Viernes, 15 de diciembre de 2006 | Hoy
ECONOMIA
Siguiendo la receta de Muhammad Yunus –quien este año ganó un Premio Nobel por su aporte al desarrollo–, la mendocina Mónica Pescarmona comenzó a ofrecer microcréditos a quienes jamás podrían completar las solicitudes de los bancos. Como suele suceder con estas experiencias, las principales prestatarias son mujeres. ¿Por qué? “A través de ellas apoyamos a toda la familia.”
Por Gimena Fuertes
Habla con la parsimonia de una abuela sabihonda, dispuesta a transmitir su experiencia a cualquiera que le pregunte. Mónica Pescarmona era una habitante más de la provincia de Mendoza que vio cómo se caía el mundo a su alrededor durante la recesión de fines de los ‘90. Y como aquellas mujeres que guardan recetas para usarlas en el momento necesario, agarró “el librito de Yunus”, y llamó. Muhammad Yunus, conocido como el “banquero de los pobres” por otorgar microcréditos a quienes no tienen nada de nada, confió en esta propuesta que floreció en Mendoza y que hoy cuenta con más de 1500 prestatarios, casi todas mujeres.
Cualquiera puede participar de los llamados grupos solidarios que se conforman en la Fundación Graneen, de la cual Pescarmona es presidenta y fundadora, para recibir los microcréditos, pero el 90 por ciento de los 1650 prestatarios son mujeres. “Nos dedicamos a las mujeres porque así ayudamos a toda la familia. Si le das a un hombre, no sabés qué pasa después. Aparte los hombres no aceptan capacitación, a veces son soberbios, o se deprimen; ante los problemas se meten para adentro. Además las mujeres pagan y los hombres mucho no, y como las mujeres tienen la carga familiar de ella o de hijos postizos, tienen que salir a luchar por ellos. Lo he aprendido por experiencia y también lo he sufrido”, asegura Mónica.
El nombre correcto para aquellas que reciben estos pequeños créditos es “prestatarias”. “No son beneficiarias porque devuelven el dinero, no es un subsidio. No son clientas tampoco, porque este no es un banco comercial”, explica. La gran diferencia que Mónica anota entre una institución financiera común y esta fundación no es la cantidad de dinero prestada sino que, además del monto, “reciben educación, acompañamiento, asistencia, asesoramiento”.
La mayoría de las mujeres que reciben estos créditos que oscilan entre 100 y 500 pesos “no son pobres de siempre, son venidos a pobres, que es peor”, sostiene Mónica. “El pobre de siempre es emprendedor, se las ingenia; en cambio el que está acostumbrado a un salario y no se preocupaba sobre cómo idear un trabajo, cuando pierde ese sueldo tiene que sacar de adentro el espíritu emprendedor. Hay algunos que tardan más y algunos que nunca pueden sacarlo; todo depende si se les da la oportunidad”, opina la directora de esta fundación.
“En 1999, a través del librito de Yunus nos enteramos de estos créditos, le escribimos y a las nueve horas contestó. Empezamos la relación en 2002, durante la Cumbre de Microcréditos. Quisimos armar una empresa social. En una empresa comercial invierten parte de sus dividendos en comprar insumos, otra parte se usa para prevenir años de malaria, y lo que sobra se lo dividen entre los socios. Una empresa social da pocos dividendos y se reparten en programas sociales”, diferencia.
La mayoría de las mujeres se anima a pedir uno de estos créditos no como una forma de hacerse ricas y triunfar en el mundo de los negocios sino como una posibilidad de generar su autosustento y el de su familia. Por lo general, son las mismas participantes las que dan a conocer a su gente la posibilidad de sacar un microcrédito en la fundación y así se corre la voz. Por su parte, Pescarmona y otras mujeres de esta institución van recorriendo el barrio de 5000 lotes, Huarpes Uno, Huarpes Dos, La Favorita, La Gloria, Corralito, El Borbollón, todos barrios del gran Mendoza, para dar a conocer la propuesta. “Son barrios semiurbanos, marginales, las casas son de lata con ventanas de plástico, en las que viven 14 personas en 70 metros cuadrados. Acá a la institución no viene nadie, vamos nosotras a los barrios, se van comunicando.
Muchas de las mujeres participantes de estos créditos ya tienen en mente lo que quieren hacer, pero siempre les falta cinco para el peso. Una vez contactadas, se arman los denominados “grupos solidarios”, o sea, un conjunto de gente que inicia juntos el crédito para sus emprendimientos particulares. “Ahora estamos trabajando con nueve grupos. En los grupos solidarios se brinda capacitación y contención”, relata. “Los participantes pueden pedir desde 100 pesos hasta 500. Después se conforma un grupo de cinco a nueve personas. Durante la capacitación de 15 días cada uno presenta sus proyectos y se hace una evaluación de los mismos emprendimientos por el propio grupo. Se analiza la preparación y la estrategia de consolidación. En los grupos cada uno recibe un crédito diferente. En el grupo solidario se dan gradualmente 500, 700, 900, 1200. Si una de ellas tuvo la visión y su proyecto se desarrolló más rápido, se gradúa. Lo consideramos graduado porque no tienen que ir tanto al grupo como exige el crédito grupal. El que se gradúa rápido es porque se le escapa el emprendimiento, es decir, que anduvo mejor de lo que esperaba, y puede después pedir uno más grande”, cuenta Mónica Perscarmona.
Esta mujer de 58 años confía en su ojo. “Evaluar si una persona va a cumplir con el crédito se ve en la capacitación, en las visitas, se hace un relevamiento de lo que ellas dicen, las vamos a visitar, vemos cuántas tortas venden en el negocio. A nosotros lo que nos interesa es que ellas crezcan, lo menos importante es el recibo. Lo más importante es volver a la autoestima a través del grupo solidario en el que no existe el ‘no me importa’, volvemos a creer en la palabra.”, sintetiza.
Mónica no se olvida de Laura, una mujer con ocho hijos y dos intentos de suicidio. “Era de la localidad de Grupo Potrerillos, se acercó porque la trajeron las amigas. Acarreaba piedras para las bases de las casas, pero no le alcanzaba para vivir. Cuando la conocimos quería tener otra cosa”, cuenta. La fundación le otorgó un crédito, compró 200 cervezas y varios paquetes de cigarrillos para vendérselos a los camioneros de la ruta 400. “Hoy tiene un mercadito y un restorán al que van como 40 personas, con registradora para pagar impuestos y todo”, relata. “Los chicos van al colegio, no viven más en la montaña, ahora viven en la localidad de Luján, en el gran Mendoza, vive muy bien. Ahora ella ya consiguió un trabajo, pero sigue con el mercadito que se lo atiende el marido –cuenta y agrega–, la admiramos, la gran triunfadora es ella.” Para Mónica, Laura y otras mujeres que compartieron esta experiencia, “ya son de la familia, nos vemos y nos tratamos”, asegura.
Mónica tiene 58 años, es ingeniera agrónoma –aunque nunca se dedicó a su carrera–, está casada desde hace más de treinta años, tiene cuatro hijos y dos nietas. Trabaja en la fundación desde temprano hasta tarde y “de lunes a lunes”. “Mi familia me banca, mi marido es buenísimo”, cuenta. Los hijos y nietas de Mónica viven en la India. “La empresa donde trabaja mi hija abrió una oficina allá y se fueron”, dice triste.
Mónica no puede identificar el momento en que empezó a dedicarse a ayudar. “Fui a un colegio de monjas donde pedían plata para los pobres. Pero esto no empieza un día, esto es una vida”, opina. “De pequeña siempre ayudaba a los que tenían menos que yo. Después empecé a trabajar con instituciones que no ayudaban a salir de la pobreza. Una mujer tiene que poder decidir por sí misma; si una mujer puede tomar decisiones económicas, tiene decisión sobre otras cosas, como mandar a sus hijos a la escuela o darles algo más que la educación básica, una mejor calidad de vida –sostiene y agrega–: uno tiene que capitalizar los ingresos para que perduren en la vida y no dar zapatillas de marca que después no te sirven si ni siquiera podés caminar.”
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