SOCIEDAD
Cinco centenares de hombres y diez mujeres recibieron el Premio Nobel en ciencia durante el primer siglo de existencia de este galardón, que se cumplió en el 2001. Cinco años después, podemos decir que las cifras variaron: ahora las mujeres son once. Entre las razones de este desequilibrio se anotan los prejuicios en la educación temprana, la falta de seguridad social para las investigadoras y un ambiente sexista que las admite como excepción. Diagnóstico de una situación global.
› Por Veronica Engler
Hace cinco años, cuando se cumplía un siglo desde la primera entrega de los premios Nobel, la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos publicaba el libro Nobel Prize Women in Science: Their Lives, Struggles, and Momentous Discoveries (Premios Nobel de mujeres en ciencia: sus vidas, luchas y descubrimientos trascendentales). “Desde 1901, más de 500 hombres han ganado premios Nobel en ciencia. Sólo diez mujeres científicas –menos del 2 por ciento del total– han ganado un Nobel. ¿Por qué?”, se preguntaba la autora, Sharon Bertsch McGrayne, al comienzo del texto en el que repasa la epopeya personal de cada una las galardonadas (a saber: Marie Curie y su hija Irène Joliot-Curie, Gerty Cori, Maria Goeppert-Mayer, Dorothy Crowfoot Hodgkin, Rosalyn Yalow, Barbara McClintock, Rita Levi-Montalcini, Gertrude Elion y Christiane Nüsslein-Volhard). Desde la publicación del libro, una sola dama se ha sumado a la lista: en el 2004, Linda Buck fue distinguida por sus trabajos en medicina. El lunes próximo, cuando la Academia de Ciencias Sueca dé a conocer los premiados (y tal vez premiadas) de este año, el desbalance no será afectado en lo más mínimo.
Lo que se puede ver en el podio elitista de los Nobel no es más que un reflejo concentrado y exagerado del lugar relegado que las mujeres ocupan en esa gran empresa llamada ciencia. En los laboratorios, los hospitales o los yacimientos fosilíferos, en cada terreno elegido para investigar los misterios de la naturaleza y de la vida, las científicas dirimen sus embates cotidianos para poder ocupar espacios que hasta hace no tanto les estaban completamente vedados. “Las Academias de Ciencia creadas en el siglo XVII no aceptaron mujeres hasta mediados de siglo XX, y la Academia de París se dio el lujo de rechazar dos veces a Marie Curie, que ya había ganado dos premios Nobel, y hasta incluyó una cláusula específica para hacerlo, y terminó aceptando a su primera mujer académica en 1978”, señala Diana Maffía, doctora en Filosofía e integrante de la Red Argentina de Género, Ciencia y Tecnología (RAGCyT).
En nuestro país, por ejemplo, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) –organismo que concentra buena parte de la investigación nacional– está compuesto por una proporción similar de investigadoras e investigadores (46% ellas y 54% ellos). Sin embargo, en el estrato más alto de la carrera –nivel superior–, las científicas representan sólo el 18 por ciento, y de los ocho miembros que conforman el directorio del organismo sólo uno es mujer, la historiadora Noemí Girbal. “Las pautas culturales patriarcales funcionan al interior del sistema científico como en el resto de la sociedad. No en todas las áreas del conocimiento se expresan de modo similar; sus manifestaciones pueden ser diversas, pero el mundo científico se muestra decididamente masculino a medida que aumentan las responsabilidades de conducción, las remuneraciones y la disponibilidad de recursos financieros”, describe Girbal.
En el 2003, el informe argentino del Proyecto Iberoamericano de Ciencia, Tecnología y Género (GenTec) –de la Unesco– constataba que el promedio de participación de las mujeres en instancias de poder en las instituciones de investigación oscilaba en alrededor del 10 por ciento. Para esa misma época, la Comisión Europea también difundía sus datos: la situación más benevolente se daba en Francia, donde un 16 por ciento de los puestos más altos en las universidades eran ocupados por científicas, mientras que el país peor posicionado de la región era Alemania, en donde las mujeres apenas accedían al 4 por ciento de esos cargos.
Responde de manera súper escueta, vía e-mail, la alemana Christiane Nüsslein-Volhard (Premio Nobel de medicina 1995).
–¿Por qué cree que hay tan pocas mujeres ocupando puestos de liderazgo en las ciencias?
–Algunas mujeres no quieren ser líderes. Es un trabajo arduo. Tienen que ser creativas y trabajar muy duro. Hay algo de sexismo, pero las cosas han cambiado y los prejuicios en contra de las mujeres son mucho menos frecuentes que hace veinte años.
Pero, a no confundir: Nüsslein-Volhard no se duerme en sus propios laureles. Esta bióloga de 63 años –galardonada por sus investigaciones en genética– en la actualidad, además de dirigir el Instituto Max Planck para la Biología del Desarrollo (Tübingen, Alemania), trabaja para mejorar el status de las mujeres en la ciencia. Con su propio dinero, y con el premio recibido del Programa Mujeres en la Ciencia de L’Oreal-Unesco, puso en marcha la Fundación Christiane Nüsslein-Volhard, que ofrece unas peculiares becas para investigadoras jóvenes. La particularidad de estas becas es que el dinero está destinado al pago de niñeras –ya que no suele haber guarderías en los centros de investigación– y de ayuda para realizar las tareas del hogar, de manera que las científicas puedan disponer de más tiempo para la investigación y para su desarrollo profesional.
Porque, se sabe, en el marco de una pareja heterosexual –aquí, en Alemania y en tantos otros lugares–, la que suele cargar por derecho divino con las faenas hogareñas es la mujer. Hay personas que todavía se sorprenden al constatar que el hombre “ayuda” –mucho, poquito o nada– en las tareas domésticas o en la crianza de hijos e hijas.
Hace un par de meses, Nüsslein-Volhard estuvo en Estados Unidos para presentar su libro de divulgación destinado al público lego (Coming to Life: How Genes Drive Development). Para la ocasión, concedió una entrevista al diario The New York Times. Hacia el final de la nota, la periodista Claudia Dreifus le preguntó: “¿Por qué en todos los artículos que leí sobre usted mencionan que cocina una torta de chocolate increíble?”
–¡Es verdad! –respondía la científica–. Quieren estar seguros de que “ella es todavía una mujer”. Hay un prejuicio terrible contra las mujeres que son exitosas. Si es hermosa, debe ser estúpida. Y si es una mujer inteligente, debe ser horrible. Creo que alguna gente se siente mejor al saber que yo cocino buenas tortas de chocolate.
Las becas que brinda la Fundación Christiane Nüsslein-Volhard apuntan a uno de los puntos neurálgicos en lo que se refiere a la carrera de las científicas, ya que para muchas el proyecto de formar una familia puede chocar con su desarrollo académico. Las becarias del Conicet, por ejemplo, no cuentan con licencia por maternidad, porque la beca se considera un subsidio y no un salario. “Esta licencia es una deuda legislativa pendiente –asume Girbal–. Por lo general, las becarias acuerdan con sus directores un plazo prudente para que maternidad y proyecto de investigación no colisionen.”
Aunque este sistema suele funcionar e impide que se frustren carreras, el éxito profesional en la ciencia para las mujeres parece contraponerse a todo otro proyecto personal. “Si analizamos el nivel superior –el más alto– de investigadores del Conicet, vemos que el 75 por ciento de los varones son casados, pero sólo el 25 por ciento de las mujeres lo son; eso habla de una renuncia a organizar un proyecto de familia compatible con la competencia académica”, destaca Maffía. “A las mujeres científicas se les da el mensaje de que si quieren serlo estarán solas, lo que para ellas es muy desestructurante.”
No se trata sólo de una cuestión de cupos, o de la mayor o menor presencia de las mujeres en puestos de liderazgo. El gran edificio del saber occidental se organizó sobre una clara división del trabajo. En sus Reflexiones sobre género y ciencia, la física teórica Evelyn Fox Keller, del Massachusetts Institute of Technology (MIT, EE.UU.), se dedicó a desmenuzar la historia de esta construcción desde Platón en adelante. “El tema más inmediato para una perspectiva feminista de las ciencias naturales es la mitología popular, profundamente enraizada, que sitúa la objetividad, la razón y la mente como si fuera una cosa masculina, y la subjetividad, el sentimiento y la naturaleza como si fuera una cosa femenina. En esta división del trabajo emocional e intelectual, las mujeres han sido las garantes y protectoras de lo personal, lo emocional, lo particular, mientras que la ciencia –la provincia por excelencia de lo impersonal, lo racional y lo general– ha sido reserva de los hombres.” Sobre estos antiquísimos arquetipos, las niñas, las jóvenes y luego las adultas modelan su voluntad de saber. Entre esos dos polos dinámicos inscriben sus inquietudes por la fauna marina, los fractales o los mecanismos neurológicos del sueño.
“La participación de las niñas en el estudio de disciplinas de base científica y tecnológica decae a medida que se avanza en el sistema educativo en casi todas las regiones del mundo”, afirma la socióloga María Elina Estébanez, que desde el Centro de Estudios sobre Ciencia, Desarrollo y Educación Superior coordinó el proyecto GenTec en la Argentina. “Este desbalance se expresa en los diversos niveles educativos: en la secundaria se manifiesta en la menor presencia femenina en escuelas de orientación técnica; luego se manifiesta en una menor presencia femenina en las carreras universitarias de base científica y tecnológica, como son las ciencias exactas y las ingenierías.”
Según la socióloga, esta segmentación en las elecciones educativas y profesionales responde a patrones socioculturales respecto de lo que se considera femenino y masculino. “Muchos estudios han demostrado que maestros y maestras prestan más atención a los varones en matemáticas y ciencias, respondiendo más a sus preguntas que a las niñas, a quienes prestan más atención en disciplinas no científicas. Estas diferencias en el comportamiento se basan en las diferentes expectativas con respecto a las capacidades y posibilidades de niños y niñas. Consciente o inconscientemente se tiende a valorar la importancia de la formación científica más para los niños que para las niñas, y a explicar el éxito por la inteligencia en el caso de los niños y por el esfuerzo en el de las niñas.”
Una demostración alevosa de esta situación que en las aulas se vive de manera solapada la dio el año pasado el presidente de la Universidad de Harvard (EE.UU.), Lawrence Summers, cuando planteó que “una de las causas de la falta de progreso de las mujeres en las ciencias y en particular en las matemáticas podría deberse a las diferencias innatas entre los sexos”. El comentario, claro, no pasó desapercibido. Tuvo adeptos –como el neurocientífico Steven Pinker, también de Harvard– y críticas por doquier. Una de las últimas respuestas al comentario de Summers apareció a mediados de julio en la revista británica Nature. Allí, el neurobiólogo Ben Barres, de la Universidad de Stanford (EE.UU.), deja en claro que no hay pruebas científicas para sostener apreciaciones como las del presidente de Harvard, pero que sí las hay para demostrar cómo los prejuicios de género en las instituciones científicas y educativas pueden bloquear el progreso de las mujeres en la ciencia. Además de los datos, Barres –un científico transgénero, que inició su carrera como mujer– ofrece un par de perlas de su anecdotario personal. Hace unos treinta años, cuando todavía le decían Barbara en el MIT, Barres fue el único estudiante de su curso capaz de resolver un difícil problema matemático. El profesor, lejos de felicitarla, le dijo que seguramente su novio la había ayudado a encontrar la solución. Poco después de su cambio de sexo, un investigador de su misma facultad comentaría (sin saber que Ben había sido Barbara) que el trabajo de Ben Barres era mucho mejor que el de su hermana. De su vida como científico varón, dice Barres: “La principal diferencia que he notado es que la gente que no sabe que soy transgénero me trata con mucho más respeto, puedo inclusive completar una frase sin ser interrumpido por un hombre”.
“La participación de las niñas en el estudio de disciplinas de base científica y tecnológica decae a medida que se avanza en el sistema educativo. En la secundaria se manifiesta en la menor presencia femenina en escuelas de orientación técnica; luego se manifiesta en una menor presencia femenina en las carreras universitarias de base científica y tecnológica, como son las ciencias exactas y las ingenierías.”
María Elina Estebánez
No es sencillo todavía que situaciones claramente sexistas como las descriptas por el científico de Stanford salgan a la luz. “Para percibirlas se debe tener conciencia de género, si no, quedan como problemas personales”, advierte la neuróloga Silvia Kochen, investigadora del Conicet e integrante de la RAGCyT. “Por ejemplo, si se organizan reuniones en horario extralaboral cuando salen los hijos del colegio o a la hora de la cena, es una forma de excluir a las mujeres. O cuando se supone que la mujer no debe estar interesada en ocupar espacios de poder, o cuando debemos demostrar que somos mucho mejores que nuestros pares hombres.”
“Cuando las científicas comienzan a hablar de sus problemas y se dan cuenta de que no son personales, pueden encontrar soluciones y nuevas formas de enfrentar las barreras de género”, reconoce Ana Franchi, directora del Centro de Estudios Farmacológicos y Botánicos (Conicet) y también integrante de la RAGCyT.
En las últimas décadas, sin duda, el status de las mujeres en la ciencia se fue modificando. El hecho de que la matrícula universitaria femenina se haya incrementado significativamente en casi todo el mundo –en la Argentina, en 1940, tan sólo el 13 por ciento de quienes egresaban eran mujeres; en la actualidad, esa cifra es algo superior al 50 por ciento– marca una diferencia que no es sólo cuantitativa. Que haya otras en los claustros nos indica que la vocación científica de cada una no tiene por qué ser una excepción a la regla. Las pocas mujeres que van accediendo a puestos de liderazgo en los sectores de ciencia y tecnología marcan un precedente, modifican, aunque no se lo propongan, el horizonte de expectativas de las que vienen atrás. Y mucho mejor si los espacios conquistados sirven para correr los límites estrechos que los estereotipos de género marcan.
Sin embargo, no hace falta hacer futurología para saber, por ejemplo, que los premios Nobel de ciencia que anuncien la semana que viene seguirán cargando con el lastre de un orden injusto. Los premiados se sumarán a las cuantiosas filas de hombres que los precedieron. A las mujeres galardonadas, por algunos años más, las podremos seguir contando con los dedos de las manos, y de los pies.
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