NOTA DE TAPA
Concha, conchita, zorra, cotorra o almeja del lado soez; vagina, del lado de la falsa corrección anatómica; lo cierto es que para la vulva no hay palabra que quede cómoda y por tanto ella, que tiene labios mayores y menores, infinidad de terminales nerviosas que convocan al placer en el clítoris y otras tantas glándulas y conductos; ella se queda muda.
› Por Liliana Viola
“Palabra desagradable utilizada para referirse a algo desagradable.” Así definía en 1785 el Diccionario de términos vulgares británicos la palabra cunt (un posible equivalente de coño, para España y concha, para la Argentina). Con tal entrada, por otro lado, dejaba testimonio de que esta “parte íntima”, “lo de abajo”, tampoco en el siglo XVIII poseía nombre pronunciable. Menos aún, no merecía tenerlo. No cayó mejor suerte sobre el Monte de Venus durante el victoriano siglo XIX, y a pesar de las batallas ganadas por las feministas en el XX, probada la existencia de la sexualidad femenina —y de la mujer misma— “aquello” siguió sin nombre, atascado entre la imprecisión y el error. Si no es por obscena es por imprecisa, si no es por pueril es por excesivamente médica, cada opción disponible resulta descartada de inmediato, mientras el objeto sin bautismo incita a no mirar, a desviar la vista.
“Eso que está ahí”, por lo tanto, resiste sin nombre ni forma, y tal vez por eso se adapta tan sumiso a los pronombres demostrativos o pide prestado un apodo entre lo que encuentre cerca —”la colita de adelante” figura entre las opciones más surrealistas. “Mariposa”, “florcita”, “tesoro” propone una sexualidad de cuento de hadas. “La cotorrita”, “la almeja”, “la zorra” y “la araña”, una fábula moral donde siempre habrá tramposos y vencidos.
Tal vez esta mirada estrábica es lo que dio cabida, en un acto de arrojo, a que de pronto últimamente se decidiera llamar “vagina” a lo que no lo es. La afirmación de que “los niños tienen pene, las niñas tienen vagina” vigente en los más progresistas manuales de educación sexual es un avance respecto del discurso de la vieja guardia que dotaba a los niños con un miembro y definía a las niñas por la ausencia de él: “Los niños tienen pene, las niñas no”. Pero es difícil discernir con qué criterio se determina ahora que la vagina es la característica definitoria de los genitales femeninos, más allá del reconocimiento de su papel importantísimo en la reproducción. Y con qué criterio la zona visible, externa, punto clave de concentraciones nerviosas o placer femenino, marca corporal distintiva, debe estar subsumida en el nombre de otro órgano.
Hace pocos años el asunto de chercher la palabra no era un problema. La tradición que madres a hijas transmitían sobre el propio cuerpo, estaba signada por la elipsis. El problema se presenta ahora cuando madres y padres se disponen a dotar de herramientas a las nuevas generaciones para hacerles más coherente el tránsito por una sexualidad no sexista, atenta y respetuosa de las diferencias, que se oponga con mismo énfasis a la irresponsabilidad y al dolor.
“Mientras queden mujeres en el mundo a las que se les mutile los labios de la vulva o se les extirpe el clítoris, no me digan que el feminismo es un movimiento superado”, declaró Susan Sontag hace pocos años. Y si bien es cierto que por estos lares no hay registros de tales aberraciones, la palabra esquiva constituye también una forma de mutilación que llevan a cabo los hombres y las mujeres, iguales y hermanados por el mismo uso del idioma.
Mientras tanto, es cierto que bajo este espeso silencio, desde el latín antiguo llega una palabra que consigue sobrevivir a los desdenes, y mantenerse intacta, idéntica —tal vez por su escaso uso— en una importante cantidad de lenguas. Porque curiosamente, en inglés, italiano, español, portugués, alemán, y apenas por una letra también en francés, vulva se dice —o se calla— con la misma palabra: vulva.
En la Antigüedad el término apuntaba al bulto de los genitales femeninos incluido el útero, pero con la intervención de los estudios médicos y anatómicos hace rato que la palabra quedó reservada para el conjunto que está a la vista (clítoris, prepucio, labios mayores y menores, uretra, glándulas de Bartholin, orifico de la vagina).
La mediática psicoanalista Harriet Lerner advertía hace unos 30 años ya en su libro The Dance of Fear, que el fracaso en nombrar correctamente los genitales externos femeninos contribuye a crear vergüenza y confusión sobre la sexualidad. Una calificación errónea puede ser un determinante —y no una consecuencia— para la envidia del pene y las inhibiciones de aprendizaje en las mujeres. Desde la década del ‘70, se recomienda a las púberes el uso del espejo como emblema de conocimiento y libertad. Pero el hecho de que dicha exploración no pueda estar fijada por el lenguaje que nombre lo que se ve, no aquieta la ansiedad y suma desconcierto. Porque, de acuerdo con nuestro modo de relacionarnos con las verdades, lo que no se nombra no existe y aunque esté a la vista, no se ve.
¿Cómo es posible que haya sido finalmente la vagina, cavernosa interioridad carente de labios, la que consiguió llamar la atención con sus monólogos en las salas teatrales del mundo occidental? ¿Cómo es posible que aquella otra, “soto que atrae, umbría de vello casi en llamas/ granada que has rasgado de plenitud su boca/ trémula zarzamora suavemente dentada” donde vivía arrojado el poeta Miguel Hernández, no sea capaz de hacerse oír?
Víctima de vulgarizaciones y reduccionismos moralizantes, acusada de dentada primero y de insensible después, es loable que la vagina haya encontrado en la autora inglesa, Eve Ensler, una portavoz. El problema es que esta autora usa la misma palabra para referirse a cosas diferentes. Como dice la trabajadora social Emily Kofron, “dudo mucho de que los hombres toleraran una supuesta celebración de sus derechos y de su sexualidad que basara su discurso en un texto que confunde el escroto o los testículos, con el pene. ¿Tan acostumbradas a la subordinación estamos las mujeres que nos lanzamos patéticas a agradecer un reconocimiento de nuestra genitalidad sin importar cuántos errores contenga?”
Sin elementos suficientes como para formular hipótesis sobre cuáles son las razones que llevan a esta confusión, y qué impulsa a elegir una palabra en desmedro de la otra, resta anotar que desde hace ya unos cuantos años son muchos los intentos desde diversas artes y sectores, de hacer circular “aquella palabra agradable capaz de referirse a algo agradable”.
Sin ir más lejos, por ejemplo, en el mismo año (1998) en que triunfaba en los teatros de Londres Monólogos de la vagina, debutaba en el off-Broadway, una obra teatral llamada Vulva Morphia con similares intenciones aunque un poco más precisa. El personaje central iba descubriendo su lugar en el mundo a medida que avanzaba en sus lecturas. “Vulva” lee primero un manual de biología donde descubre que una amalgama de proteínas y hormonas gobierna sus deseos, de allí pasa a los estudios de Masters & Johnson con quienes se entera de que los orgasmos vaginales no eran tales y que todo el secreto está en su propio clítoris. No sin orgullo se interna en los escritos de Lacan y Baudrillard donde termina por admitir que al fin y al cabo ella no es otra cosa que un signo, marca de la ausencia. Con un pene en la mano para seguir tomando nota de sus lecturas, decodifica el feminismo constructivista y se deprime definitivamente al advertir que sus sensaciones más salvajes y también sus temores han sido forjados por preceptos patriarcales, imposiciones y condicionamientos. La autora de esta obra hace unos años convirtió este experimento estético y teórico en un libro con la participación de artistas plásticos y fotógrafos.
Por otro lado, la página web 3dvulva.com ha sido diseñada con la intención de colaborar con hombres y mujeres para que puedan visualizar y comprender mejor el aparato sexual y reproductor femenino. Teniendo en cuenta que las imágenes anatómicas tradicionales están en 2D, esta propuesta didáctica aporta una ventaja, los dibujos son tan esquemáticos y por lo tanto tramposos como los clásicos y reiterados en todos los manuales, pero los autores hacen una salvedad que si no los redime al menos los disculpa: “Existe una enorme diversidad de tamaño y formas de los órganos femeninos. Estas imágenes no dan cuenta de ello ya que para eso necesitaríamos tomar a cada una de las mujeres del planeta como modelo”.
Hace poco se editó el libro A New View of A Woman’s Body que rinde homenaje a los 25 años transcurridos desde los pioneros Bodysex workshops que enseñaban a las mujeres a reconocer las diferencias de forma, tamaño y textura de sus “partes íntimas”. Este libro es una larga sesión fotográfica a la que se han prestado numerosas mujeres de diversos puntos del planeta y entre 25 y 68 años para dejar en evidencia la tremenda variedad de “aquello”...
Si bien el cuerpo femenino está más acostumbrado a los desnudos —salvo en la pornografía, el hombre cuando no tiene ropa tiende a mostrarse de espaldas—, los genitales masculinos han recibido mayor atención por parte de los discursos científicos y de divulgación. La Real Academia Española fomenta la tendencia cuando en su definición relega el término a la categoría de una mera antesala o envoltura: “Vulva: partes que rodean y constituyen la abertura externa de la vagina”.
¿Nada más? ¡Atención! Porque es justamente aquí donde reside una de las más incomprensible y mansamente aceptada justificación del silencio: los genitales del varón son externos y por eso se conocen bien mientras que los de ella son internos. No pensaba lo mismo Rabelais que movido por el odio hablaba del “terrible animal, con movimientos de sofocación, precipitación, contracción y agitación”. No piensa lo mismo una niña con menos de tres años cuando sin necesidad de espejo advierte lo que tiene entre las piernas y pregunta por el nombre. Una de las cuestiones más inquietantes en la pubertad de las mujeres es el crecimiento del vello. Y no es posible afirmar de cara al asunto que estemos hablando de algo confuso y con partes escondidas cuando todo está afuera y abierto a la inspección.
¿Ha sido la mirada o la intención de la mirada lo que llevó a concluir que esta masa de músculos, secreciones, latidos, no constituyen algo visible?
Yendo hacia atrás y hacia el oriente, en el Kama Sutra las indicaciones dan como un hecho el asunto del tamaño de los genitales femeninos y masculinos y atendiendo a ello van sus consejos para sortear o sacar provecho de esto. Sin ir tan lejos, en sus Viajes por la América Meridional el etnógrafo Félix de Azara dejaba constancia de que los guaraníes varones “tenían pene de tamaño menor que el normal; pero, en cambio, la vulva de las mujeres era muy ancha y de labios abultados”.
Mientras tanto, hoy mismo advierten muchos cirujanos plásticos que muchas mujeres se acercan a sus consultorios con la intención de “corregir imperfecciones o anomalías vulvares” basando su disconformidad en los libros de anatomía que insisten, por ejemplo, en dibujar los labios mayores más grandes y más largos que los menores cuando en la vida real las proporciones varían y la coincidencia con los gráficos es pura ilusión.
Hay un refrán catalán: “La mar es posa bona si veu el cony d’una dona” (El mar aquieta las olas si ve el coño de una señora) y cuentan también que las mujeres solían exhibir ante el mar sus genitales cuando los maridos estaban por embarcar. Traía suerte.
Las investigaciones antropológicas sobre las antiguas deidades que personificaban a la vulva, de las que apenas quedan hoy una o dos imágenes y pocas referencias, dan cuenta de que la exhibición y por ende la visibilidad de estas partes tenía gran influencia en los asuntos cotidianos. En Madras, sur de la India, las mujeres detenían las tormentas abriendo las piernas y en la Polinesia asustaban a los dioses y espantaban a los demonios. De hecho hay registros de que uno de los ritos de los exorcismos consistía en sentar sobre el poseído una mujer con las piernas abiertas.
Ya en Occidente tanto Plutarco como Plinio dan cuenta de la importancia de esta parte femenina en varios episodios. Plutarco cuenta en El valor de las mujeres el episodio en que luego de una cruenta batalla, los persas regresan a sus casas vencidos y descorazonados. Pero en la retirada se enfrentan con sus propias mujeres que reunidas y en silencio exhiben sus genitales a sus maridos. Plutarco cuenta que los hombres regresan a la batalla y vuelven con la victoria.
La diosa griega Baubo tiene sus correlatos en otras deidades de la mitología hindú, egipcia, persa, japonesa. Es la diosa que “personifica” la vulva: impúdica y jocosa, siempre dispuesta a abrir las piernas, es la que hizo reír a la pobre Demeter cuando llora desconsolada y con ella se marchita el mundo entero, porque Hades le ha raptado a su virginal hija, Perséfone. Baubo hace lo que sabe hacer: se desnuda, le muestra lo que tiene entre las piernas, sorpresa, estigma del placer y de la fertilidad. La ve bailar, ridícula y feliz y es entonces que Demeter ríe y la tierra no muere.
El episodio y el nombre de la diosa exhibicionista ha sido borrado o por lo pronto minimizado en el afán monoteísta y púdico.
Ridícula y feliz, íntima y difícil de pronunciar, toda deidad, habrá que reconocer alguna vez, siempre encuentra la manera de llegar hasta el presente. La palabra sigue estando “aquí”.
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