TENDENCIAS
Lejos, muy lejos del estereotipo de la señora bigotuda y con anteojos; o mejor, de espaldas a cualquier estereotipo, hay mujeres que se dedican a la ciencia dura –desde la informática a la biología– con fascinación de adictas. Y han logrado acuñar un término que las distinga del clásico “nerd” –siempre un poco feúcho/a y sin sensualidad– para ponerle algo de vitalidad a su afición. Sepa qué es una geek y cuáles son las ventajas de serlo.
› Por Veronica Engler
Hay mujeres que adoran la genética, se desviven por jugar a los videogames, se fanatizan con los animé, escriben ciencia ficción y escudriñan el más allá en sofisticados observatorios astronómicos. También se emocionan con la teoría de la relatividad, pueden entrar en éxtasis cuando logran hackear una red de computadoras y hasta dedicarle una oda al número Pi.
Aquí están, éstas son las nerds de la nueva era: una minoría de iniciadas que van por la vida obsesionadas con tópicos oscuros para la mayoría de los mortales. Desde veinteañeras hasta señoras de las cuatro décadas, mulatas y blondas de cara pálida, coquetas y de las otras, hetero y homosexuales, casadas con hijos y solteras sin apuro. Físicas, astrónomas, profesoras universitarias, programadoras, actrices e ingenieras, todas con una pluma afilada para narrar lo suyo en She is such a geek! Women write about science, techonology &
other nerdy stuff (¡Ella es tan geek! Las mujeres escriben sobre ciencia, tecnología y otras cuestiones nerd), una veintena de ensayos compilados por las escritoras estadounidenses Annalee Newitz y Charlie Anders, ellas mismas autoras de un par de textos que integran este libro recientemente publicado.
Si hay algo que aglutina al variopinto elenco que integra She is such a geek! seguramente es la autoconciencia de saberse parte de una minoría –la femenina– dentro de otra minoría –la de los nerds–, y de entender que el hecho de que sean pocas no se debe a un designio de la naturaleza sino, y allá vamos... a los consabidos y ancestrales estereotipos de género que acercan a unos y alejan a otras de determinadas áreas del conocimiento, pero también de los lugares de liderazgo y conducción, lo que las hace casi invisibles cuando logran incursionar en esas áreas para las que se suponía no estaban predestinadas.
En esta suma de relatos celebratorios y polémicos, cada dama cuenta de qué manera está apasionadamente enganchada con la ciencia y la tecnología, al tiempo que cuestiona lo que significa ser mujer y geek.
“Pero ¿qué es ser geek?”, se estarán preguntando muchos y muchas a esta altura. Un intento de respuesta se puede encontrar en Microserf, una novela en la que el canadiense Douglas Coupland (autor de la afamada Generación X) se interna en la vida cotidiana de la elite tecnificada que habitaba la zona de Silicon Valley en la década del 90. (Vale aclarar que el título de la obra resulta de un juego de palabras que toma como base a la marca Microsoft y le cambia el sufijo “soft” por “serf”, que en inglés significa “siervo/a”.) El capítulo titulado “Tiempo cara a cara” se inicia de la siguiente manera:
“Nos hemos puesto a discutir sobre el término nerd. Está claro que geek se ha convertido en un cumplido, pero no estamos seguros de si ha sucedido lo mismo con nerd. ‘¿Cuál es, exactamente, la diferencia entre un nerd y un geek?’, me ha preguntado mi madre.
”He contestado: ‘Definirla es más difícil de lo que parece. Es algo sutil. Instintivo. Creo que geek implica la posibilidad de trabajar para otra persona, en tanto que las habilidades de un nerd no son necesariamente ciento por ciento vendibles. Geek implica dinero’.
”Susan ha dicho que, por lo general, los geeks habían sido perdedores, gente sin vida propia en el colegio, hasta que, más tarde, el no tener vida propia se convirtió en un símbolo de posición social. ‘Antes, la sociedad no recompensaba a individuos como ellos. Ahora, todo aquello que hacía que la gente deseara darte una patada en el culo cuando tenías quince años, pasa a estar de moda en cuanto se funde con el dinero líquido’”.
Para la época en que los personajes de Microserf tenían este diálogo, Annalee Newitz –que habitualmente escribe en Wired, New York magazine, Popular Science y New Scientist– había terminado sus estudios en Humanidades. Recién salida de la Universidad de Berkeley, esta incipiente geek –autora de libros como White Trash: Race and Class in America (Basura blanca: raza y clase en Estados Unidos)– comenzó a sentir lo que ella identificó como “mi primera emergencia cultural como adulta” cuando se dio cuenta de que carecía casi por completo de educación científica.
Con el objetivo de paliar esa falta, Newitz decidió capitalizar el estallido de las puntocom en provecho propio y comenzó a redactar crónicas sobre los fenómenos que acontecían en torno de las nuevas tecnologías. Así, aprendió cómo funcionan las redes de computadoras y los motores de turbina, pero también sobre biología molecular y física cuántica. “Con este boom, todo el mundo tenía dinero para financiar mis proyectos de investigación. Escribí sobre el sistema operativo Linux, sobre hackers y la primera generación de handhelds multimedia”, recuerda. Ese período de formación incluyó un año de inmersión en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las mecas mundiales en investigación y desarrollo de alta tecnología.
Justamente en el MIT fue donde se originó el Movimiento del Orgullo Nerd, en el que participó Ellen Spertus. “Aunque fui una geek toda mi vida y ahora soy profesora en ciencias de la computación en una universidad de mujeres, no siempre fui feminista e inclusive estaba acostumbrada a ser una misógina, identificada con el punto de vista masculino”, reconoce en su texto. Hasta que empezó a desasnarse sobre la cuestión, Spertus, como muchas, creía que si había pocas mujeres en matemáticas y computación se debía a que eran una minoría las que poseían una inteligencia tan aguda como para acceder a esos excelsos campos del saber (para esa época todavía suscribía a un esquema jerárquico de las ciencias).
Hace seis años, esta nerd orgullosa decidió salir del armario académico con el objetivo de ayudar a socavar esa extraña oposición entre inteligencia y sensualidad que suelen enfrentar las chicas del rubro. Spertus tenía ganas de aparecer ante el gran público, divertirse y mostrar todo el know-how que una chica puede desarrollar. Y qué mejor oportunidad que el concurso “The sexiest geek alive” (“El/la geek más sexy”), en el que le ganó, gracias a sus conocimientos y opiniones sobre tecnología, a 15.000 participantes que compitieron en la contienda. El día en que la coronaron, sexy geek lució un corsé negro en el que llevaba impreso un circuito integrado como los que hay dentro de las computadoras.
Para Newitz, la aparente contradicción entre sensualidad e inteligencia tiene que ver con lo que ella llama el mito de “la chica que se saca los anteojos”, y que a partir de ese momento inaugural empieza a mostrarse astuta y sensual, como Diana Prince, el alter ego de la Mujer Maravilla, una de las heroínas confesas de Newitz (la otra es Trinity, la protagonista de The Matrix).
El mito pop formulado por Newitz supone que la geek se esconde detrás de sus anteojos hasta que llega un hombre que quita esa protección de su rostro y la convierte en una linda y potencial madre. Hasta ese momento, las chicas se mantendrían en un estado larvario y sólo podrían ser tomadas en cuenta bajo el paradigma de las virtuales mariposas que algún día serán. Este imaginario, dice Newitz, es el que dio lugar a que un artículo suyo comentado en Slashdot –uno de los blogs más geek del ciberespacio– inspirara un encendido debate acerca de si ella era demasiado gorda como para poder ser considerada atractiva. Claro que a ninguno se le ocurrió opinar sobre la belleza de los varones que suscribían otros artículos del mismo calibre tecnológico.
“Como en el sexo, una vez que había tenido aquel intenso placer mental, quería más”, eso fue lo que sintió Suzanne Franks –que dirige grupos de investigación sobre células cancerígenas en la Universidad del Estado de Kansas– apenas empezó a cursar Cálculo Matemático en la universidad. Para esta ingeniera, la mente puede resultar una zona tan erógena como sensual a la hora de dar y recibir placer.
Otra que se suma a esta avanzada que pretende difuminar las fronteras excluyentes a la hora del disfrute es Violet Blue –a no confundir con su homónima, la popular actriz porno–, una joven educadora sexual y best-seller en las librerías de Estados Unidos –sus dos libros más vendidos versan sobre sexo oral–. “Veo una nueva tecnología e inmediatamente trato de imaginarme cómo puedo usarla para el sexo”, confiesa.
Cuando ingresó al mundo online, hace casi diez años, percibió que el sexo virtual aún era un puñado de promesas. “Nuestras fantasías aventajaban la banda ancha, el software y hardware disponible”, asegura. “Yo quería un dildo teledirigido. Un encuentro sexual que incluyera algún tipo de juguete controlado online por un/a compañero/a mediante una interfaz web.”
Según Blue, en la actualidad sólo existen un par de compañías que venden juguetes sexuales que se conectan vía USB para poder ser usados a través de Internet. “Estas compañías son tan codiciosas que han patentado todas sus mercancías y fuerzan a los/as usuarios/as a registrarse en sitios privados para usar sus productos”, se queja y propone democratizar el conocimiento también para el placer. Es decir: “Hackear el software y abrir el código de los programas”, que es lo que viene haciendo ella desde hace algún tiempo. La idea, plantea Blue, es investigar lo que hay y remixarlo con el fin de armar un nuevo menú para incrementar la diversión sexual online.
Mara Poulsen es una de las gamers que aparece en She is such a geek! Especialista en idear fantasías virtuales, como la mayoría de sus colegas, creció jugando con las consolas de Nintendo y Sega, y su fanatismo por los videojuegos le proporcionó, además de placer, el sustento.
Una de sus primeras grandes frustraciones en la industria del entertainment digital tuvo lugar cuando la heroína que estaba diseñando para un videojuego, una especie Juana de Arco, fue desprovista de su gallarda armadura y vestida con una especie de bikini. Poulsen no entendía por qué la chica que iba a salir al campo de batalla a pelear con los muchachos malos tenía que estar luciendo una ropa mínima que dejaba expuesta la mayor parte de sus órganos vitales. “Lo que realmente me irrita es esta noción de las mujeres como una especie del espacio exterior, a la que es necesario licuarle el cerebro e inyectarlo en sus pechos con el objetivo de hacerla más interesante”, protesta.
Para la escritora transgénero Charlie Anders, el tamaño que sus pechos puedan adquirir gracias al tratamiento hormonal que recibe seguramente agreguen poco a la condición femenina que eligió. En ella –que escribió The lazzy crossdreser, un manifiesto feminista para mujeres transgénero–, el proceso de hacerse mujer y nerd fue casi simultáneo, “las dos transiciones han permanecido inseparables para mí”. Anders, una periodista súper especializada en temas económicos del sector sanitario –escribe habitualmente en The San Francisco Bay Guardian, The Wall Street Journal, Publishers Weekly y New York Press–, considera que ser nerd implica cierta pasión por hurgar, investigar y no aceptar los modelos totalitarios que explican a fuerza de constreñir la complejidad de la realidad, “es un estado revolucionario por estos días”, afirma en su ensayo, consciente de que la cultura política actual de su país no deja demasiado espacio para desplegar este tipo de inteligencia.
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