LIBROS
El rouge y la bala
“Mujeres de dictadores”, del periodista Juan Gasparini, de inminente aparición, retrata un costado poco frecuentado de recientes dictaduras en varias latitudes: quiénes eran las mujeres con los que los dictadores compartían su vida privada. Qué tenían en común, cuáles fueron las más papistas que sus maridos y cuáles las que decidieron internarse en peligrosas batallas conyugales.
Por María Moreno
Lo primero que se ve es una fotografía que muestra a Lucía Hiriart y a Augusto Pinochet participando en una ceremonia donde priman las gorras militares –dicen que él se manda a hacer la suya con el casco un poco más alto que el habitual, al parecer palpita algo de símbolos–. Pinochet mira con una expresión lela algo que parece tener delante, la papada floja y doble sobre el cuello duro del uniforme. Lucía Hiriart, de cejas depiladas y minúsculos aros, se pinta los labios mientras sostiene un espejito. La foto, insinuante y maliciosa, es la tapa del libro Mujeres de dictadores, de Juan Gasparini, y que lleva como subtítulo Perfiles de Fidel Castro, Augusto Pinochet, Ferdinando Marcos, Alberto Fujimori, Jorge Rafael Videla y Slobodan Milosevic a través de los retratos de sus mujeres . Editado por Península/Atalaya, embarca en un terreno más intimista y literario la obra de un autor argentino que hasta ahora se había movido cómodamente en los artículos periodísticos o en la no ficción. La pista suiza (1986), Montoneros, final de cuentas (1988, reeditado en 1999) y El crimen de Graiver (1990). Juan Gasparini, nacido en Azul en 1949 y radicado en Ginebra desde 1980 como exiliado político, no acepta las recriminaciones de la corrección política.
–¿No es un poco machista que el título diga derecho viejo que las mujeres son atributos del perfil de sus maridos?
–Creo que mi libro rompe con el slogan de que detrás de un dictador debe haber una mujer determinada. La conclusión es que detrás de un tirano hay un poco de todo, mujeres de diferentes clases, cuyas relaciones de pareja se explican en concreto, jamás en abstracto. Si quien acompaña a un gran hombre suele ser una mujer sorprendida, las parejas de los dictadores palpitan con sus particularidades. He tratado de exponer responsabilidades individuales de cada uno –sea hombre o mujer– en el contexto del ejercicio del poder. Intenté también aportar una lectura inédita al fenómeno de las dictaduras: explorar retratos de mujeres en su marco histórico y en vinculación a los hombres con los que han tenido o mantienen vínculos sentimentales.
Los seis perfiles que componen el libro están organizados en secuencias con gancho: Nadia Alliluyiev, segunda mujer de Stalin, se dispara un tiro luego de una recepción en el Kremlin donde se festeja un nuevo aniversario de la revolución bolchevique porque en la recepción le dieron una rosa blanca y no amarilla como le hubiera gustado. Eva Braun, que sólo estuvo casada con Hitler unas pocas horas, antes del suicidio de ambos, firma un documento empezando por trazar la letra “B” de su apellido y tiene que tachar –no tendrá tiempo de aprender a firmar “Hitler”, pero sí de hacer gala de no ser amiguista, puesto que llegó a advertirle a su hermana Ilse: “Si te mandan a un campo de concentración, yo no te sacaré”–. Imelda Marcos cambia el nombre de la calle en que vive porque es el mismo que el de la amante de su marido, un modesto atributo de poder tomado en sus tiempos de principiante y antes de que terminara gritando con candorprefreudiano: “Esto es pura y simplemente un asalto”, mientras le tomaban las huellas digitales para documentar su condición de delincuente económica. Marita Lorenz y Ava Gardner pelean por Fidel Castro en el ascensor del Hotel Havana Hilton –Ava está borracha y le larga un sopapo a su rival–. Fidel Castro come filet de pargo a la plancha y yogur de búfala en el jardín de una residencia que comparte con Dalia Soto del Valle y tan cubierta de maleza como Sierra Maestra, no sea que los norteamericanos bombardeen. Fidel Castro, preso en la Isla de Pino, le envía por error a su esposa la carta destinada a la amante y al revés. ¿Fidel Castro?
–¿Cuál es tu definición de “dictadores”? Ya que sorprende que ese término con el que podrían estar de acuerdo incluso los partidarios de Fidel merece alguna especificación si se pone en la compañía inquietante de Jorge Rafael Videla.
–Los dictadores son aquellos que violan los derechos humanos de manera sistemática, derechos que son indivisibles, interdependientes, civiles y políticos, pero también económicos, sociales y culturales, y no es justo invocar el respeto de unos en detrimento de otros, o sea que esos derechos son universales. Yo no hago análisis comparativos, sitúo a los dictadores en relación con el cumplimiento o transgresión de estos principios. En términos más concretos: me pregunto en qué sociedad me gustaría vivir, a cuál de ellas aspiro para que vivan mis hijos, y mi referente siguen siendo los derechos humanos. Las dictaduras y los dictadores no los respetan, cada uno a su manera, con distintas modalidades y con grado diferente de daño para los países involucrados. El cuerpo doctrinario de esos derechos humanos se asienta en los pactos y convenciones de la ONU, a mi entender la principal valla de contención al totalitarismo hoy en día en el mundo.
Mujeres de dictadores lleva una introducción con los clásicos del siglo XX: los harenes módicos o vastos de Josef Stalin, Francisco Franco, Adolf Hitler y Antonio de Oliveira Salazar. Ellos son los teloneros de los seis perfiles siguientes que han merecido figurar en tapa y han exigido, según Juan Gasparini, la investigación conjunta de documentalistas, reporteros o simplemente “los que más sabían sobre el tema”. Las respuestas a este reportaje fueron enviadas por e-mail desde una mañana ginebrina que lo despertó con el mate en la mano.
Matices
Uno de los mejores perfiles de Mujeres de dictadores es el de la chilena Lucía Hiriart. Gasparini cuenta cómo la chica que Augusto Pinochet conoció mientras se le acercaba, fiera pero joven, con su alcancía de la Cruz Roja para pedirle una contribución, tenía proyectos más ambiciosos que formar parte de la Liga Antialcóholica. Durante la presidencia de Allende se comportó como una bastonera alentando el golpe de Estado, azuzó a su marido a quitarse la máscara de general constitucionalista e invitó a las cacerolas golpistas de 1974. Ya como primera dama, quiso cambiar el Día Internacional de la Mujer por aquel en que sus socias de la CEMA (Centros de Madres de Chile) llamaron a las armas con los elementos de una vajilla en la que probablemente jamás ponían las manos. Hasta que el 8 de marzo de 1984 simbolizó la resistencia de las que bailaban la Cueca Sola, miles de mujeres con maridos, amantes e hijos desaparecidos que se movilizaron en Santiago mostrando las manos al grito de “las tenemos limpias”. Más papista que el papa, Lucía Hiriart es una Electra de signo negativo, hija de un general progresista, integrante de la Junta Civista organizada con el objetivo de que los militares quedaran fuera del espacio político, luego de la caída del dictador general Carlos Ibáñez del Campo. Cuando Pinochet disolvió el organismo represivo DINA, debido a las denuncias que habían levantado sus atentados a los derechos humanos, ella fue apresentar sus lealtades a su jefe Manuel Contreras. También se mostró activa en el plan de reformular la constitución para que la CEMA fuera presidida no por la primera dama sino por la esposa del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y su remoción no fuera una atribución presidencial, aunque sí una atribución del Comandante de las Fuerzas Armadas. Lucía tuvo otras intervenciones de género chico como la de hacer expulsar a Gerald Brawn, de la congregación Holy Cross y párroco de la Iglesia de Santo Domingo, por haber saludado luego de una misa al demócrata cristiano Eduardo Frei. Con el eco de estas ideas fuertes, Lucía Hiriart enfrentó las embestidas internacionales a su marido y hoy utiliza el cinismo vulgar para explicar que la supuesta demencia senil del general fue un enunciado de circunstancias y que ya verán. Mientras tanto, los Pinochet reciben a sus invitados en su finca de La Dehesa donde se hacen los nerones sirviendo vinos que se llaman Don Augusto, Capitán general o Augusto Pinochet.
En las escenas de la vida política autoritaria desplegadas por Mujeres de dictadores, Gasparini da cuenta de una en que la madre del otrora joven abanderado de la Escuela de Infantería Augusto Pinochet, entonces apodado por sus compañeros “El Burro”, justifica la costumbre de su hijo de fingir lealtad a quien va a terminar asesinando: “Es tan tímido el Tito, tan sensible, que para imponerse tiene que matar a sus enemigos. Nunca mata lo suficiente. Siempre ha sido así”.
El perfil más austero de Mujeres de dictadores es el de Mirina Markovic, mujer de Slobodan Milosevic, quizás porque la autonomía y la responsabilidad política se presta menos a los despliegues narrativos. El más barroco, el de Imelda Romuáldez de Marcos, cuya épica de corrupción comenzó –según Gasparini– cuando intentó anular el concurso de Miss Manila en que había perdido en buena ley y terminó con ella recluida con pompa y barbitúricos, lejos del cadáver de Ferdinand Marcos que quedó embalsamado en Honolulu. El más trágico, el de una Susana Higuchi de Fujimori, que yuxtapone las divergencias conyugales a las de los oponentes políticos y cuyo caso complejiza con la tortura a manos del Estado la figura legal de “mujer golpeada”.
–De la elección de las consortes y los estilos que usted pone en escena, se deducen diversos grados de complicidad con la acción política de sus maridos. Quiero decir que hay una Lucía más reaccionaria que Pinochet, una Imelda Marcos ebria de impunidad, una Susana Iguchi trágica en sus oscilaciones éticas. ¿Podrías hacer un retrato contrastado de cada una?
–El viaje de este libro fue una sucesión de descubrimientos. Para arrancar partí de la casi seguridad de que sobre los seis casos elegidos había material o posibilidades de acceder a fuentes documentales o testimoniales que permitieran trazar una línea biográfica de mujeres atadas al destino histórico y a sus parejas. Hay un solo rasgo común en esas mujeres. Al menos en los períodos de asalto al poder, todas apuntalan a sus maridos, los ayudan, apoyan y alientan. Ese sostén se continúa en algunas de ellas después, pero otras no siguen ese derrotero. Los senderos se separan, aunque luego puedan confluir de nuevo. El ejercicio del poder de sus parejas puede generar ciertas crisis en ellas y su solución toma caminos particulares. Imelda Marcos y Susana Higuchi vivieron sus dramas. Imelda, por ejemplo, tuvo asistencia psicológica cuando vio lo que era realmente la persona que la sedujo y con la que se casó en 11 días. No obstante, al final se sumó a él y gestó un espacio propio desplazando al vicepresidente y huyendo hacia adelante en el derroche, la arbitrariedad y el lujo. En cambio, Susana Higuchi se reveló contra el dictador y lo enfrentó en la política y en el divorcio. Y le ganó porque políticamente está en el origen de su caída, y en el divorcio logró revertir los argumentos de él que la humillaban.
–¿Cómo es eso de “frígida o menopáusica” para contar cuando Imelda “acaba mal”? Che...
–Sobre Imelda leí miles de papeles y miré centenas de fotos. Fue una de las excepciones del libro pues los seis relatos debían respetar las reglas de que no hubiera biografías sobre las mujeres retratadas y que estas mujeres estuvieran vivas. Hay sólo una biografía en inglés de Imelda, traducida al francés, pero no al castellano, y en español existe un libro magnífico del periodista español Manuel Leguineche sobre las Filipinas de esos años. Sin embargo, todos estos trabajos llegan hasta la caída del régimen en 1986, con el agregado final de la muerte del sátrapa en 1989. Son crónicas de una dictadura conyugal, pero faltaba lo que ocurrió después cuando ella consigue lo que consiguió totalmente sola, sin marido, que es el control de la fortuna y la impunidad. Como llegó a manejarse con relativa autonomía, circularon versiones de que Imelda era frígida, que no le podía seguir el tren sexual a su marido, que le gustaban otros hombres, o que prefería las mujeres a los hombres. Leyendo sobre ella y mirando sus fotos, mantengo a pesar de todo una imagen sensual de Imelda, una mujer apetecible a pesar de las teorías de la frigidez, la homosexualidad y la menopausia que no se disipan si nos acercamos a su vida. Su final es infeliz: vive rodeada de riqueza, con el estigma del expolio, sin poder retornar al poder, aislada en una torre de marfil, en un piso lujoso de Manila y en la terrible soledad de sus pensamientos.
La “nuestra”
Bruta, pero no “bruta como un diamante en un chiquero”, según la metáfora que despertara en María Elena Walsh la figura de Evita sino por el hecho de sospechar en la capacidad especulativa una potencialidad de subversión contraria a los dogmas católicos de obediencia y sumisión, cualidades con las que siempre parece haber encubierto un despotismo sin matices, Alicia Raquel Hartridge de Videla es el personaje de Mujeres de dictadores que menos permite que Gasparini se apoye en adjetivaciones tropicales. Gasparini reconstruye a la Hartridge paseándose en auto por Hurlingham junto a un amigo ciego y su marido como chofer, en giras destinadas a recoger fondos para construir una iglesia. Le señala una falta de ortografía escapada en la dedicatoria grabada en un reloj pulsera donde escribe “luzca” con s. Y la describe en Ascochinga cuidando la úlcera de Isabel Perón, como a un Judas caderudo, que solía colgarse del teléfono para conversar con su marido que preparaba en Buenos Aires el golpe militar. Y pasándose de revoluciones –aunque nada más absurdo que esta expresión para referirse a ella– cuando le sugiere a la periodista Carmen de Carlos, durante un reportaje realizado en 1996 para el diario ABC, que le han matado un hijo. En realidad su hijo Alejandro Videla había sido internado en la Colonia Montes de Oca, en donde vivió desde 1964 hasta su muerte, en 1971. En ese espacio asociado a las desapariciones mafiosas, al abandono y la indigencia, el tercer hijo de Alicia Raquel Hartridge vivió una vida en negro de la que pasó a una muerte sin tumba. El Día del Padre de 1998, Miguel Bonasso publicó una nota que le daba a Raquel Hartridge la oportunidad de postularse para chica de tapa, cosa que logró el martes 23 de marzo. Gasparini se apoya en ese material periodístico para subrayar el perfil que parecía el más gris de sus “dictadoras”. Alguien que no podía alcanzar las alturas grotescas de una Lucía Hiriart, ni la dimensión dramática de una Susana Higuchi literalmente emparedada en el interior del palacio de la calle Pescadería.
Gasparini remarca el único hecho donde la actuación de Alicia Raquel no habría sido de segunda mano: el abandono de su hijo oligofrénico.
–El desafío era sacar de la penumbra a la mujer de Videla, un segundo plano del que sólo Página/12 logró arrancarla. Es ella la que salió a la palestra para explicar lo de su hijo. El no ha abierto la boca. Y fue ella la que comparó a su hijo con los desaparecidos en la entrevista que le dio a Carmen de Carlos del ABC de España. Imagino que habrá responsabilidades compartidas en ese matrimonio, pero no pude ir más lejos. Con el documentalista del libro intentamos entrevistarla y ella se negó, admitiendo incluso que sabía que la estábamos investigando periodísticamente. A mi entender, lo grave es el abandono del hijo, la ausencia de la tumba, un gesto de querer borrarlo de la historia.
En 1968, Videla es destinado como Segundo Comandante de la V Brigada de Infantería a Tucumán. En ese período, un comando guerrillero asalta el Banco Comercial del Norte. El operativo falla y los participantes son detenidos. En la ciudad circula el rumor de que, bajo tortura, los prisioneros habrían dado datos de la organización FAR, uno de cuyos miembros era un joven abogado, hijo de una fanática del bridge que hacía sociales con Alicia Raquel Hartridge. Para averiguar cuánto se sabía sobre los planes de su organización, el abogado se presenta ante Videla como estudiante notable y preocupado porque los competidores le adjudiquen fama de “subversivo”. De paso finge que está preparando un trabajo sobre la guerrilla y accede a la biblioteca especializada que le abre el comandante, quien se muestra solícito y pedagógico. Entrevistado por Gasparini, ese ex combatiente que hoy sigue prefiriendo permanecer en el anonimato recuerda: “Esa vez me dijo una frase con la que me dejó con la boca abierta: ‘Aquí avanzamos en una situación de guerra revolucionaria, pero el verdadero problema no está en la izquierda, la izquierda es muy débil y nunca va a ser un problema para nosotros, ya que es sumamente manejable; aquí el problema son los negros y hay que impedir a toda costa la unión entre la izquierda y los negros. Porque si se llega a esa unión, estaríamos ante problemas muy graves que no sé si podríamos controlar’”.
En una nota publicada en Página/12 y firmada por Lila Pastoriza se recoge el testimonio de Juan Gasparini sobre el asesinato de su mujer Mónica Jáuregui, ocurrido el 10 de enero de 1977, mientras ella estaba con sus dos hijos pequeños y una amiga en el departamento familiar. Gasparini había sido detenido ese mismo día, llevado hasta la puerta del edificio donde vivía y persuadido para que tocara el portero eléctrico e hiciera salir a su mujer para facilitar su detención. “Me negué y subieron. Estaba encapuchado en un Falcon, me custodiaba Sérpico Cavallo. Escuché los tiros y los gritos. Las fusilaron”, ha reiterado desde entonces, según el registro de Pastoriza. En diciembre de 1982, los restos de Mónica fueronidentificados junto a otros 76 que ocupaban una tumba anónima del cementerio de Chacarita. Detenido durante varios meses en la ESMA, Juan Gasparini tal vez pudo hacer el camino inverso al realizado en Mujeres de dictadores: aunque sin la carne literaria de una Lucía Hiriart o de una Imelda Marcos, construir el perfil de las esposas de los represores a partir de los estilos de los maridos. Pero a Gasparini le bastaba esa mujer que había exigido desalojar el cadáver de Evita antes de pisar la quinta presidencial: Alicia Raquel Hartridge.
–La idea de incluir mujeres de represores no tenía cabida en este libro, al menos las mujeres de los represores que ejercieron la represión contra mí y mi familia en épocas de la dictadura militar en la Argentina. Trazar perfiles de dictadores, es decir retratos de ellas para entender mejor a ellos, me obligaba a ocuparme de Videla. Era a tomar o dejar y si no se podía con Alicia Hartridge, a buscar otra. Creo que la aproximación de Videla a través de su mujer es desapasionada de mi parte, sin que mi pasado me lleve a una animosidad especial.
Alicia Raquel Hartridge es católica, pero no cristiana. El hecho de que durante un período su hijo Alejandro formara parte de los 30 discapacitados asistidos por la Congregación de las Hermanas en Misiones Extranjeras –según han dado testimonio algunos testigos anónimos para Mujeres de dictadores– y de las que formaban parte las religiosas Leonie Duquet y Alice Domon, desaparecidas en 1977, no parece haber agitado su conciencia de fanática que concibe un Dios anticomunista para quien el asesinato sería uno de los males menores exigidos por un Bien con mayúscula.
María Seoane, autora junto a Vicente Muleiro del libro El dictador, editado por Sudamericana en el 2000 y que hace el documentado retrato político-criminal de Jorge Rafael Videla, no ha prestado demasiada atención a Alicia Hartridge. Pero la sitúa:
–Es una católica atenta al espacio legislativo de la Iglesia y no a los mandamientos entre los cuales el fundamental es “no matarás”. Alguien que practica una fe vacía, ornamental y embebida de bulas papales. Rigurosa sólo en función de cumplir las normas seculares de una Iglesia inquisidora que justifica la guerra y no considera pecado a la tortura, proyectando la imagen de un Dios terrible.
Ante reclamos venidos desde su propia clase social, incluso de su círculo de amigos, Alicia Raquel Hartridge sólo opuso un silencio de obediencia debida civil y familiera. La justicia ante los géneros, que a menudo privilegia la equidad ante el castigo, aún no ha inventado un artilugio legal para estos atentados a los derechos humanos practicados por interpósita persona.
Es cierto que Mujeres de dictadores despliega distintas posiciones femeninas en el interior de las parejas autárquicas que dominaron países a menudo disímiles en los aspectos sociales, políticos y económicos. Y que puede leerse como una novela-fresco que traza pinceladas tremendistas en torno a las relaciones entre género y poder, un folletín tercermundista con ecos de las dictaduras de ficción que configuraron gran parte del boom de narradores latinoamericanos de los años ‘60 y ‘70, un déjà vu que se lee como si no se supiera el final. Pero Juan Gasparini dice que todavía no le llegó el tiempo de saltar a la ficción. Palabra que vacila en utilizar, aunque no cese de devorar libros que a veces borran los límites entre los géneros o al menos donde la investigación sirve de comodín o de telón de fondo: La pesquisa de Juan José Saer, Paraíso travel de JorgeFranco, La noche detenida de Javier Reverte, Algo más inesperado que la muerte de Elvira Lindo, El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez, Cuarteto de Manuel Vázquez Montalbán, Soldados de Salamina del español Javier Cercas. La lista se parece a un catálogo de novedades hispanoamericanas. Dice que cuando el momento de la ficción le llegue, no será por una decisión sino como algo que irrumpe y se impone por sorpresa, como una enfermedad o un amor. Por ahora insiste en inscribir sus obras bajo el género de no ficción.
–Fui militante. Hoy soy periodista. Como gran parte de mi generación, viví el sueño de la revolución y no quiero hacer reflexiones más específicas porque hay causas penales abiertas y algunos personajes al acecho para hacer daño, en los tribunales y en la prensa. Mi pasado de compromiso político ya está lejos en el tiempo. Me diplomé como periodista en Suiza y he hecho mi carrera desde Ginebra, con la suerte de poder viajar bastante. Trato de implicarme en experiencias nuevas. Mujeres de dictadores me planteó algo desconocido, un trabajo de director de orquesta o de puesta en escena, conduciendo un esfuerzo colectivo que tuve que ensamblar, darle forma y conseguir un editor que lo publicara. Soy el único responsable de su contenido. Mis notas periodísticas me han permitido escribir en dos diarios en la Argentina, Página/12 y Clarín, además de otros medios en América latina y España. Este debe ser mi noveno libro periodístico, y me gustaría que se me dieran las condiciones para ir a la ficción y escribir una novela, pero ahora no tengo ningún plan entre manos, sólo sobrevivir de mi profesión.
–No me diga que no tiene una idea de novela.
–Es cierto, la tengo, pero también tiene que ver con la historia y la política. Y no se la voy a contar. Hay una frase muy buena que dice: “No hay que vender la piel del oso antes de cazarlo”.