LIBROS
En su última investigación sobre la escuela y sus protagonistas, Silvia Duschatzky revisa el rol de las y los docentes en un espacio al que ella llama como de “intemperie social”. Desvalorizado su trabajo, con poco apoyo institucional y con un alumnado con demandas nuevas, es el desgaste de quienes se paran frente al aula lo que define esa falta de reparo.
› Por Veronica Gago
La escuela es percibida en los últimos tiempos como un espacio en crisis del que muchos desertan –en su mayoría alumnos– y otros tantos quisieran hacerlo –especialmente los docentes–. Silvia Duschatzky, licenciada en Ciencias de la Educación y docente de Flacso, desde hace años investiga ese territorio escolar que a la vez que persiste como central en el imaginario público, cada vez parece más devaluado como lugar de aprendizaje y formación masivo. Duschatzky publicó La escuela como frontera en 1999, le siguió Chicos en banda (junto a Cristina Corea) en 2002 y ahora acaba de salir a la luz su último trabajo: Maestros Errantes. Experimentaciones sociales a la intemperie (Paidós). La escuela –en este nuevo libro realizado a partir de investigaciones en La Matanza, Bajo Flores y Córdoba– es leída como un espacio de “intemperie social”, donde no está asegurada por vías institucionales ninguna función clásicamente asociada al régimen educativo. De hecho, en el libro mismo, la proliferación de lugares que toman protagonismo indican hasta qué punto la escuela ha dejado de ser una referencia privilegiada: el barrio, la esquina, las organizaciones de desocupados, la ranchada y la cárcel son lugares tan o más presentes que la escuela misma en la mapa cotidiano de cientos de jóvenes. Ante esa renovada cartografía, los y las docentes se mueven entre el desconcierto y la invención. Son errantes en el doble sentido de la palabra: porque permanentemente ensayan sin garantías contra el equívoco y porque ese ensayo exige un movimiento, un recorrido, casi una deriva a tientas. Emergen así exigencias cuasimilitantes para asumir lo que antaño fue un rol clásicamente pensado como la extensión pública de la “vocación” pedagógica y de crianza de las mujeres. Sin embargo, la investigación realizada por Duschatzky y sus colaboradore/as narra “el tipo peculiar de soledad” que acompaña a estas maestras y maestros que asumen la errancia como modo de estar en una escuela que ya no tiene sus límites tan definidos: la tarea docente actual –con exigencias cotidianas que sobrepasan cualquier idea tradicional de lo que significa enseñar– corre el riesgo de ser concebida como un “activismo aislado” mientras no tenga el reconocimiento social e institucional que valore los nuevos saberes y procedimientos que se ponen en juego. Otra cuestión no menor es el cansancio, incluso el agotamiento, que genera esta nueva función docente extendida y sin guión fijo. En diálogo con Las 12, Duschatzky y Cristina Ibalo –ex secretaria general de Suteba-La Matanza, ex directora de la escuela 105 de González Catán y participante de la investigación– relatan qué significa esta experiencia de docencia a la intemperie.
La sensación de cansancio está muy presente en el libro como malestar docente y, a la vez, parece ineludible la exigencia de que para estar en la escuela hoy se requiere cada vez una disponibilidad mayor y ya no alcanza con cumplir una función determinada. ¿Cómo se conjugan ambas cosas?
S. D.: –El problema es que la función es una ilusión. En todo caso, lo interesante es preguntarse cómo funcionar con los otros alrededor de alguna tarea, pero la función como aquello que da identidad y que no se contamina con la función del otro ya no existe. Si vos hoy te quedás pegado a una función de lo que debería ser el o la docente, lo que sentís es un resentimiento enorme porque además de que esa función no se despliega como se supone que debería, sufre una devaluación tremenda. Algo muy escuchado es: “Si yo tengo la función de enseñar, ¿por qué le tengo que dar de comer a los pibes?”. Ahora, si dar de comer es una de las cosas que aparecen como exigencia básica y te toca asumirla, es mejor que pienses cómo hacer de esa tarea algo más que una nutrición en el sentido fisiológico. Ahí se va creando la posibilidad de una nueva subjetividad capaz de convertir el comedor en algo más que un comedero.
C. I.: –En una época, entre los docentes hablábamos de la fatiga crónica. Creo que eso lo genera la imposibilidad de conectarse cotidianamente con lo que pasa. Se te vuelve crónica la desconexión y eso fatiga, te hace sentir permanentemente impotente. Creo que existe la posibilidad de explorar otras formas de vínculos con los chicos y los padres pero eso exige otro caudal de energía.
En el libro, a pesar de tratarse sobre maestra/os, padres, madres y alumna/os, los lugares que más se nombran no necesariamente tienen que ver con la escuela...
S. D.: –Tal vez exagero, pero diría que de la escuela tal como la conocimos hace unas décadas hoy sólo quedan espectros. Hay restos de escuela: lugares donde van pibes y pibas que se los nombra como alumnos, otras personas que se llaman docentes, y en algunos casos funcionan situaciones de aprendizaje. Es decir, hay ciertas capas, como sedimentos no desaparecidos, pero siempre se cuelan cosas que no pueden considerarse simplemente anecdóticas o excepcionales, sino que muestran el descascaramiento de la ilusión de una escuela organizada por funciones. Hace poco, el director de una escuela de alto nivel adquisitivo nos contaba que en su escuela –aun con todas las diferencias– pasan cosas como las que pasan en otras que son bien diferentes en su población, en sus condiciones, en sus recursos. Creo que hay algo de una perplejidad enorme cuando una maestra se queda petrificada porque un chico de ocho años le tiró una lapicera Parker. Claro, en este caso no son pibes que aspiran Poxi-ran, aunque sí que toman Ritalin, pero la reacción de la maestra es la misma: queda paralizada. Mi intuición es que en ciertas escuelas no existe ese pacto fundacional ciudadano de progreso, sino un pacto de ficción e ilusión: “Vamos a hacer de cuenta –padres, directores y maestros– que esto funciona y que esto es una escuela”. Y se mantiene porque muchas veces no hay recursos para soportar darte cuenta de que eso no es así. En cambio, otras escuelas no funcionan como Truman Show sino que el decorado está directamente derribado.
¿Hay, entonces, una exigencia militante hacia el rol docente actual?
C. I.: –La escuela todavía espera a ciertos alumnos, a ciertos padres pero esos alumnos y padres ideales ya no existen. Es como esperar una ilusión y desilusionarse cada vez. En mi experiencia, lo que pasó es aún más radical: si nosotras nos quedábamos esperando que vinieran los chicos a la escuela, directamente no venían. Tuvimos que ir a buscarlos y mostrarles que les proponíamos un modo de relación diferente, no expulsivo. Eso de ir a buscarlos es impensable para muchos. Pero varios alumnos que habían sido expulsados de nuestra escuela se quedaban en la vereda tirando piedras a las ventanas de las aulas o tomando cerveza en la esquina. Es evidente que nosotros no los invitábamos a nada y ellos nos lo hacían notar. Más bien los alejábamos. Tuvimos que inventar otros modos de estar con pibes y pibas que son muy complejos. Esa es una dimensión que se puede llamar militante si querés.
¿Se invirtió la relación docente y hoy los chicos y chicas enseñan a los adultos?
S. D.: –No diría que se invierte completamente la relación clásica, pero sí que la época actual da espacio a cierta paridad. A mí no me gusta hablar de enseñanza sino de aprendizaje. El maestro tendrá que estar atento a crear las condiciones para ese aprendizaje en el que está absolutamente involucrado porque si él no va aprendiendo y no pasa por esta sensación de invalidez de sus propios saberes ni siquiera puede dar lugar a condiciones de aprendizaje. Por ejemplo, como nos contaban en una escuela: los pibes venden shampoo trucho. ¿Qué hacés? ¿Te escandalizás porque estafan a la gente o reconoces todo el esfuerzo que implica encontrar algo de qué vivir? A mí me parece más interesante ver una disciplina propia, una sagacidad y una inteligencia puesta en ese emprendimiento de venta ambulante. Hay un régimen de sensibilidad y percepción que tienen hoy los chicos y jóvenes que es más liviano porque no están tan apegados a modelos familiares y laborales institucionales, que pasa por muchos matices, y si se tiene determinada porosidad se abre una relación posible.
En el libro, la idea de violencia con la que parte la investigación se va desarmando. ¿Por qué?
S. D.: –Constatar simplemente que hay violencia sólo te deja una opción: decir que no tendría que haberla. De ahí se deriva únicamente una lógica de la prevención: lo que hay que evitar. Nosotros tratamos de pensar, en cambio, la noción de aleatoriedad: la idea de que la existencia hoy se pone en juego todo el tiempo. Este modo de formularlo es más abierto, a modo de interrogación, para salir de la sensación de sentirse amenazado permanentemente. Violencia es un término tan indiscriminado que no se puede hacer nada contra él más que pensar en su eliminación. Además, en la violencia hay pérdida de sujeto, de vínculo posible. También es importante señalar que la violencia no es lo único que irrumpe en las aulas: los pibes no se están matando todo el tiempo, ése es un énfasis mediático. Pero cuando los chicos se pegan o se agreden me da la impresión de que es porque hay una gran adrenalina que no tiene dónde tomar forma. Y la violencia, de última, es una forma. No nos gustará, implica seguramente un padecimiento también para ellos, pero en algún punto si toma esa forma es porque no puede encontrar otra.
¿El concepto de intemperie sólo es pensable para ciertos sectores sociales?
S. D.: –No, es importante pensar los distintos tipos de intemperie. Una cosa es el desamparo de los chicos de sectores sociales medios y medio altos que están absolutamente vigilados y controlados por la medicación, por padres temerosos que los patalogizan, por los psicopedagogos y los psicólogos. Ahí hay un desamparo en el sentido de que hay algo de su deseo que no tiene lugar: están a la intemperie porque tienen pocos recursos para las relaciones sociales, porque afectivamente se sienten desamparados; por ejemplo, ellos explican por qué son sus niñeras las que van a la reunión de padres. Hay otros pibes, con los que nosotros hemos trabajado, que están en una intemperie literal pero paradójicamente pareciera que ahí se logran armar fraternidades más fuertes. En los barrios en los que hemos trabajado, que son de sectores bajos, parecen tener más recursos para armar lazos.
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