Viernes, 19 de enero de 2007 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Gorritas con viseras, camisetas de equipos de fútbol, los dientes mellados y una tenacidad para imponerse en ese espacio que los hacía entrar y salir del negocio –mitad kiosco, mitad bar– de la estación de servicio, caminar entre los autos que hacían cola para recargar combustible, pedir monedas a quienes mostraban la billetera esa tarde de domingo en la esquina de Agüero y Santa Fe. No me acuerdo cuántos eran, tres o cuatro seguramente, aunque de dos de ellos sería imposible olvidarme su cara. Eran molestos, querían ser molestos. Tal vez porque ésa es la manera en que aprendieron a hacerse visibles. A lo mejor es su pequeña venganza frente a todos los que a diario cierran apurados las ventanillas de los autos para no escuchar su súplica mil veces repetida por una moneda; esos que los dejan habitar el barrio de mal humor porque no les queda otra –maravillas de la corrección política– siempre que no transgredan el límite del umbral o la vereda. La estación de servicio es, de algún modo, zona de frontera. No hay puertas que cerrar en la cara; la mugre es parte de la estética del lugar aun cuando los uniformes sean cada vez más asépticos. En la estación de servicio quienes llegan a bordo de un auto tienen que bancarse la proximidad no deseada con esos niños que a los autos llegan en busca de migajas.
Y ahí estaban ellos, como moscas en torno de la miel. Autos detenidos forzosamente y automovilistas a los que exigir monedas y si no por los menos la negativa, la mirada, porque no hay semáforo que les permita salir arando. Un negocio como un jardín de tentaciones, lleno de golosinas y helados, de gente de domingo que entraba a saldar alguna tentación. Ahí estaba yo, de mi mano un niño de cinco, íbamos los dos en busca de helados. Como el resto de los consumidores, miramos los productos sin ver a los chicos de gorrita que deseaban que se nos cayera un vuelto. Las dependientas bufaban, me tienen podrida, dijo una. Los odio, dijo otra, ¡salgan de acá!, les gritó para que se note.
Lo que siguió fue una corrida y un silencio como un agujero en la trama del tiempo. Después los gritos, muchos gritos a la vez de los chicos que antes se codeaban y se reían incluso de la cara de espanto de los consumidores. Una ambulancia, por favor, llamen a la ambulancia. Sacame, mi pie, gritaba Johnny, uno de los chicos, en un grito que no se puede traducir con signos de puntuación. Y aun así, el agujero seguía ahí, abierto en el asfalto de la estación de servicio. Nadie podía moverse, salvo los chicos. Salvo el auto que liberó el pie de Johnny, su pierna quebrada, el hueso que asomaba por el pantalón raído, el pie colgando, desarticulado. Yo, lo confieso, hundí la cabeza entre los hombros, agarré fuerte al niño que tenía de mi mano, era la mejor excusa para no mirar. Pero de pronto, todo volvió a girar. El hombre del auto que había atropellado al niño se agarraba la cabeza, el resto de la gente rodeó al niño, alguien finalmente llamó a la ambulancia. Johnny se desesperaba, sus amigos lloraban alrededor poniéndose y sacándose las gorras. Nadie tocaba al niño salvo la policía que llegó antes que la ambulancia y que lo puso a gritar más fuerte todavía, consciente de sus derechos y su vulnerabilidad: “De acá no me muevo, no me toquen hasta que no llegue la ambulancia”. Por primera vez me acerqué hasta él, hasta entonces mantenía distancia escudándome en el rechazo al morbo, diciendo para adentro que ya eran demasiados alrededor. Pero Johnny estaba solo. Entonces me agaché y le di la mano y después lo abracé como pude sin moverlo, quise consolarlo peinándole el fleguillo, llamando a su mamá por teléfono. “Por favor, señora, nunca, nunca en mi vida quise ser rengo”, dijo en un momento, desesperado con una sabiduría imposible de digerir. Nadie piensa que entre sus deseos puede estar el de ser rengo, pero evidentemente para este niño más que un deseo esa era una posibilidad. Algo que ve a su alrededor entre chicos como él que esquivan autos para esquivar el hambre. Johnny no se resignaba, por eso gritaba, evitaba moverse, clamaba por sus derechos a pesar de ser consciente de su vulnerabilidad, de la inmensa soledad que lo hacía abrazar el cemento antes que la mano que se le tendía.
Hoy que es verano en lugar de primavera Johnny sigue con la pierna enyesada, con tantos clavos que no puede moverla, siquiera apoyarla. Le prestaron una silla de ruedas demasiado pequeña para él con la que se mueve entre los autos en la esquina de Las Heras y Salguero. Necesitaría unas muletas, dice su mamá. Ella no puede dejarlo en la casa porque no puede dejarlo solo como a ninguno de sus cinco hijos y tampoco se puede quedar porque si no no comen. Los vericuetos de los subsidios, la ayuda social, el juicio para que el seguro de aquel auto pague los daños, todo eso implica un lenguaje que la mamá de Johnny –y cualquiera que no lo hable a diario– no puede entender. Este, entonces, es un llamado a la solidaridad, así a la antigua, como los que salen en televisión. Se necesitan unas muletas y una mínima ayuda para que Johnny no tenga que cumplir un deseo que alguien escribió por él, para que Johnny “nunca en su vida” sea rengo. Es cierto que es arbitrario pedir ayuda para él, pero también sería arbitrario mirar a otro lado y no recordar que la desesperación de ese niño me mojó el pantalón y que ahora en su silla rueda hacia ese destino que nunca quiso para él.
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