrato, 1939.
Imagen: Emilia Bertolé
 
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