Viernes, 18 de mayo de 2007 | Hoy
CINE
La pantalla ha dado poco lugar a las mujeres piratas, prefiriendo a las glamorosas novias de los filibusteros. Sin embargo, hubo unas cuantas chicas bucaneras a lo largo de los siglos y en todas las latitudes. El estreno de En el fin del mundo... recupera a esta clase de aventureras en el personaje de Elizabeth Swann.
Por Moira Soto
Prohibidas por los reglamentos piratas, educadas solo para ser esposas y madres sin voz ni voto, estigmatizadas por la leyenda de que traían mala suerte en la navegación, muchas mujeres se hicieron a la mar –a menudo travestidas por obvias razones– a lo largo de los siglos, desde el segundo milenio antes de Cristo, allá en Anatolia. Ya como marineras, esposas de marinos que no soportaban la separación o, sobre todo, piratas, estas mujeres atrevidas surcaron las aguas casi infinitas de los siete mares, dando pruebas en algunos casos de gran capacidad de adaptación a una vida inconfortable, de un coraje a prueba de cimitarras y disparos de pistolas, de firme poder de mando.
Desde Dido y Artemisia de Halicarnasus, en la Antigüedad, a las vikingas de los primeros siglos de la era cristiana –entre las cuales, las princesas Sela y Rusha–; desde la Marquesa de Fresne en el Mediterráneo, Anne Dieu-le-veut en el Caribe, Grace O’Malley en el Mediterráneo, las más conocidas Anne Bonny y Mary Read, también en el Caribe (todas ellas en los siglos de oro de la piratería, a veces consentida por los reyes, entre el XVI y el XVIII), hasta la tremenda Ching Shih que asoló el Mar de la China con sus escuadras de quinientos (¡500!) barcos, fascinando a Borges, que relató bellamente sus andanzas, la historia de las piratas, filibusteras o bucaneras todavía está por contarse en detalle, aunque en décadas recientes se les ha prestado más atención, tanto en la investigación como en la ficción literaria inspirada en la Historia. En contadas oportunidades tratada por el cine, que siempre prefirió las novias glamorosas de los piratas –hay que rebuscar un rato para encontrar una Anne of the Indies, 1951, de Jacques Touneur con Jean Peters, o La pirata (1995), de Renny Harlin con Geena Davis–, la mujer bucanera reaparece la semana próxima en la tercera entrega de la exitosísima saga Piratas del Caribe, en el capítulo En el fin del mundo, bajo los rasgos de la inglesa Keira Knightley como Elizabeth Swann, la hija del gobernador de Port Royal (lugar mítico de la cultura pirática) que se vuelve bucanera por amor (¿a Will Turner o a Jack Sparrow? Para cualquier chica o chico sería difícil decidir) pero también llevada por su espíritu rebelde y aventurero.
En el ameno y sorprendente libro Mujeres en el mar. Capitanas, corsarias, esposas y rameras (Colección Tierra incógnita de Editorial Edhasa, España. Se puede conseguir o encargar en librerías locales), el experto británico David Cordingly se explaya con lujo de pormenores sobre las distintas formas de las mujeres de relacionarse con el mar: marineras, balleneras, novias en cada puerto, cuidadoras de faros, esposas en buques de guerra y, desde luego, este estudioso cuenta la historia de algunas piratas de mosquetes tomar y disparar. En su abarcador trabajo, Cordingly no se olvida de mitos y prejuicios que han marcado a la mujer respecto del agua salobre: “Lo curioso de la superstición marinera (que sostiene que ellas traen desgracia a bordo) es que se contradice con la creencia universal de que el agua es el elemento femenino y que las mujeres ostentan poderes sobre el mar que se les niegan a los hombres. Esta creencia se remonta a la Antigua Grecia, y a tiempos aun anteriores”. Y da ejemplos: restos arqueológicos hallados en Cnosos indican que la Gran Diosa de los cretenses, además de simbolizar la fertilidad y regular la trayectoria del sol y las estrellas, protegía a los marineros en sus viajes. Y cuando los griegos adoptaron a la antigua diosa egipcia Isis, ésta se convirtió en deidad de los navegantes y los barcos de ese origen solían llevar su nombre. Para completarla, Plinio el Viejo, en su Historia Natural, dada a conocer en año 77, anotaba que los poderes atribuidos a las mujeres eran ilimitados: las granizadas, los remolinos e incluso los rayos pueden ahuyentarse si una mujer que está menstruando se desnuda. Lo propio sucede con las tormentas, en palabras de Plinio, y en el mar puede apaciguarse una tempestad con el mismo recurso, aunque la mujer de turno no menstrúe en ese momento... Cordingly deduce, no sin fundamento, que acaso la gran cantidad de mascarones de proa representando a mujeres con los pechos al aire marítimo se explique por el arraigo de estas creencias. El autor de Mujeres en el mar también se extiende sobre sirenas, ninfas, nereidas y otras criaturas legendarias del mar, pero ésa ya es materia de otra nota.
Aunque con frecuencia se usan como si fueran sinónimos las palabras pirata, bucanero, corsario, filibustero, no está de más aclarar que particularmente los corsarios son sapos de otro pozo: en realidad, estaban a cargo de las expediciones que perseguían a los piratas o a embarcaciones enemigas. Ladrones que actuaban de preferencia en el mar, los piratas podían saquear costas como opción laboral, lo mismo que los filibusteros (título dado a los piratas que en el siglo XVII coparon el Mar Caribe: holandeses, ingleses, franceses que capturaban naves españolas y portuguesas, con centro social y de operaciones en la Isla Tortuga) y los bucaneros (nombre derivado de boucaner, ahumar pescado o carne, alimento básico de estos aventureros), entrenados en asaltar embarcaciones españolas de ultramar en el XVII y XVIII. Como quedó dicho, parte de estos bucaneros y filibusteros eran chicas travestidas.
Entre las mujeres del siglo XVIII que izaron la bandera negra con la intimidatoria calavera, pero que no tuvieron ni pata de palo ni lorito ni parche en el ojo, descuellan la irlandesa Mary Read y la inglesa Anne Bonny, dos chicas de novela que hicieron valer su audacia en un entorno hostil y sumamente peligroso. Es que el juramento pirata no sólo las excluía de la tripulación, sino que dictaba pena de muerte para las que se infiltraran vestidas de varón. Muchas marineras y piratas de distinto rango se travestían para poder cumplir una irresistible vocación pero también para liberarse de la opresión a que estaban sometidas en general las mujeres. Por otra parte, es evidente que los pantalones y las camisas sueltas resultaban más prácticas para saltar al abordaje, realizar tareas en el barco o batirse con la espada.
Mary Read, según el relato del Capitán Charles Johnson que cita Cordingly en Mujeres en el mar, a los 13 se hartó de una vida servil e impulsada por su deseo de conocer mundo y su gran valentía, se marchó a Flandes donde –ataviada como varón– ingresó en un regimiento de infantería, estuvo en varias batallas, se enamoró de un apuesto soldado, se casó con él y ambos pusieron una casa de comidas. Pero resulta que el marido muere al poco tiempo y entonces Mary decide volver al traje masculino, se mete en otro regimiento y termina embarcándose rumbo a las Antillas. El barco es capturado por piratas ingleses y la audaz Mary se une a ellos, siempre de varón. Todos los historiadores coinciden en que la chica pronto se mostró tan decidida y feroz como el más fogueado de los piratas. En septiembre de 1710 salió un edicto del rey Jorge I de Inglaterra prometiendo indulto a todos los piratas que se rindieran determinado día. Mary optó por hacer uso de ese beneficio y enfiló hacia las Bahamas. En un refugio de piratas conoció a Anne Bonny y con ella realizó una entretenida travesía.
Casada muy joven con un marinero pobre y repudiada por su familia, Anne había marchado con su marido a las Bahamas en busca de nuevas oportunidades. Las encontró en la persona de John “Calico” Rackham, pirata de temible prontuario y colorido atuendo. Anne dejó a su esposo legítimo y se fue con el bucanero, quedó embarazada, tuvo a un hijo que dejó en manos seguras en Cuba y volvió a la mar, trajeada de varón. Fue en esas fechas que conoció a Mary Read, también vestida con ropas masculinas. Las dos se hacían pasar por tipos, y Anne se calentó con Mary –según cuenta reiteradamente la leyenda– que, a su vez entusiasmada con el bonito mozo, le hizo saber que ella era mujer, pero se decepcionó cuando se enteró de que Anne era una congénere. Pasado el primer momento de disgusto, todo parece indicar que Mary pensó que había que probarlo todo en esta vida, y ambas mujeres mantuvieron un breve y apasionado romance.
En su estupenda Fanny –las memorias de Fanny Hill reescritas desde un enfoque feminista y con exquisita erudición–, Erica Jong imagina a su protagonista convertida en pirata y reencontrándose con un antiguo amante, Horacio, del mismo gremio, y juntan sus huestes. Entre bucaneros que toman mucho ron y lanzan fuertes imprecaciones, Fanny consigue integrar a las mujeres al juramento pirata mediante un simple razonamiento (“si vosotros seguís apartándonos de vuestras vidas ¿cómo haréis para reponer la tripulación?”) y también mencionando precisamente a Mary Read y Anne Bonny, “más valientes que la mayoría de los hombres, el azote de las Bahamas”. Fanny ha aprendido a usar la espada, los garfios de abordaje y las hachas, a trepar al mástil así como a izar y recoger las velas, a virar y a hacer guardia, pero lo que más le gusta es gobernar la nave, plantada frente al timón, sintiéndose una reina pirata que pilotea su destino, conocedora del tiempo, las nubes y el viento.
Quiere el azar –es decir, Erica Jong– que Fanny se tope con una fragata comandada por la mismísima Anne Bonny, sobreviviente de una condena a ahorcamiento (de la que no zafó en la vida real su amante Rackham) de la que se salvó por estar embarazada. Anne, que navega con sus dos hijos, les cuenta su historia de hija bastarda, la construcción de su embarcación siguiendo el diseño de la del célebre capitán Kidd, su romance con Mary Read (“Rackham dejó de tener celos cuando vio que el supuesto Mark era una bucanera, el muy necio, pues he gozado más haciendo el amor con Mary que con ningún otro pirata que haya recorrido el Caribe”). Anne se preocupa cuando Fanny le cuenta del secuestro de su hijita Belinda, que seguramente está en el Cassandra. Anne le informa que ese navío va hacia Charlestown. “Alabada sea la Diosa”, reza emocionada Fanny. “Siempre ayudo a una hermana pirata en apuros”, proclama la reina pelirroja de los filibusteros. Efectivamente, Anne le procura a Fanny los mapas necesarios y parte escoltada por doce piratas. Así es que la madre puede recuperar a su hija luego de alcanzar el Cassandra, y ya de regreso en su barco, se encuentra con la tripulación atada en la bodega mientras que el tesoro de metales y piedras preciosas se ha esfumado. Anne Bonny, una vez más, ha hecho honor a su fama.
Aunque en un principio el proyecto era hacer Mistress of the Seas, un film inspirado en la biografía de Anne Bonny que iba a dirigir Paul Verhoeven, Geena Davis terminó protagonizando en 1995 Cutthroat Island (La pirata), conducida y producida por su entonces marido Renny Harlin, un tipo empeñado en que la actriz encarnara roles activos y violentos que no fueron otra cosa que copia rutinaria de ciertos roles masculinos del cine. Pese al despliegue de producción, La pirata –historia de ficción sobre una mujer que hereda un barco pirata y el mapa de un tesoro de su padre–- fue un fiasco en todo sentido.
Mientras que Anne Bonny sigue esperando una producción cinematográfica a su altura –ya apareció en piezas teatrales–, Elizabeth Swann, la coprotagonista de la saga Piratas del Caribe, sigue sumando puntos en su carrera de chica bucanera, interpretada por Keira Knightley, junto al delirante Johnny Depp de peluca rizada, abalorios y abundante kohol en torno de los ojos, y el cada vez más lindo y desenvuelto Orlando Bloom. Desde el primer capítulo, la joven (22) actriz inglesa, de boquita ligeramente colagenada pero desafiantemente exigua de pecho, ya ha hecho varios papeles de chica que se sale del molde de la feminidad más rancia: después de dar vida a una guerrera Ginebra en El rey Arturo (2004), en Orgullo y prejuicio (2005) encarnó a la honesta y asertiva Lizzie Bennet. Signada por las ropas de época (si bien se actualizó en The Jacket y en Dominó, ambas de 2005), Keira K vuelve a las faldas fruncidas y largas hasta el suelo en Silk, producción de este año que adapta la muy leída novela de Alessandro Barico, y en Atonement, versión de la novela de Ian McEwan que critica a la alta sociedad inglesa de comienzos del siglo XX.
KK fue a desgano a la audición para el papel de Elizabeth en La maldición del Perla Negra, se calzó el corsé a pedido de Johnny Depp, estuvo –por supuesto– en El cofre de la muerte y ahora la veremos en Piratas del Caribe: en el fin del mundo, hecha toda una bucanera. La actriz se sintió muy cómoda en el papel: “Sí, me interesan las mujeres fuertes. En algunas entrevistas aparece mucho la pregunta sobre si mi principal sueño es casarme y tener hijos, lo que me parece bastante ofensivo. Me resulta extraordinario que en 2007 se haga una pregunta semejante a las mujeres, y no creo que se la formulen a un hombre. De todos modos, me gustan las mujeres que tienen garra. Adoro a las Juana de Arco del mundo”.
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