EXPERIENCIAS
Irma Othar tiene una vida intensa, de la que se apropia en cada relato. Siempre con cierto tono ejemplificador, didáctico, propio de quien ha dedicado sus desvelos a la militancia política. Antes de decidir por sí misma, ya había organizado el sindicato de empleadas domésticas, y eso es sólo el comienzo: Fidel, el Che, la Unión de Mujeres Argentinas son algunos de sus grandes amores.
› Por María Mansilla
Podría ser cualquier abuela del barrio de Remedios de Escalada. Porque Irma Othar tiene 82 años, la mesada de la cocina impoluta apenas salpicada por las milanesas recién hechas, un aparador modelo años 50 lleno de estatuitas y casi 20 platos que decoran una de las paredes de su living. Pero la diferencia con cualquier abuela de Remedios de Escalada no está sólo en el ímpetu con el que arenga a sus vecinas cuando se quejan por el precio de la verdura. La diferencia también la hacen los adornos que presentan como ningún currículum a esta mujer, hoy miembro de la Mesa Nacional del Movimiento de Solidaridad con Cuba y de la Central de Trabajadores de la Argentina. Ayer, fundadora de la Unión de Mujeres Argentinas (UMA), delegada del frigorífico La Negra, miembro de la Federación Sindical Mundial y de la Federación Democrática Internacional de Mujeres. Fue diputada nacional constituyente y le tocó ser voz cantante nada menos que del artículo 14 bis de la Constitución: el que pelea los derechos sociales. Desde su militancia en el Partido Comunista, siempre estuvo especialmente cerca de los derechos de las mujeres.
Uno de los platos de su pared tiene la cara del Che. Al prendedor negro con flores que engancha en su saco azul se lo regalaron en la entonces Rusia. Aquel tronquito es un recuerdo de su paso por un ex campo de concentración de la República Checa. Othar escribió 15 libros, algunos de ellos fueron transmitidos por la radio cubana. Conoció a Fidel Castro, al Che Guevara, a Nicolás Guillén, a Pablo Neruda, a Alfredo Palacios, a Alcira de la Peña, fundadora de la Liga Argentina y de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. También a Polina Guelman, voluntaria del Ejército Rojo. Irma Othar ya no pierde el tiempo rebozado milanesas; alguien las hace por ella. Cuando se queda en su casa, pasa el tiempo leyendo, sentada en la silla de caño del almohadón mullido y floreado. Espía libros, diarios y recortes, como ese que guarda la noticia que la indigna, la de la fortuna de Bill Gates. Irma vive sola, tiene dos hijos y estuvo casada dos veces, siempre con camaradas. Nunca, jura, pudo amar a alguien que no pensara como ella. Ni siquiera sucumbió ante el empresario que le mandaba flores. “¡Una orquídea a una obrera!”, pensaba mientras ratificaba su propia guerra fría.
Dicen que una (o uno) es de donde aprendió a caminar. Entonces, de Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, es Irma Othar. “Dejé la primaria en cuarto grado porque éramos muchos de familia, y empecé a trabajar en el servicio doméstico —cuenta—. En el interior, era natural que las chicas fueran sirvientas. No había industrias. Qué es lo que yo viví: resulta que los chicos de las patronas, con la sirvientita, sin pedir permiso, iban a hacer los primeros escarceos sexuales sin el peligro de agarrarse una enfermedad. Me pasó a mí, el hombre tendría 18 años y era hijo de chacareros. Yo dormía en la cocina, había un lugar, subiendo una escalera de madera, donde tenía mi cama. Una noche, a las 3 de la mañana, siento pasos. En lo oscuro, pensaba: ¿qué hago? Dije: ‘Si usted da un paso más en la escalera, le pego con este fierro que tengo en mi mesita de luz’. Hubo un silencio tan grande que se podía escuchar el caminar de una cucaracha. Al otro día quería agarrarlo porque yo jamás me achiqué. Pero se me escapaba. Entonces hablé con la hermana, que era maestra, y la hermana lo puso en vereda.”
La mamá de Irma era ama de casa. El padre, panadero. Y anarquista. Su historia pone en jaque la suposición de que el medio condiciona rotundamente el futuro. O quizá, más bien, confirma la regla. “Una hermana mía estaba casada con un comunista, y me dijeron por qué no organizaba el sindicato. A los 15 años, organicé el Sindicato del Servicio Doméstico. En esa época ya estaba la Unión Ferroviaria allá, que fue madre de sindicatos en la Argentina. Como no teníamos el domingo libre, escribí un petitorio: ‘Compañeras, Dios dijo que el séptimo día era para descansar. ¿Nosotras tenemos el domingo libre?’. ¡Mirá de qué me agarré para convencerlas! Al otro día, sacaron un comunicado en los diarios anunciando que se había formado el Sindicato de Servicio Doméstico, que nos daban el domingo libre y 100% de aumento de sueldo. Ahí empecé a tener una actividad política.”
Irma Othar entonces era —además de audaz y jovencita— la célula menos pensada: sirvienta... y mujer. Paradójicamente, nunca pasaba desapercibida. Esta vez, quien la vio moverse fue la dirigente comunista Alcira de la Peña, entonces obrera del tabaco. Le dijo que cómo iba a quedarse ahí, en el pueblo, con las condiciones que tenía. Le ofreció casa en Avellaneda y trabajo en el frigorífico La Negra. Irma le pidió permiso a su mamá, y se subió al tren. “Yo no decidía por mí. Vivía en un rancho de barro y paja.” Cuando llegó a Buenos Aires, todo salió bien: su anfitriona —otra afiliada al PC a quien Irma todavía no conocía– la esperaba sentada en la sala de señoritas con un diario bajo el brazo.
En el frigorífico La Negra, Irma se transformó en delegada. Claro: industrias como la textil y la de los alimentos daban empleo a muchísimas mujeres. Pero el acceso al trabajo también era sinónimo de discriminación salarial y desigualdad de condiciones. Incluso la participación sindical no era sencilla. Ese frigorífico, pese a pertenecer a la mayor rama exportadora del momento, no les daba ni guantes ni botas ni baños ni comedores limpios a las obreras que lavaban, cortaban y clasificaban la carne de los animales. Los reclamos de Irma –hechos en la cara de los empresarios y desde las páginas de los periódicos obreros femeninos– revirtieron la situación en La Negra. Unos años después, desde la UMA, participó en la creación de las sala-cuna, guarderías ubicadas dentro de las fábricas.
“Escribí quince libros para los chicos de 18 a 40 años que no conocen, no tienen padres que les expliquen como les pueda explicar yo esta historia. Recibo siempre muchas cartas. Recibí, por ejemplo, un mensaje de la Comisión de Cultura de Santa Fe, diciéndome que el libro ya estaba en la biblioteca. También me mandaron una carta desde Bélgica, agradeciéndome la valentía.”
–Sí. Es la primera vez en mi vida que recibo un reconocimiento del Estado, después de 75 años de lucha.
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