Viernes, 19 de enero de 2007 | Hoy
INUTILíSIMO
Para las fieles lectoras de esta sección que estaban añorando las sabias máximas de la Sección Femenina de los tiempos del franquismo, he aquí un texto insuperable aparecido en las páginas de la revista Medina, el 12 de julio de 1942, que encierra verdades fundamentales que deplorablemente han caído en el olvido de tanta gente: “La verdadera misión de la mujer es dar hijos a la patria. Esta es por tanto su suprema aspiración”, empieza diciendo esta composición titulada “No hay nada más bello que servir”. Esto es, ser continuadora de la raza, de las virtudes cristianas y españolas, para poder alcanzar esa beatitud que procura el olvido de sí en bien de los demás. Cuántas mujeres se sentirían más plenamente realizadas, cuántos hogares no se destruirían por un quítame allá estas pajas, si estos preceptos fueran observados con la suficiente rigurosidad y perseverancia.
Es, por cierto, en el diario quehacer donde “se nos brinda la oportunidad única para ganar el mejor nombre: Mujer”, cuya sola pronunciación habla de entrega, laboriosidad, piedad. Y así, con esta actitud moral, “más cálidamente se afirmará en nosotras la seguridad de servir calladamente en el taller, en la casa, en la oficina, como hija, madre, mujer: es nuestra tarea dar sin tasa ni medida. Tiempo, amor, ejemplos constantes como aquellas que cayeron por Dios y por España”.
Según se nos catequiza con tanto fervor en la revista Medina, “espiritual y maternalmente, nuestra colaboración debe ser siempre leal y desinteresada, de acuerdo con las aptitudes de cada una”, y siempre teniendo la certeza de lo mucho que vale haber encontrado nuestra auténtica vocación, que le dará el único sentido posible a nuestras vidas. Puesto que el país está huérfano de orden –y esto que se decía en los años ‘40 bien se puede aplicar a esta época vana, fútil y veleidosa–, “nuestras manos de mujer pueden hacer mucho por restablecer la armonía”. De esta guisa, en el antiguo molde de todos los tiempos que se llama dolor depuraremos pasiones, siempre desaconsejables y ajenas a la tan recomendable castidad de conducta y de pensamiento, y en consecuencia, “recogeremos el patrimonio de la fe y la tradición que nos legaron nuestras abuelas”. Entonces, con renuncias y abnegaciones buscaremos “no el egoísmo inconsciente y ufano sino el mirar cara a cara las cosas (...) para que la luz que entre cada mañana por el balcón vaya a iluminar la tarea justa que nos está asignada”. ¿Se puede pedir algo más hermoso en nuestro paso por esta vida que, como sabemos, es la antesala de otra mejor donde se premiarán nuestras buenas acciones?
Por si quedó alguna duda, pese a la claridad meridiana con que han sido vertidas estas enseñanzas imprescindibles, nuestras armas femeninas son la compasión y el amor puro y desinteresado, que no rehúye de ninguna manera el sacrificio, pero que exige de los demás el cumplimiento de todos sus deberes. Desde luego, y por favor que sobre este aspecto no haya confusiones que puedan llevar insensiblemente a conductas en el borde de lo pecaminoso, “no el cariño romántico y mal entendido sino el verdadero, recto y fuerte, que no nace del orgullo ni de la posesión, capaz de inclinar humildemente su propia voluntad si con esto favorece a los demás”.
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