DEBATES
Que las mujeres no abundan en las ciencias duras no es novedad. Que a mediados de la adolescencia su rendimiento empieza a disminuir, aunque son mayoría en ciertas facultades y tienden a obtener promedios más altos que los varones, tampoco. Sin embargo, ¿cómo explicar por qué? Esa es una de las preguntas que ayuda a contestar la mexicana Araceli Mingo con su investigación ¿Quién mordió la manzana?
› Por Soledad Vallejos
“Algunos de los efectos más importantes de los regímenes de género son indirectos y difíciles de analizar, e involucran mecanismos que a primera vista no parecen estar relacionados con el sexo y el género.” No son grandes obstáculos sino “pequeñas molestias”, gestos leves que, en su persistencia, van logrando un “efecto acumulativo”: falta de reconocimiento, devaluación y hasta pérdida de la confianza. Ese planteo es uno de los puntos fuertes de ¿Quién mordió la manzana? Sexo, origen social y desempeño en la universidad (Ed. FCE), una investigación que tiene muchos más y excede largamente los planes confesados por Araceli Mingo, su autora: no sólo puede abordarse como un estudio sobre el funcionamiento de la UNAM sino como un pequeño manual para aprender a rastrear los resquicios desde donde develar, nombrar y corregir desigualdades que, a la larga, afianzan modelos tradicionales, sesgados, injustos para mujeres y varones. Conjuremos el peligro del conductismo, que no se trata de eso. En estos días en que tanto leímos y escuchamos mentar el género en frases rarísimas, no está de más recordar que, como plantea Judith Butler, el hecho de que los géneros y sus diferencias existan y se reproduzcan, que la realidad de género sea preformativa, “significa, muy sencillamente, que es real sólo en la medida en que es actuada”.
Ciertas cosas se saben con un saber que se evapora, se afirman con aseveraciones difíciles de anclar planillas, se comentan un poco al desgaire y a otra cosa. En definitiva, ¿se trata de ver qué? Maneras de entender cómo las (no tan) pequeñas cosas que hacen a la vida institucional educativa terminan generando estadísticas como las que, de tanto en tanto, salen a relucir. Los datos suelen ser similares en países de todo el mundo: las mujeres son estudiantes con promedios superiores a buenos (y superiores a los de los varones), pero a medida que avanza la escala de instrucción esos niveles descienden. La situación empeora cuando se cruza con las variables de clase y condiciones socioeconómicas, llegando al escándalo cuando se trata de mujeres pobres.
Cifras de matriculación, áreas del conocimiento elegidas y resultados académicos sirven, pero sin embargo no son los únicos datos que deberían precisarse si lo que se busca es rastrear las huellas de las discriminaciones cotidianas que llevan a reproducir, cuando no ampliar, desigualdades de género. Mingo compendia un estado de la cuestión para, minuciosa y claramente, señalar cabos que fueron investigándose, pero de manera no orgánica, ni vinculada, y que, a todas luces, se beneficiarían de una organización más sistemática. Rescata estudios sobre cómo las expectativas de comportamiento que las y los docentes secundarios tienen de chicas y chicos influye en su manera de enseñar, estimular y modelar en función de estereotipos de género. Los varones, plantea, encuentran en la autoridad escolar un objetivo ante el cual resistir (de ellos se espera que construyan una masculinidad a partir de mostrar cierta rebeldía); las mujeres, en cambio, deben adaptarse a fin de no “expresar cualidades masculinas de liderazgo”, algo reprochado tanto por las autoridades como por sus pares. Algunas chicas eran “asertivas, confrontadoras, audibles y agresivas”, debatían con sus profesores, “se defendían por sí solas del hostigamiento verbal y físico de sus compañeros, y no les importaba hacer lo correcto”; sobre ellas caían juicios negativos, pero “no sólo de tipo académico sino sobre su moralidad”... algo que no sucedía con los varones (cualquier semejanza con las críticas que se realizaron a cierta candidata en las últimas elecciones no son pura casualidad).
El mundo del saber en el que “bajo la apariencia de la objetividad lo que se esconde es el privilegio de la subjetividad masculina”, aunque reiterado como dato pero no paliado con acciones de las mismas instituciones, es un rasgo que continúa obturando accesos a la educación formal. La producción de conocimientos, la investigación y el aliento que se da a ciertos caminos por sobre otros es en algunos casos pasmoso, tanto como la falta de modelos femeninos con que se topan estudiantes e investigadoras. Aun teniendo como referente un solo tipo de sujetos (varones, clase media, etc.), los resultados se universalizan: la homogeneidad no podría ser más mentirosa. Si lo que vemos nos ayuda a aprender y descubre un mundo posible, si lo familiar alienta una búsqueda, es comprensible que asignaturas en las que se privilegian lógicas, contenidos y conductas tradicionalmente consideradas masculinas (matemáticas, ciencias físicas, ciencias naturales...), no encuentren más mujeres interesadas: es el resultado de “la experiencia de ser ajenas a sus contenidos”.
Otro factor común de las investigaciones: los síntomas de la construcción de identidades de género tradicionales pueden rastrearse en las relaciones que las y los estudiantes mantienen entre sí. “Niñas y mujeres suelen ver las conversaciones como una actividad cooperativa, niños y hombres a menudo las aceptan como un intercambio en el que se compite”; ellos por lo general no sostienen diálogos o debates que hayan sido iniciados por ellas, no responden la mayoría de sus preguntas (y preguntan mucho menos que ellas), y son más estimulados por las y los docentes en las clases de ciencias exactas y naturales. Cuando alguna se pasa de la raya y adopta un comportamiento masculinizado, el castigo de sus pares la devuelve a su lugar más tradicional: “El hostigamiento sexual, físico y verbal” (inclusive en la primaria), con formas del castigo que pueden ir desde el insulto y el chiste hasta burlas y piropos incómodos. Para evitarlo, se vuelven modosas y tranquilas... la misma conducta que premian las y los docentes. En las escuelas no mixtas o en lugares que hicieron pruebas breves separando chicas y chicas, los comportamientos y el rendimiento variaban: ellas mejoraron en ciencias, se mostraron menos tímidas y más participativas. Por norma, las investigaciones dicen que cuando un docente alaba los logros escolares o académicos de una mujer, los atribuye a “su diligencia en vez de a su habilidad”.
¿Eso importa? Un poco: “La socialización de género influye en lo que se convierte en familiar para el alumnado”, en consecuencia, “en su aprendizaje y desempeño”. La experiencia, claro, es individual, varía en cada vida, pero también tiene una dimensión colectiva.
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