TENDENCIAS
La nueva película de la señal Disney, Jump in!, pone en escena el modo en que los mandatos de género se imponen a la hora de jugar o hacer deportes tanto para varones como para mujeres, aunque sobre las dificultades de los primeros cuando esquivan el boxeo o el fútbol poco se habla.
› Por Luciana Peker
Izzy salta a la soga y transpira. Mary salta a la soga y se apura. Izzy salta a la soga y entrena. Mary salta a la soga y practica. Izzy salta a la soga y resopla. Mary salta a la soga y vuela (o intenta que sus pies vuelen). Izzy salta a la soga y se esfuerza. Mary e Izzy saltan a la soga. Los dos saltan a la soga y, sin embargo, sus dos sogas parecen dividir mundos distintos. La soga que separa a Mary e Izzy es una metáfora literal de la frontera –más impuesta que electa– entre varones y mujeres a la hora de saltar, correr y divertirse. Mary e Izzy son los dos personajes de Jump in! la última película estrenada por la señal Disney Channel, en donde Izzy (Corbin Bleu) es un adolescente que practica box (porque su padre y su abuelo fueron campeones de boxeo) y Mary (Keke Palmer) es una adolescente que entrena para un concurso de Double Dutch (salto de doble soga), una práctica que en la Argentina no se conoce, pero que sería una mezcla de los clásicos juegos femeninos de saltar a la soga y al elástico más unos toques de hip hop, acrobacia y destreza.
El argumento es clásico: el papá de Izzy (David Reivers, padre real de Corbin Bleu) quiere que su hijo sea lo que él ya no puede ser e Izzy quiere ser otra cosa. Izzy acepta, se resigna, cumple con el mandato de los guantes bien puestos, triunfa y se tienta a probar otra cosa (a escondidas), se arrepiente, se vuelve a animar y, finalmente –perdices políticamente correctas mediante– su padre acepta lo que Izzy quiere ser. El temita es que lo que Izzy quiere ser es –para su papá, incluso para él y, lo más sustancial, para sus amigos– es un juego de niñas o, con el término despectivo que esto implica socialmente, de niñitas, que en castellano neutro se traduciría en boberías, en castellano criollo de pendejitas y; en plata, en la ausencia de sponsors, status, Gatorade corriéndote por el pecho o en el último destino de los boxeadores en Argentina: Gran Hermano o Bailando (refregándose) por un sueño.
En la película de Disney Izzy conoce el salto doble de soga cuando tiene que llevar a su hermanita más chica (Karin, de 8 años) a una exhibición en donde ve a Mary (hay amor, no hace falta decirlo) y se deslumbra con ella pero también con la velocidad y la dinámica de ese juego del que él se burlaba en la vereda de su barrio. Lo interesante es que el happy end de la película va más allá del mensaje de aceptar lo que cada uno quiere ser. Desde La sociedad de los poetas muertos en adelante, el cine infanto-juvenil –ahora no se sabe si los chicos son jóvenes o los adultos niños– viene bregando por sacarles a los adolescentes el estigma de “Mi hijo el doctor”, pero también “Mi hijo el beisbolista” o “Mi hijo el boxeador” (bueno sería que en la Argentina alguien se ocupara de las presiones paternas que sufren muchos pibes con la ansiedad de su padres por que les salga un Lionel Messi en la cancha).
La película avanza en desvestir al deseo que han asignado la soga a las niñas y el box a las niños. De hecho, también en Jump in! se ve a una chica boxeadora (en una imagen acertada ya que no es una mujer con un cuerpo tildado de machona, pero tampoco una rubia Barbie que puede hacer box porque su imagen es tan femenina que se le perdona, incluso, una práctica tradicionalmente masculina). La chica, primero, es burlada por Izzy hasta que ella lo descubre a él saltando entre las sogas. Ella lo encuentra bailando, investigando, creando, haciendo de su cuerpo un haz entre la elasticidad y la danza jaqueada por las sogas. Desde ese momento se vuelven cómplices. Ella avanza en el boxeo y con un amigo de Izzy (hay amor, no hace falta decirlo). Pero, justamente, en la relación (y reconversión) de Izzy con sus amigos está, tal vez, el mayor hallazgo del planteo del film.
¿Por qué? Porque en la película se muestra que un varón que quiere probar juegos que antes sólo estaban permitidos para el disfrute femenino (y, en este sentido, Jump in! es uno de los ejemplos más claros de que la igualdad da mayor libertad a las mujeres pero también –¡también!– a los varones) no va a contar, de entrada, al menos, con la aprobación de su padre. Sin embargo, hace tiempo que las rebeldías generacionales son aceptadas y que en el cine los nuevos padres de los nuevos hijos también son clásicos. Por eso, tal vez, una de las huellas más criticables es que otra vez en Jump in! (igual que en muchísimas películas para chicos) se recurre a la figura del padre viudo para que –desaparecida la figura de la madre– él pueda superar –obligadamente, por la ausencia femenina– los desafíos de la crianza de los hijos.
Más allá de ese lugar común (un llamado a la solidaridad: que el cine infantil vuelva a poner a las mamás en pantalla y los papás, como el de Herbie o Chicken Little, puedan progresar con ellas al lado) lo innovador es que Jump in! muestra cómo algunos prejuicios –qué deportes son masculinos y femeninos– no sólo se han trasladado de generación en generación, sino que también han crecido y el peso de los varones que se quieren salir de los moldes de género no es sólo por la mirada de sus padres, sino, especialmente, por la de sus pares: sus amigos. En este sentido –y aunque parezca sólo una furiosa moda teen– en High school musical (en la que también actuaba Corbin Bleu en el papel de Chad) ya había un muchacho que conquistaba a una chica cocinándole galletitas (¿quién dijo que sólo a los hombres se los conquista por el estómago?) y, especialmente, un adolescente atormentado entre (otra vez) su padre y sus amigos que querían que fuese basquetbolista y él que quería cantar y bailar con Ga-brie-la (dicho en yankee latino). Hay amor ¿hace falta decirlo?
En Jump in! las burlas a Izzy de parte de sus vecinos de Brooklyn, los afiches pegados en el colegio que lo tildan de mariquita (no hace falta la traducción al argentino neutro) y el desprecio de sus amigos muestran la herida que más duele. Para que Izzy, igual, decida bailar sobre las sogas es fundamental el apriete de la nueva amiga boxeadora que lo enfrenta, mientras él se empecina en pegarle a la bolsa de arena, “te tenés que enfrentar a las burlas” –un consejo realista que habla de cómo todavía no cambió tanto al mundo y son los y las adolescentes los que tienen que cambiar para seguir derribando muros– y que Izzy toma. Otro punto importante: además de encontrar el amor, Izzy también se hace de amigas y disfruta con ellas. La moraleja de él –después de volverse, claro, el mejor bailarín de salto en soga– es que “todos podemos hacer todo”.
En la Argentina, todavía no. En el fútbol se enseña a algo más que hacer jueguito y meter goles. Pablo Scharagrodsky, licenciado en Ciencias de la Educación y profesor en Educación Física (UNLP) y autor del libro Tras las huellas de la Educación Física escolar argentina. Cuerpo, género y pedagogía apunta: “Los niños, especialmente en el fútbol, aprenden a reafirmar su identidad masculina heterosexual como parte de un guión aceptado y naturalizado. El culto a una especie de insensibilidad o dureza y la homofobia son, en mayor o menor medida, productos buscados durante las prácticas deportivas. Al mismo tiempo, se juzgan como ‘desviados’ ciertos contactos corporales entre varones o se denigra con expresiones recurrentes como mariquita, cobarde, amanerado o puto al que no se comporta como un verdadero varón”. Los prejuicios atentan contra ellos. Y también contra ellas. “Si bien las cuestiones de clase social, de etnia, de profesión condicionan distintos escenarios; el consumo de las actividades físicas por parte de las mujeres es menor y, lo que es aún más importante, las actividades que realizan son consideradas por el imaginario social de menor valor e importancia o con fines más ligados a la estética o al pasatiempo”, subraya Scharagrodsky. Y, si no, fijémonos qué pasa en plena calle Corrientes (y Riobamba) donde un cartel anuncia fútbol femenino para chicas desde 4 años. Pero es sólo una fachada. Francisco Nardini, profesor de la escuela “Indias” corrige: “No, no vienen nenas. No es que no puedan aprender, pero no las mandan sus papás porque tienen prejuicios. En este país hay tanta idea sobre que el fútbol es cosa de hombres que yo tuve alumnas de 20 años que le tenían que ocultar a los padres que aprendían a jugar a la pelota”. También sobre Corrientes –en el Teatro Premier– el grupo de teatro Los Cazurros representan Diversión 07, una de las obras más ácidas y modernas para chicos. Sin embargo, ellos también admiten la vigencia de los mandatos tradicionales: “A lo largo de nuestro trabajo hemos hablado con miles de chicos y nos sigue sorprendiendo cuando a la salida los varones y las nenas te dicen: ‘Ustedes usan aritos: ¡son nenas!’. Este comentario nos hace pensar que si estos niños tienen esa opinión cómo podemos pretender que sus padres acepten que su hija juegue al fútbol o que su hija juegue a las muñecas”, razona el cazurro Pablo Herrero y Ernesto Sánchez, su compañero, advierte: “Ojo, porque esto puede poner en jaque hasta al padre más abierto”.
En la pantalla de Jump in! hay dos sogas. Las dos corren, vuelan, recorren el espacio hasta hacerse invisibles y mostrar las destrezas de los chicos y chicas que juegan en el aire, en el piso, entre las sogas que azuzan sus pies entre los tiempos que vuelan. Allí, las sogas pueden volverse camino y no frontera.
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