Vie 04.10.2002
las12

CULTURA

Las hijas de Adán

María de los Angeles y Malena Marechal son las hijas ya se sabe de quién. En una flamante película sobre su padre, “Marechal o la batalla de los ángeles”, los testimonios de ambas dan cuenta de una intrincada historia familiar, y cuánto les sigue costando tener memoria.

› Por María Moreno

Ahí viene ‘Buenos Aires’”, le decían al llegar a los pagos de Maipú, cuando iba a visitar a su abuelo. Y era debido a sus porteñadas que le hacían afirmar que había sido bendecido por el sino de la poesía. Muchos años después, el poeta Leopoldo Marechal se anexaría el nombre de la ciudad que se había ganado a trancos míticos –inexorablemente iban a parar al café Izmir de la calle Gurruchaga– a través de un personaje con un nombre de pila que seguramente fue el primero: Adán.
Los iniciados en Marechal pueden ver desde ayer en el cine Cosmos el documental ficción Marechal o la batalla de los ángeles de Gustavo Fontán: un duelo marechalesco entre personajes literarios y críticos que incluye tanto al mismísimo descendiente del domador Liberato Farías –personaje de Adán Buenosayres– como una hipótesis de Horacio González en torno a la “chacota metafísica”. En la película sobresalta el testimonio de las hijas del escritor, María de los Angeles y Malena, que hacen desmitificadoras precisiones sobre su historia familiar. A la muerte de su madre, María Zoraida Barreiro, ocurrida cuando tenían respectivamente 7 y 5 años, las hermanas fueron a vivir con la familia paterna, pero siguieron visitando a un Marechal taciturno cuya pluma iba y venía por Adán Buenosayres. Pero su unión, en 1947, con la escritora Elbia Rosbaco determinará que las niñas sean internadas en un colegio de monjas –ella les atribuía, al parecer, intensiones demoníacas–. Desde ahí en adelante, ese amor que Marechal atestiguó en obras como el Heptameron de 1966 y donde el nombre de Elbia se invoca como un mantra, pareció erigirse en una suerte de cerco insalvable aun para la propia familia. El ostracismo de Marechal a partir de 1955, leído en correlato al triunfo de la revolución libertadora –él era de filiación peronista–, fue interpretado por sus hijas también en clave privada. El testimonio de éstas dentro y fuera del documental, aunque realizado en diversos tonos y recuerdos, coincide en la imagen de un padre inaccesible en el interior de un vínculo exclusivo que parece formar parte de su obra. A más de treinta años de la muerte de Marechal, María de los Angeles se pregunta hoy por el destino de ciertos objetos y efectos privados del escritor, ya que el departamento de la calle Rivadavia al 2300, espacio simbólico de la familia Marechal-Barreiro, fue y puesto a nombre de Elbia. Allí reinaba la emblemática reposera de fierro y lona, el pesado escritorio franqueado por cuadros de Quiroz y de Morera, de iconografía cristiana y libros clásicos con un lugar de preferencia para los seis tomos de las obras de Platón en francés y el busto de José Fioravanti. Todo eso se ha perdido para las hijas, que también incluyen manuscritos originales, dibujos y textos inéditos.
–Ese bronce que está ahí es una réplica del que había en mi casa de chica y un regalo de casamiento a mis padres que no pude recuperar. Me parece que la memoria de los creadores nadie se la puede quedar.
Se ve que María de los Angeles ha comprendido que el legado puede hacerse símbolo sin emperrarse en la búsqueda exasperada del original. Y que no se trata tanto de saber la verdad sobre los sentimientos paternos oel destino de objetos queridos como de construirse relatos posibles. Restituir el amor de Leopoldo Marechal por María Zoraida Barreiro le exigió menos escuchar los testimonios espontáneos de la familia que una verdadera pesquisa.
–Puedo seguir los rastros de mi padre. Leer cada poema, cada pieza de teatro, cada capítulo de novela cotejándolo con su vida. Cada acto de él tenía un sentido, una clave. Por ejemplo, se casa simbólicamente en Nuestra Señora de los Buenos Aires. Y termina Adán Buenosayres el 30 de agosto de 1948, que es el día de Santa Rosa de Lima, patrona de América. Pruebas del amor de mi padre por mi madre descubrí por todos lados. Entrevisté a mucha gente, no sólo a la familia de él, que podía dar una versión almibarada de los hechos. Fue un amor que tuve que ir rastreando desde mucho tiempo atrás cuando me era difícil acercarme a mi padre. Cuando la puerta de su casa no se abría.
Hay recuerdos de un Marechal sino amante, conversador, que come con sus hijas en un restaurante de la calle Rivadavia y Azcuénaga, y donde muy a menudo pide caracoles.
–Mientras vivió mi mamá, fue una casa de puertas abiertas, puertas de fiesta, puertas de alegría. Mamá bailaba muy bien la jota. Y papá era un excelente bailarín de tango. Ella era bellísima. Algunas fotos que he podido recuperar de mi familia me han permitido reproducirla –recuerda María de los Angeles. Malena dice que se acuerda de objetos y no de personas: por ejemplo, de un elefante de trapo. De cuando a los 18 años, y pasando el cerco de Elbia, se presentó en el departamento de la calle Rivadavia para decir simplemente: “Aquí estoy”, recuerda la oscuridad y la atmósfera sagrada de las tardes preservadas del mundo exterior alrededor de un escritorio en el que se estaba gestando Megafón o la guerra o en las que –ella sospecha– Marechal no hacía nada sino permanecer en su cosmos.
María de los Angeles creó la Fundación Leopoldo Marechal por un mandato pronunciado luego que el “cerco” cediera de un modo pedestre –Elbia tuvo que ir a la cocina– y ella, que había cumplido la mayoría de edad, le escuchó decir a su padre:
–Vos sos quien se va a ocupar de la obra.
–¿Y por qué soy la elegida?
–Porque sos la mayor. Ortodoxia de los heterodoxos.
La vía del mandado ya se dibujaba ante María de los Angeles cuando su padre le dedicó El Centauro.
–Me lo dedicó luego de mi nacimiento. En una época era terrible porque al abrir el libro todo el mundo podía saber mi edad, incluso darme más años debido a la existencia de esa dedicatoria. Hay escritores que me llaman Centaura.
A Malena, que es actriz, directora teatral y orfebre con o sin portación de apellido, no le gusta su intervención en Marechal o la batalla de los ángeles.
–Parece que estoy haciendo un himno a Leopoldo Marechal. Me hizo pensar: yo a mi padre y a mi madre les debo la vida. Y a mi padre algunos derechos de autor y nada más. Pero a mí el “Marechal” me harta. Cuando empecé a dirigir teatro, me hicieron muchas notas periodísticas. Pero nunca pude despegar de que entre paréntesis siempre se escribiera “hija de Leopoldo Marechal”. Pero no sólo cuando hago una obra de teatro: cuando hago una exposición de joyas, también. Por eso durante 14 años ni se me ocurrió dirigir una obra de mi padre porque peleaba contra eso. Después pensé que era imposible y entonces por primera vez dirigí una obra de él: La batalla de José Luna.
Quizás una manera de atenuar el peso de un padre es representar la obra del padre de otra. Por eso, cuando la invitaron a participar en unfestival de teatro que se realizó en Córdoba, Malena pensó en llevar una puesta de Saverio el cruel de Roberto Arlt. Pero luego sospechó que Arlt sería una insistencia a lo largo del festival, así que se volvió a esa piecita paterna que le había gustado desde chica. No fue la única vez: hizo una versión teatral de Adán Buenosayres donde se dio el gusto de reescribir al padre en su novela más canónica. Para apoyar a su hermana -para ella, transmitir la obra del padre se redacta “apoyar a mi hermana”– dirigió una versión del cuento Autobiografía de un sátiro. –El sátiro se termina descubriendo como ser mitológico, renacido milagrosamente en los suburbios de Avellaneda, donde desata pasiones encontradas en hombres y mujeres. En el cuento hay tres personajes: el comisario Gregorio Sanfilippo, el psicoanalista Amaro Bellafronte y el sátiro Luis Theodorakis. Yo puse muchos más porque hice actuar a los que aparecían en el relato del sátiro. Había mujeres vestidas a lo griego, un carro, una columna, policías actuales, un travesti. La puse en la sala que entonces se llamaba ETC del Teatro General San Martín, a la que llamaban “La Etcétera”. Era una tarima bajita de 11 m de boca donde todo podía quedar expuesto, desde la puerta de entrada de los técnicos hasta las paredes de cemento.

La pareja en arte
¿A que género pertenecen estas batallas de ángeles donde uno se erige en guardián y llama a los otros luciferinos? ¿Pertenece a la serie de biografías rencorosas donde los hijos denuncian miserias privadas como las que soportaron Marlene Dietrich y Joan Crawford? ¿O habrá que pensar más bien en que Marechal sostenía una “ética” de artista? ¿Esa que llevó a George Bernard Shaw a decir: “Un artista es alguien que mata de hambre a su propia familia, explota a sus padres, todo antes de claudicar”? Sólo que en este caso no se trataba de explotar a los padres ni de matar de hambre a los hijos sino de excluirlos en nombre de un único amor. María de los Angeles y Malena no quieren definir el cerco de amor erigido alrededor de su padre en términos psicopatológicos. Pero recuerdan a una Elbia postrada en cama, víctima de lo que se escuchó en bocas adultas como “parálisis histérica”. Una intriga de objetos dañados o desaparecidos teje una novela gótica en torno a un escritor cristiano.
–Un día volví del colegio de monjas. Nuestro dormitorio estaba en la habitación de servicio y en un cajoncito había un collar de perlas y un cuadro con una foto de mamá. Yo dije: “Qué lindo”, creo que en voz alta. A la semana siguiente, la foto de mamá no estaba y del collar quedaban las perlitas sueltas –dice María de los Angeles.
En algunos cuentos orales, Leopoldo Marechal y Elbia Rosbaco se convirtieron al protestantismo, los dos metidos en largas túnicas blancas que sumergieron en una pelopincho bajo frases que desmentían la existencia de los ángeles.
–El era un cristiano –desmiente Malena.
Un heleno –cristiano– precisaba la crítica Graciela Maturo. Con una imaginería hogareña surrealista, habría que agregar. Pero a Malena el surrealismo le gusta en las joyas, no frente a una pileta, por eso se alarma:
–Un día estábamos Elbia y yo en el baño. Elbia se lavaba las manos, parecía Lady Macbeth. De pronto me dijo: “¿Vos ves? ¿Vos ves los bichos que me salen de la yema de los dedos?”.
Pero la fusión de Marechal con Elbia Rosbaco –el cerco consentido– no pudo dejar de obedecer a leyes literarias en las que convergen tanto la cultura peronista como la de la vanguardia. Incluso para el cacareado terrorismo surrealista, la mujer es musa y correa de transmisión, otramitad del andrógino perdido y mediación mística donde la belleza está en lugar de Dios: Dalí pretende llamarse “de Gala” para enunciar una monogamia proteica; Breton promueve el amor loco a una única que puede tener sucesivos rostros y lo demuestra en su poema Unión libre, que paradójicamente no cesa de repetir a cada verso el posesivo “mi mujer”.
–El diálogo con mi padre era muy elemental. Durante el período en que viví con él, luego de que le tocara el timbre, jamás estuvimos a solas. El se sentaba en su reposera y fumaba su pipa. No hablaba mucho: hablaba su señora, que se sentaba en el escritorio. Y contaba unas cosas terribles. La mayoría aludían a signos demoníacos.
También en la imaginería peronista las parejas hacen de dos, uno. Quien dice Eva Perón nombra a Eva Duarte y a Juan Domingo Perón.
Marguerite Duras convirtió a su último amante y antiguo lector en parte de su obra, para lo que lo bautizó Yann Andréas. Una manera de comérselo con la propia prosa que lo nombra hasta la fatiga. Lo mismo hace Marechal con Elbia, a quien le cambió la v original del nombre por encontrarla demasiado dura.
–Yo me arriesgo a decir bajo mi absoluta responsabilidad personal que hay una obra de Marechal que apareció con otro nombre. Quien lee La cacique y Antígona Vélez sabe que son del mismo autor. Fue publicada por Elbia Rosbaco como propia –se anima María de los Angeles. Luego sugiere que Elbia habría sido también “autora” de un sobrino de Marechal:
–En un tiempo, después de la muerte de mi padre ocurrida en 1970, vivía con un pintor al que se le había diagnosticado una grave depresión que ella afirmó curaría con aquello que cura según la doctrina cristiana: el amor. Me lo presentó como “un sobrino de Marechal”. No reconociéndolo entre sus primos, María de los Angeles reconstruyó un árbol genealógico con vertientes más secretas de la familia paterna: no encontró nada.
Aunque María de los Angeles y Malena vuelvan una y otra vez a mencionar a Elbia Rosbaco –a veces con el elusivo “Ella”–, puede decirse que, sin eludir la marca en el orillo de sus acciones, ya están en otra. La Fundación Leopoldo Marechal no es la casa del padre sino el espacio público donde se garantiza la transmisión de una obra que se soñó como una de las probables ficciones de la patria. En Marechal o la batalla de los ángeles, los personajes y las personas que se autorizan en su nombre de documento de identidad son indiscernibles. El padre puede ser un personaje de las hijas testigo. ¿Dónde está el volumen encuadernado con cuero repujado de El Centauro? María de los Angeles no lo sabe, pero sabe que el texto sí está, que es de Leopoldo Marechal, su padre, pero que forma parte del canon de la literatura nacional. Y eso es lo que importa. Malena “escribe” sobre sus joyas un texto que puede tener de Marechal los mismos ecos que cualquiera escrito en ese espacio imaginario llamado “Argentina”. Curiosamente lo hace sobre una pareja de metal –¿alguna vez andrógino?– que le llevó dos tardes de calado, pulido y soldado.
–¿Ves esta pieza? Son los hermanos. Tienen cosas en común. El corazón. Ambos usan botas de taco alto y ambos tienen una piedra verde en la rodilla, pero ella tiene una cabeza bien plantada sobre los hombros y él es un poquito cabeza hueca y también un poquito rayado. Ella usa collar.El no puede porque tiene nuez. Ella es negrita y él es blanco. Me hubiera gustado hacerlo de sangre azul, pero todavía no descubrí cómo volver azul la plata.

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