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Viernes, 13 de octubre de 2006

CINE

El bandoneón en el bondi

De Cañada de Gómez a Rosario, y de ahí a Buenos Aires, Marina Gayotto, bandoneonista, compositora y letrista, se ha dado lujo de vivir y hacer música a su aire, desoyendo mandatos maternos. Fue elegida como protagonista del futuro estreno El último bandoneón y está en una orquesta, pero sigue tocando en el subte para poder cerrar sus cuentas.

 Por Moira Soto

Esta no es una versión urbana y contemporánea de la Cenicienta, aunque el film semidocumental que coprotagoniza Marina Gayotto, El último bandoneón –a estrenarse el próximo jueves–, así lo haga suponer. La chica que vino de Rosario –”movida por dos causas nobles: seguir estudiando bandoneón y retomar una historia de amor de vacaciones”– no tiene un instrumento nuevo y por el momento sigue tocando en transportes públicos, manteniendo bien arriba su espíritu de artista trashumante, independiente, estudiosa, buscavidas, laburadora.

Nacida en Cañada de Gómez, Santa Fe, hija de un padre canillita y de una madre modista (“con talento como diseñadora que nunca desarrolló”), después de cursar el secundario Marina se fue a estudiar diseño gráfico y publicitario a Rosario (“me equivoqué de carrera, porque en realidad quería ser historietista, y lo voy a ser”), hizo talleres de teatro, literarios, tomó clases de música, estuvo en la radio, empezó a actuar a la gorra. Ya en Buenos Aires, además de recuperar por unos años a aquel novio y de tener una hija, Marina trajinó muchísimo para sobrevivir, por puro gusto o para apoyar ciertas causas: además de tocar el bandoneón en colectivos, hizo varieté, recitales de poesía, shows de danza, vernissages, festivales de rock y de punk rock, eventos de resistencia social... Todo lo cual sin perder nunca de vista sus intereses artísticos, sin modificar su modo directo y transparente de andar por la vida, su desarmante sinceridad a flor de piel.

“En la carrera de diseño nos decían que además de artistas, éramos comerciantes, mucho machaque con todo lo que es el marketing”, memora Marina Gayotto. “Yo ya había empezado teatro, estaba leyendo textos que me abrían la cabeza, escribía mucho, mi vida iba más por el lado lírico... Pero mi mamá se quejaba: ‘¿Vos querés ser una bohemia toda la vida?’ Para ayudarme, me puso la condición de vivir en Rosario con mi hermana, que había sido una alumna brillante, abanderada, todo. Somos amigas, pero es mi antítesis, ordenada, impecable. Yo volvía de unas vacaciones con un fez, un vestido largo azul de bambulla, sandalias artesanales y me fui a ver el departamento. El portero se hizo amigo y me avisó: ‘Mirá, vos que estudiás teatro, música, que andás en esas cosas, por ahí te interesa saber que en la planta baja hay un bandoneonista, Marcelo Bomprezzi, que da clases gratis’. Así que empecé a estudiar en su casa, con su bandoneón. Me vino bárbaro porque los otros cursos tenía que pagarlos. Bueno, Marcelo estaba con una mujer bastante mayor, ex bailarina de cabaret, que me traía licor de huevo en una copita de cristal tallado, me la dejaba cerca del atril. Poco después, ella se murió y Marcelo me prestaba la llave para que siguiera practicando mientras él dictaba sus cátedras. Pero se reencontró con su primera novia y se casó con ella, yo les tiré arroz. Por desgracia, esta nueva esposa se puso celosa, muy mala. Entonces Marcelo me dijo que me tenía que conseguir mi propio bandoneón. Fui y lo compré en mi pueblo, a un contador que tenía cuatro. Elegí uno todo nacarado superbarroco.”

¿Te quedaste sin maestro pero con bandoneón?

–En Rosario, encontré a Alicia Petronilli, una bandoneonista muy conocida que tocaba en la orquesta de Domingo Federico. Después, en La Siberia –la ciudad universitaria–, estudié con el propio Federico.

¿Desde cuando te gusta el tango?

–Aunque mi mamá protestaba por mi dedicación al arte, la verdad es que mis viejos eran tangueros a morir. De chiquitas, nos llevaban a escuchar la orquesta de Pugliese. Ellos escuchaban radio y sabían todo: ese es tal tema, tal orquesta en tal época... A los 12, 13, mi mamá me regaló un grabadorcito y yo tenía dos casetes que escuchaba todo el día: Clics modernos, de Charly, y tangos por el Polaco, la mayoría de Discépolo: así descubrí a ese cantor y a ese poeta.

¿Cómo fue el primer contacto con el bandoneón?

–Cuando empecé a tocarlo, dije: ya está, esto es lo que quiero, la música, este instrumento, el tango, todo en uno. A los 23 me vine a Buenos Aires, solo le avisé a mi papá. ‘¿Hay algún asunto de pantalones de por medio?’, me preguntó. Le dije que sí, porque había conocido en Gesell a Fede, él vivía acá y decidí buscarlo. Lo encontré, estuvimos juntos unos años, tuvimos una hija, ya estamos separados. Llegué con 50 pesos, la guitarra y el bandoneón. Primero estuve en lo de Fede, una ex fábrica, y después me fui a una pensión en la calle Desaguadero, frente a la cárcel de Villa Devoto. Era muy raro, como estar presa. Extrañaba mucho todo lo que había dejado en Rosario, el teatro callejero. Pasaba con la guitarra colgada porque tomaba clases, y los presos me gritaban ‘Man Ray’ por los gorritos que usaba. ‘Man Ray, te necesito’, me decían. Me daban mucha pena. Por suerte, conseguí trabajo en El Imaginario Cultural, Honduras y Armenia, y al toque me fui a vivir a Palermo. Atendía las mesas, a Pedro Aznar, a Calamaro. También agarraba el bandoneón y me iba a tocar en los trenes los temas que conocía. Estaba en Gascón y Gorriti, en un hotel barato, pero las cucarachas eran gigantes. Un día estaba leyendo muy compenetrada y apareció una tremenda, le tuve que dar un librazo. Eso fue de Kafka, tenía pesadillas. Me mudé a Montserrat. Al año siguiente empecé en la Escuela de Música Popular de Avellaneda.

Transitaste los cien barrios porteños...

–Casi. Estuve en un hotel de Tacuarí 444 y trabajaba de camarera en el 555, algo de la Gendarmería. El dueño del hotel era una especie de nazi, de terror. En mi pieza había dos camas y para no compartir, yo dejaba todo desordenado, más todavía de lo habitual. Un día, la chica que limpiaba me avisó que el nazi me quería cobrar el doble. Así que antes de ponerme a buscar casa, me fui a la peluquería de un viejito que me hacía la toca para comprarse su alcohol. Muy pintoresco, tenía pocas clientas. Estando allí, aparece una mujer que cuenta que puso su depto en alquiler porque el inquilino estudiante se recibió y volvió a Rosario. ‘¿Dónde queda?’, le pregunté. ‘Acá nomás, Venezuela 1312.’ Le dije que yo también era de Rosario y quería alquilar. Ella tenía que hacerse una tintura y quedamos en vernos en una hora. Me lo mostró, me dio las llaves para que lo limpiara. Ya tenía mi casa a 240 pesos, un altillo con terraza de donde se veía el Congreso, el Obelisco. Llamé un flete y me mudé. Como me faltaba plata, empeñé la guitarra. Fede se vino a vivir conmigo, después nos fuimos a La Paternal un tiempo, hasta que nos desalojaron estando ya embarazada. Sacaban las cajas con nuestras pertenencias y yo con el atril estudiando el minué de Bach hasta el final. Como la gente en el Titanic, ¿viste? No sabía cuándo iba a poder volver a ensayar...

¿Tocabas en los colectivos en esas fechas?

–Sí, me iba en el 24 desde La Paternal hasta Avellaneda tocando, pero cambiaba de bondi: llegaba hasta Canning y Corrientes, bajaba, tomaba otro de la misma línea hasta el Abasto... Los colectiveros me conocían y me saludaban. Tocaba cosas mías, algunos arreglos raros, también el primer tema que había aprendido en la Escuela de Avellaneda, La pequeña criolla. Había compuesto “Bondeando”, o sea el acto de bondear, ir a tocar al bondi.

¿Cómo reaccionaba ese público un poco forzado del colectivo?

–Siempre tuve buena respuesta de la gente, en cuatro horas podía llegar a los 80 pesos. Embarazada, seguí tocando, pero me ponía ropa amplia para que no se notara: lo que menos quería era dar lástima. Todas las técnicas de teatro que había aprendido, las aplicaba allí: proyección de la voz, del instrumento, presencia física, mirada. Hacía como que estaba cometiendo una travesura, la loca de los colectivos chocha de estar haciendo eso. Una actuación. Sabía que tenía transformar cada bondi en una sala de teatro. Si alguien hablaba lo miraba con cara de ¿cómo vas a conversar en un concierto? Porque siempre trato de tocar lo mejor que puedo, me emociono de verdad.

¿Viviste en algún otro barrio antes de instalarte –por ahora– en Belgrano?

–Cuando mi hija tuvo dos años, nos fuimos a La Boca. En ese entonces me iba a San Telmo a tocar en bares, trabajé mucho en La Catedral. Después hice varieté, shows con vestuario. En la crisis de 2001, vendía café con un carrito en La Boca. En 2002 me separé y empecé como camarera en La Farmacia. Ahorré plata y me fui a vivir en Belgrano, me puse a estudiar en Sadaic, donde surgió lo de la película El último bandoneón: estaba en la primera clase con Néstor Marconi cuando aparecieron unas chicas que buscaban mujeres bandoneonistas para un documental. Me pidieron mis datos. Cuando me preguntaron si era difícil tener un buen bandoneón, respondí que sí porque había que llevarlos seguido al luthier. Entonces les mostré mi luthería casera. Resulta que muchas veces se cortan los resortes, se oxidan y suenan mal; entonces, para no tener que ir al taller, desarmaba el bandoneón y le ponía una banda elástica que hacía de resorte, y lo trababa con un escarbadientes chiquito. Tenía varios resortes en esas condiciones. Y cuando saco la tapa para mostrarles, sale una rubia de Barrio Norte, ¿conocés esas cucarachitas? Un horror, traté de disimular. Me fui con vergüenza pensando: bueno, ésta es mi realidad, sigo arrastrando la miseria de La Boca... Al día siguiente, la productora me dijo que había estado muy bien, que había sido la única que había dicho cosas interesantes y que había tocado un tema propio. Me tranquilicé y al poco tiempo me citaron para decirme que querían que fuese la protagonista, junto a Rodolfo Mederos.

Aunque El último bandoneón no sea estrictamente un documental, aparecen algunos detalles de tu vida.

–No me dieron un guión, solo los títulos de las escenas: Marina se encuentra con Mederos... Traté de improvisar sin sobreactuar, haciendo un personaje que era yo misma. Alguna cosas que se ven en la película pasaron, otras –el remate donde compro el doble A, o cuando integro la orquesta de Mederos– no. Pero quiero decirte que esta semana me compro yo el doble A, ya arreglé con un luthier amigo. Y lo que sí tengo ahora, en la vida real, es una orquesta de tango donde tocar, el director es de la fila de bandoneones de Mederos, Fernando Taborda, en la EMBA, Escuela de Música de Buenos Aires. Empezamos este año, ahora estamos estudiando temas de Piazzolla.

Después del film de Alejandro Saderman hiciste el disco Marina bandoneón, que tiene temas tan buenos como “Bondeando”, “Una palabra triste”...

–Sí, una producción totalmente independiente con nueve tracks, todos temas míos, salvo el último, “El día que me quieras”, que hace Natacha Seara en armónica. Casi todas mis composiciones tienen letra: “Los gatos de Lezama”, “Un día antes del fin”, “Dónde está Willy”... Ahora tengo representante, estoy con el sello Típica. Les llevé mi proyecto de disco nuevo, un relato poético en dos partes y les gustó. Hay un track que se llama “Tras las cortinas de tutú”: “Mujeres tristes vieron llegar/ a refugiarse en las laderas/ de antiguos mapas de vidas duras...”, esta letra sí que es un tango. Ahora tengo lo de la orquesta con ese maestro tan copado, sigo tomando otras clases y continúo tocando, ahora en el subte. Necesito unos morlacos para asegurarme la compra de unas milanesas de pollo, tomates cherry que le encantan a mi hija. Hoy, por ejemplo, le pude comprar tira de asado y brotes de soja.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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