1° DE MAYO
Una telefónica cuenta las dificultades de las mujeres para llegar a un sindicato, una enfermera denuncia la persecución que sufre desde que se convirtió en subdelegada general y dos jóvenes relatan el maltrato y la lucha alternativa de las nuevas trabajadoras precarizadas de los call centers.
› Por Luciana Peker
Mara Colcen (24 años) es estudiante de sociología en la UBA, trabaja en el call center Atento de Telefónica y participó del libro ¿Quién habla? Lucha contra la esclavitud del alma. Raquel González (25 años) es estudiante de periodismo de la Universidad de La Plata, trabajó durante un año y medio en Teleperformance y sigue participando en el colectivo de trabajadores Teleperforados.
–Sos una sudaca de mierda que viene a invadir mi país.
Le dijo un español a Raquel González que atendía las llamadas de pedidos de bajas de la empresa Vodafone (una de las más grandes compañías de celulares de Europa) desde La Plata. Pero ella (que tenía que decir que estaba en Madrid) tenía indicaciones de sonreír aunque su sonrisa no se viera por los auriculares de la vincha fetiche de las teleoperadoras. “El cliente llega muy enojado después de ser paseado durante media hora. Una tiene que tratar de calmarlo, de mantener la sonrisa telefónica, de que ande el sistema que siempre se cae, de que la llamada dure sólo tres minutos porque si no perdés el premio (que es el 40 por ciento de un sueldo que va de los $500 básicos a $900 si las comunicaciones no exceden los 210 segundos) y de que no deje la compañía”, describe Raquel parte del manual de imposibles de los que atienden YA.
Detrás de esas voces que atienden una llamada cuando alguien quiere dejar de pagar, reclamar o consultar hay chicas que se desmayan, tienen sus cajitas con medicamentos y permanentemente sufren dolores corporales. A esas voces se las conquista con las frases “mandá tu currículum y conseguís el trabajo, podés estudiar y el ambiente laboral es de amistad” y se los despide sin telegrama sino a pura presión y malestar. “Yo empecé a tener vértigo, todo me daba vueltas. No salía de casa si en la mochila no tenía Benadryl o Anaflex pero no alcanzaba. Un día me paré porque me dolía el cuerpo mientras le decía a un cliente ‘quédese con nosotros’. Logré que el cliente no se fuera de la compañía pero me pusieron en penitencia en una cola que recibe más llamados sólo por hablar parada. Por eso me fui, pero sigo luchando en el colectivo de trabajadores Teleperforados. No es una cuestión personal. Hay que visibilizar que el desempleo bajó a partir de estos trabajos precarios que son una mentira que te roba el alma”, enfatiza Raquel.
Mara Colcen Di Marzo tiene 24 años y un nombre que no es Mara Colcen Di Marzo (el nombre que eligió para esta nota) porque sigue trabajando en el mismo call center desde hace tres años. Tres años es una exageración en estos empleos creados para expulsar y reemplazar. Pero Mara sigue en su puesto no sólo por necesidad (con ese sueldo puede terminar la carrera de sociología en la UBA), sino también por convicción. “No voy a dar el brazo a torcer”, dice ella que tiene un brazo, justamente, con tendinitis por los efectos colaterales del exceso de mouse e infraestructura precaria. Mara es una de las autoras del libro ¿Quién habla? Lucha contra la esclavitud del alma, editado por Tinta Limón (que se puede bajar en Internet de www.lavaca.org y www.teleperforados.com.ar) y una de las participantes del conflicto gremial en la empresa Atento de Telefónica (que atiende llamadas de distintas compañías) en el que se reclamaba reconocer a los operadores como trabajadores telefónicos (por la historia del oficio, condiciones laborales y sueldos de ese sector) y desconocerse como empleados de comercio (una afiliación que precariza más su contrato laboral). Esa lucha gremial empezó el 8 de marzo del 2004 –incluyó huelgas, asambleas, tomas y otras medias– y todavía no terminó. “Para mí quedarme es una forma de resistencia”, explica Mara. No es raro sino habitual, que sean mujeres, como Mara y Raquel, las “holasusana” precarizadas. “El sentido común dice que la mujer es amable, servicial, simpática y aguanta que le griten y los pocos hombres que hay, en su mayoría, son gays”, dice Raquel, que desafía el molde de muñeca telefónica. Para que Made in Argentina no sea una marca de explotación –sudaca– garantizada.
El lunes 30 de abril se realizará una caravana de escarches de pasantes, mensajeros, encuestadores, teleoperadores, deliveries, cadetes y telemarketers, organizada por la Coordinadora de Trabajadores Precarizados, que saldrá de Av. de Mayo y Perú a las 17.
Florencia Ieno (32 años, soltera) es licenciada en Enfermería y trabaja en la sala de terapia intensiva del Hospital Británico. Es subdelegada general del Hospital Británico, denuncia que no cobra su sueldo íntegro desde que fue elegida hace diez meses y que está enjuiciada por la empresa para quitarle sus fueros gremiales.
Aunque la comparación sea tan televisiva como los tiempos que corren, cualquiera que haya visto “ER Emergencias” (o que haya pasado por la espera en una sala en donde todo lo que queda es esperar) puede imaginar que el trabajo en terapia intensiva no puede llevar ocho horas sin consumir a quien pulsa el territorio en donde la vida y la muerte juegan la última pulseada. Florencia dice que, hace seis años, cuando empezó a trabajar en terapia intensiva ya se trabajaba mal –ocho horas–, pero se cobraba bien. Ahora, se cobra mal (una enfermera que empieza gana 1070 y otra con antigüedad puede llegar a 1700 pesos) y recién a fin de año se logró el tope de siete horas laborales. “Y esto en un hospital que cobra una cuota a los usuarios y dice que los aumentos son para subir los salarios”, remarca. A pesar de que Florencia Iena trabaja en una institución privada ella señala que cada vez las condiciones son peores, con menos trabajadores, poca infraestructura y más tareas. Pero que la enfermedad no está sólo del otro lado del mostrador. “Cada vez hay más casos de depresión, estrés y ataques de pánico entre administrativos, peones y enfermeros por la sobrecarga laboral”, se preocupa Florencia. Que siempre se preocupó por ir a las asambleas. Pero nunca había militado en política, sino que su identidad se centraba en ser cristiana evangélica. “Creo en la búsqueda de lo justo, pero no es que oro, le pido a Dios y ya está, sino que una tiene que buscar el camino hacia la justicia”, propone. Por eso, convirtió su fe activa en compromiso. En junio del 2006 decidió postularse en la Lista Naranja, junto con Edgardo Tyntenfisz, para conducir la comisión interna del Hospital Británico. Y ganó. O es un decir.
A partir de ahí, según denuncia, nunca más volvió a cobrar su sueldo entero. “El primer mes me descontaron 150 pesos por no trabajar las horas en las que yo estaba reunida con el mismo jefe de Recursos humanos que después me descontaba el sueldo. En realidad, en el hospital históricamente los delegados se dedicaron a hacer sólo su tarea gremial. El tema es que no hacían nada y cuando nosotros empezamos a repartir volantes y hablar con los trabajadores empezó la persecución gremial a través de las excusas de las inasistencias. La discriminación contra esta conducción es clara en comparación con otras gestiones, y tampoco somos defendidos por el gremio”, critica. Y confiesa: “Este tiempo me sostuve a través de algunas colectas y del cuidado privado a un paciente. Pero tengo muchas deudas y si bien mi papá (Rubén Darío) me apoyó, mi mamá (Mabel) trabaja en un taller de costura y yo tengo que ayudarla. Por eso, esto me generó mucho conflicto a nivel familiar. Ella me decía ‘Estás loca’ o ‘¿Qué estas haciendo con tu vida?’, hasta que comprendió que para mí en este conflicto se juega el derecho a la libertad sindical”. “Mis compañeros me dicen: ‘Qué ovarios que tenés’, yo no me bancaría lo que vos te bancás’. Pero ellos se bancan problemas psicológicos o ataques de pánico por la sobrecarga laboral. La empresa quiere aleccionar al resto de los trabajadores para que no se organicen. Pero yo voy a seguir en la lucha.”
Mónica Ingravidi (48 años, separada, cuatro hijos) es despachadora de averías de Telefónica de Argentina, delegada gremial y secretaria de Género e Igualdad de Oportunidades de la CTA bonaerense.
–¿De qué trabaja tu mamá?
–De despachadora de averías.
El oficio suena raro y, sin embargo, Mónica Ingravidi lo es. Ser despachadora de averías es trabajar en la parte técnica de la reparación de abonados de Telefónica de Argentina. Pero Mónica sabe lo que es trabajar en telefonía desde que ENTel era acusado de elefante y las privatizaciones iban a terminar con el monopolio y los abusos de los servicios públicos. Mónica tiene cuarenta y ocho años y es despachadora de averías hace veintidós y desde la mitad (once) que está divorciada y sabe lo que es trabajar y organizar sola una casa. “Somos nosotras quienes seguimos cumpliendo todos los quehaceres domésticos, nos encargamos de los chicos, de los gatos y de todo lo que hay alrededor”, abarca Mónica. Y cuando Mónica habla de chicos, habla en un plural en serio: ella tiene cuatro hijos, dos varones (Jonathan, de 27 y Julián, de 14) y dos mujeres (Tamara, de 23 y Constanza, de 18), como si su propio cuerpo hubiera buscado la equidad que ahora busca como secretaria de Género e Igualdad de Oportunidades de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) en la provincia de Buenos Aires.
Ella quiere arreglar algo más que las averías de los teléfonos. Por eso, es delegada de Foetra sindicato Buenos Aires. Pero para poder dedicarse a la lucha gremial tuvo que esperar a poder despegarse de su rol de mamá. “Si bien siempre fui activista gremial, hace cuatro años que soy delegada y esto tiene que ver con la libertad que empecé a tener cuando mis hijos/as comenzaron a crecer.” Mónica sabe por experiencia propia que la igualdad de oportunidades todavía es un camino y no una realidad y, también sabe, por su propia historia, que la opresión laboral siempre fue una piedra interpuesta en el camino de la libertad. “El camino para ser
delegada tiene que ver con mi historia personal. Mi padre, José, falleció a los treinta y ocho años por trabajar en condiciones insalubres en una imprenta. En ese momento, mi madre, Luisa, una mujer que solo conocía el ámbito privado, tuvo que empezar a trabajar en un taller de costura y soportar la hostilidad de una sociedad que, por un lado, fomentaba la maternidad, y por el otro ofrecía condiciones precarias de trabajo a las mujeres que tenían hijos”, relata.
La injusticia ya tiene generaciones que pueden contarla. Sin embargo, no está ni en la agenda, ni en la tapa de los diarios (como en España, por ejemplo, donde se dispuso por ley que las empresas fomenten a las mujeres a ocupar puestos de poder) y sigue siendo una excepción. “Llegué a ser delegada porque mis compañeros (soy la única mujer en un edificio con cuarenta varones) creyeron que podía defender sus derechos, acompañarlos y contenerlos y porque vieron que tenía fuerza y estaba dispuesta a luchar contra la injusticia”, enumera Mónica. “Todavía hay tan pocas gremialistas porque la sociedad delimitó que esto es cosa de hombres. Pero, además, nuestro propio desempeño en el trabajo, en el hogar y en la actividad gremial implican el costo de una tercera jornada que no todas están dispuestas a pagar.”
Sin embargo, si no fuera por las Mónicas gremialistas –que poco se escuchan– nadie hablaría de las deudas pendientes. “El trabajo precarizado, la mano de obra barata, las jornadas extensivas de trabajo, el acoso laboral y sexual, las amenazas a la representación gremial. Es cierto que el trabajo nos da la posibilidad de proyectarnos, pero nos tenemos que preguntar qué tipo de trabajos queremos para todas”, nombra en voz alta, con la misma voz con que reclama un aumento del 25 por ciento. Y busca arreglar la avería de la desigualdad en su trabajo, que es mucho más que un trabajo como telefónica, delegada y secretaria de género. “Las dificultades para articular maternidad y trabajo hacen que nos sea doblemente costoso llegar a puestos de poder porque todavía no se reparten las tareas de la crianza de los hijos/as y los quehaceres domésticos para que las mujeres nos desempeñemos con más libertad en el ámbito público”. Lo dice Mónica, que hace veintidós años es despachadora de averías y tuvo que esperar a que sus hijos crecieran para dejar de delegar la defensa de la igualdad y ser delegada de sus derechos. Lo dice Mónica, que tiene un oficio raro. Pero está para arreglar lo que no se escucha. Algunos la llaman despachadora de averías.
Sí: 68%
No: 31%
No sabe: 1%
Fuente: Encuesta sobre 1600 casos de mujeres (de 18 a 69 años) del area metropolitana de Buenos Aires, Gran Cordoba y Gran Rosario, realizada por el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género, entre marzo y abril del 2006.
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