Viernes, 15 de febrero de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
Hace exactamente veinte años se publicaba la noticia de que Alicia Muñiz había muerto en un “confuso episodio”. Todo indicaba, en realidad, que el responsable era su ex marido, Carlos Monzón. Con el correr de los días, y llegando al juicio, ante una opinión pública que prefería ver a Monzón como víctima y no como asesino, el caso se convirtió en un hito en lo referido a violencia de género en Argentina: antes no existía ley, apenas algunos servicios especializados, la violencia de género ¿solía? dar lugar a chistes sin que nadie se ruborizara.
Por Soledad Vallejos
El 15 de febrero de 1988 la muerte de Alicia Muñiz aparecía en las tapas de todos los diarios nacionales. El relato, similar en los distintos medios, indicaba que había sobrevenido tras una “riña”, “una ruidosa pelea”, que se trataba de “un episodio confuso”. Las tapas no se privaron de la última foto: Alicia Muñiz, en bombacha, muerta, yaciendo al lado de la pileta de una quinta en Mar del Plata. Recién comenzaba la historia de una noticia que terminaría convirtiéndose en hito: no se trataba solamente de un caso particularmente visible (por la popularidad de Monzón: el ídolo, el modelo del macho argentino; por lo “confuso” de la escena; por suceder en plena temporada, en la ciudad favorita del jet set televisivo), sino, en realidad, del primero que mostraba descarnadamente la existencia de una violencia específica, dirigida hacia las mujeres. Y sin embargo ni los avances judiciales del caso ni el camino que la noticia empezaba a recorrer resultaron sencillos. Se trataba de poner en palabras claras, en letras de molde, algo de lo que no se hablaba, aunque ocho años antes, cuando Alberto Locatti tiró por una ventana a su mujer, Eva Cielito O’Neill (también en Mar de Plata, también en febrero), hasta se había convertido en fuente inagotable de chistes. Tal vez porque O’Neill sobrevivió, el episodio se leyó más en clave de comedia que como intento de asesinato, y apenas si fue recordado cuando terminaba el verano de hace veinte años y empezaba la investigación de lo que marcó un antes y un después en la atención que sociedad, Estado y medios prestaron a la violencia de género.
No puede decirse que el ventilar detalles de lo que había sucedido no generara reacciones; imposible negar que lo que se dice y la manera en que es dicho tiene correlatos reales en las vidas de mujeres y varones. A la luz de las revelaciones de la investigación, la conmoción fue contundente: a nivel nacional se triplicaron los pedidos de auxilio de mujeres víctimas de violencia y algo similar ocurrió con las denuncias policiales; se comenzaron a diseñar protocolos de atención y capacitación para miembros de la policía y la Justicia; la provincia de Buenos Aires inauguró las Comisarías de la Mujer; en diarios y revistas se multiplicaron las notas sobre “la mujer golpeada”, que –constantemente– se esmeraban en desmontar la presunción de que las víctimas no permanecen al lado de sus victimarios porque sienten placer con la violencia, un mito que todavía puede escucharse como broma en las mañanas tan pobladas de señores graciosos de la radio.
Nora Dalmasso, tal vez María Marta García Belsunce, seguramente Rosana Galliano, por mencionar sólo los casos con trascendencia nacional y derroches de tinta y minutos de aire, son otros de los nombres que retornan cuando se piensa en crónicas periodísticas en ocasiones sembradas de lecturas prejuiciosas y tan violentas como los episodios que terminaron por matarlas. Vale decir: ante una mujer asesinada, no siempre funciona el reflejo de pensarla en términos de violencia de género, incluso cuando resulte evidente. ¿Veinte años no son nada?
El ídolo caído suscitó compasión, aunque la asesinada fuera ella. Ninguna narración pública o privada, ni siquiera el hecho de que se supiera que años antes la primera esposa de Monzón, Mercedes Beatriz García (“Pelusa”), había presentado una demanda judicial por violencia, que a raíz de eso había sido dictada una sentencia de dos años, y que si no la había cumplido había sido gracias al indulto que el vicealmirante que gobernaba Santa Fe, Jorge A. Desimonio, le había extendido en 1977, ni con esas informaciones el fervor entre machista y popular parecía dispuesto a declinar. Alicia Muñiz estaba muerta y Carlos Monzón vivo, ella había sido asesinada y él tenía defensores, ella no podía ratificar que lo que su madre declaraba (“Alicia tenía miedo, él la amenazaba a ella, la amenazaba con sacarle el chico, no le pasaba plata, tenía rabia de que ella trabajara”) era cierto y la balanza se inclinaba a favor del asesino. Por eso los diarios parecían urdir una suerte de equivalencia: si se informaba sobre ella, se rescataba que había tenido “una vida afectiva tormentosa” bajo el título “A trompadas con el amor”, y si en la otra página se informaba sobre él, se hablaba de “un campeón incomparable”, “una fiera acorralada”, y no se ahorraban testimonios sobre la difícil vida de un hombre sin educación que llega a tener dinero (eso sucedió, por ejemplo, en la edición de Clarín del 15 de febrero, pero no es el único caso). La defensa social parecía asistirlo en virtud de una fibra solidaria nacida de la identificación: era el pobre que había llegado a rico gracias a saber administrar su fuerza física; qué culpa tenía él si esa misma habilidad podía condenarlo. (“De pronto, su vida miserable y turbulenta se convierte en una parábola de la tragedia argentina: el sueño de saltar de canillita a campeón. La borrachera de la riqueza y la fama en un país sin grandes ejemplos de trabajo creador, termina de la manera más previsible y dolorosa (...) Alicia Muñiz es la última víctima de un sistema perverso que ya no distingue entre víctimas y victimarios (...) salió del fango, entró en las espléndidas luces del ring y mostró que en este país el camino también –y sobre todo– se hace a golpes”, escribió, por ejemplo, Osvaldo Soriano en este mismo diario.) Sus acusadores, curiosamente, sostenían algo parecido, y la mayoría de las notas publicadas en ese momento refuerzan la idea: la violencia era una cuestión de clase, de falta de educación; de qué servían los millones si la marca en el orillo se notaba. De todo eso, la violencia de género estaba claramente ausente. En las dos versiones, Monzón y no Muñiz era la víctima: de sus instintos.
María Moreno todavía recuerda que, a fuerza de insistir en lo específico de la violencia que había sufrido Muñiz, en la redacción del diario Sur ella, Liliana Moreno y Moira Soto cargaban con el mote de “las viudas de Alicia Muñiz”. Por 1989, cuando todavía el juicio oral estaba pendiente, Moreno escribió en ese diario sobre la tendencia compasiva hacia Monzón. Es que, antes que en términos de violencia, el asesinato era leído con mirada clasista, con lo cual la división de aguas tenía más que ver con cuestiones de ascenso social y educación que con relaciones entre varones y mujeres: muchas de las voces que sostenían la necesidad del castigo ejemplar lo invocaban en términos de sanción al inadaptado de clase, no al varón violento con capacidad de matar a una mujer que no se adaptaba a sus reglas. “Trágicamente el imaginario popular argentino traza una velada avenencia con el oprimido-golpeador –escribió–. Desde las ganas que Fierro tiene de sobar a la negra antes de despachar al negro (...) hasta las palizas de Moreira a Vicenta cuando comienza su chifladura seudoisabelina, pasando por ‘me verás siempre golpeándote como un malvao’ y el elogio desfachatado de ‘la toalla mojada’. ¿Será por eso que la polémica sobre Monzón adquirió un tono tan confusamente populista? (...) Muchas mujeres interesadas en la condición de su sexo no deberían tomar como progresía que tantos hombres se escandalicen ante el caso Monzón. Eso no los pone del lado de las mujeres golpeadas, cuya defensa ha sido encarada en su mayor parte por mujeres.” (El texto completo, contundente, puede encontrarse en El fin del sexo y otras mentiras, Editorial Sudamericana.)
Por entonces en Argentina no existía aún un marco legal específico para tipificar, investigar y castigar la violencia de género. Se trataba, apenas, de un asunto privado, y por lo tanto de un asunto entre Muñiz y Monzón: al menos ésa era la mirada predominante. Moira Soto, que por entonces escribía en Sur y en La Razón, recuerda: “era realmente un caso de manual, con denuncias previas, héroe nacional apañado, mina que quiere romper y tipo que no se banca el rechazo. Se sabía que había golpeado a Susana Giménez, esto contado por compañeros de un viaje a Francia, por ejemplo... Si bien la cuestión de la violencia contra la mujer ya había empezado a emerger (en el suplemento ‘La Mujer’, del diario Tiempo Argentino, en revistas femeninas tipo Vosotras), lo de Alicia Muñiz sirvió para ponerlo mucho en el candelero”.
“A Monzón lo trasladaban en ambulancia para hacer la reconstrucción en la quinta, y me acuerdo de que la gente le gritaba ¡campeón!, ¡dale campeón!... Claro, era Mar del Plata en esa época: Olmedo, Porcel, Sofovich, Monzón, eran todos objeto de la idolatría popular. Era muy difícil la cobertura del caso: socialmente estaban todos a favor del campeón, imagínate, al campeón no se lo puede tocar... estaban todos a favor de la tesis del accidente.” En febrero de 1988, Norberto Chab estaba lejos de imaginar que la mañana del lunes 15 iba a tener que convertir la cobertura veraniega (farándula, playas, chismes) que desarrollaba para Diario Popular en el seguimiento de un caso judicial. El entonces corresponsal (y actual director de la revista Hombre) recuerda que eran prácticamente todos varones los encargados del tema, que hubo pocas mujeres enviadas por los diarios y las revistas (menciona como excepción a Marisé Monteiro, a quien Susana Giménez dijo en esos días: “Alicia pude haber sido yo”), que tuvo alguna discusión cuando planteó que la tesis del accidente que sostenía la defensa era indefendible. Y es que al menos durante una semana los diarios recogieron puntillosamente la versión de Monzón, quien en un principio declaró no recordar nada de lo sucedido, pero luego fue más claro: “le pegué una trompada en la boca, la agarré del cuello, después los dos nos caímos por el balcón”. Ante el primer juez a cargo de la causa, Jorge García Collins, también agregó: “le pegué a todas y nunca pasó nada”.
Fuera por reflejo de periodista de diario virado al sensacionalismo, fuera por convicción, o incluso por gesto con consecuencias impensables, fue Chab quien dio la nota en las coberturas de ese verano: “fui el único que consiguió la foto del cadáver de Alicia Muñiz”. La imagen todavía hoy es profundamente perturbadora: un plano corto, cortísimo, de su perfil, en el que se pueden ver con claridad las huellas de un golpe en la cabeza, las marcas de dedos en el cuello. Sólo ante esa imagen comenzó a desbaratarse la teoría de la defensa de Monzón, que insistía con el accidente, con la discusión de culpas compartidas y la exaltación imparable, como de histérica, que había llevado a la propia a Muñiz a tirarse al vacío. “Esa foto es terrible, y sí, provocó un escándalo. Yo estaba con mucha bronca porque no podía entender que todos los diarios fueran complacientes con Monzón, que era un tipo que había matado a una mina, no otra cosa. Al fotógrafo, Chocho Santoro, le dio muchísima impresión entrar a la morgue y verla, sacó sólo cuatro fotos, todas iguales, y se quiso ir... Pero todavía hoy estoy convencido de que estuvo bien lo que hicimos: era mirar la noticia desde otro lado. Todos estaban haciendo guardia en el Hospital Interzonal, esperando para tener al campeón con el brazo enyesado, pero la noticia era ella: ella era la asesinada. Estoy seguro de que la foto sirvió para torcer la decisión que se estaba tomando. La opinión pública estaba a favor de Monzón, la autopsia estaba siendo cuestionada y había distintas versiones, pero a partir de que se publicó esa foto, Vera Lecich, el abogado de la familia Muñiz, pudo demostrar lo que venía diciendo. Recién ahí se le empezó a creer.”
La crudeza de esa imagen todavía hoy estremece; sólo una o dos publicaciones más la reprodujeron. Se trataba de una evidencia con la que la Justicia contaba, pero que sólo al tener circulación pública atemperó los ánimos de quienes se horrorizaban por el campeón caído en desgracia. Sólo la evidencia material de un golpe y las marcas del ahorcamiento permitieron empezar a hablar de ella como víctima de una violencia no deseada y, sin embargo, sí consentida y apañada por un entorno que desestimaba su temor y sus denuncias (Muñiz había presentado un reclamo judicial por “disturbios, amenazas y violación de domicilio” en octubre del año anterior).
“Sexo consentido antes de morir”, “crimen pasional”, “la víctima llegó al momento y lugar de su muerte por voluntad propia”, “no hay que juzgarla por un último desliz”, “el bello cuerpo”, “la bella empresaria”: ésas y no otras fueron las primeras palabras que, en 2006, se usaron para contar la muerte de Nora Dalmasso. Había sido encontrada desnuda y apenas cubierta por una bata, con marcas de ahorcamiento en el cuello; había pasado en un barrio cerrado; había sido asesinada y todo hablaba de violencia, pero la historia que se contaba era muy otra. Antes de que la autopsia pusiera palabras oficiales a las dudas, la escena se miró en términos de S/M: tan fuerte era el deseo por leer la muerte desde la pasión à la Hollywood que, en las marcas de dedos en la garganta, se interpretó un placer extremo antes que un acto de violencia. Tan intenso fue el fervor por confirmar que los actos públicamente inmorales tienen consecuencias morales y vitales, que a Nora Dalmasso se la llamó Norita y se la rodeó de historias con amantes, que incluso su viudo fomentó al decir que bueno, ella se había equivocado pero él la perdonaba. Se la retrató como transgresora por haber sido encontrada en la cama de su hija: aunque el dato existía, sólo después se dijo que si usaba ésa y no otra habitación era porque la suya estaba en obra. Se abundó en detalles que colaboraban en dar forma a la escena de la intimidad amorosa: se habló de la bata, la desnudez, el cinturón de seda. Se sospechó de ella por cumplir con el mandato de la belleza: estaba en tan buen estado físico que cada mañana salía a correr, peleaba tan bien con el envejecimiento que “aparentaba unos diez años menos de los que tenía”. Todo lo que había hecho de ella una mujer bien mirada en vida se volvía rasgo negativo tras la muerte, y servía para culparla.
El show mediático que convirtió a Nora Dalmasso en una mujer liviana y coqueta sólo se calmó cuando los fiscales dijeron que era evidente por las huellas que su asesino “tuvo voluntad de matar: fue un crimen muy violento, apretó, apretó hasta matarla”.
Pero aunque Dalmasso dejó de ser invocada con el diminutivo juguetón y era claro que su muerte había sido violenta, aunque se dijo que ella era, antes que una amante arriesgada, la víctima de alguien, a pesar de todo eso, lo que siguió fue más de lo mismo. Se habló de sus muchos amantes, se barajó la necesidad de realizar una “autopsia psicológica” y se insistió con rastrear en su vida las huellas del destino fatal.
En 2002, cuando María Martha García Belsunce apareció muerta, la primera culpable fue ella misma: era muy torpe, dijo su viudo. Cuando se mostró que la torpeza había sido dejarse meter cinco balas, se habló del pituto, y cuando eso fue insostenible, salió de la galera una aventura lésbica. Todas las versiones fueron reproducidas hasta el hartazgo: cuando hubo asombro, se mentó el laberinto de influencias, corrupción y relaciones con el mundo policial, político y de personas adineradas. En cualquier caso, la responsabilidad seguía recayendo en la muerta.
La cadera quebrada de Alejandra Pradón, tras una inexplicable caída desde un octavo piso, sólo mereció menciones humorísticas. Por supuesto, no colaboró el que ella callara.
Que Rosana Galliano tuviera temor de su ex marido, que hubiera llevado adelante demandas judiciales y logrado una exclusión de hogar de José Arce y una orden de prohibición de acercarse a ella (llegó a escribirse que él “aguantó sin oponerse a la restricción judicial”), que él fuera el primer sospechoso no pudo evitarlo: diarios, revistas y programas televisivos se llenaron de historias sobre los posibles amantes de Rosana. Se dio la voz al principal sospechoso, José Arce, para que se despachara cuanto quisiera sobre la hipotética infidelidad. Se ventiló la historia amorosa de una mujer asesinada a los 29 años que, desde hacía tres, intentaba divorciarse de un señor de 60; todavía hoy, con ella muerta, Arce insiste en que no importaba la diferencia de edad porque él tenía dinero.
¿Qué tienen en común todos estos casos? Antes que por descifrar una muerte violenta para llegar a un criminal, el juicio público se vuelve sobre la víctima para realizar con minuciosidad una historización biográfica que explique el camino que llevó a la muerte. No importa la evidencia de una violencia padecida y no auxiliada, sino la irremisible caída anunciada de una mujer hacia la muerte: en inicios de 2008, no es otra cosa que la versión políticamente correcta del clásico “ella se lo buscó”.
“Los varones son sancionados respecto de sus acciones públicas (el homicidio de una mujer), pero no respecto de la historia de violencia que sufrió la víctima durante años, que queda invisibilizada”, escribieron Leonor Arfuch, Laura Rozados, María J. Cattaneo y Claudia Rosa en Violencia contra las mujeres y discriminación sexista: un estudio sociosemiótico, publicado en la revista científica de la Universidad de Entre Ríos Ciencia, Docencia y Tecnología de noviembre de 2005. Notablemente, las observaciones que allí realizan sobre las palabras periodísticas y judiciales en torno del “caso D”, el asesinato de una mujer a manos de su marido, coinciden palmo a palmo con lo que sucedió ante la muerte de Dalmasso y Galliano, por mentar sólo algunas. Allí también se habló de la moral privada, en lugar de preguntarse sobre la construcción de las relaciones violentas y la reacción y la responsabilidad social ante ellas, se lo trató “como un hecho que pone en juego la moral privada, y desde allí operó su visibilidad”. Como en los otros casos, la víctima tuvo que salir a ser defendida: también allí se alegó que ella no lo merecía, que era buena persona. Y si la víctima hubiera sido antipática, ¿qué? ¿Es realmente menos defendible por eso? No sin consecuencias sociales, en el “caso D” la mujer también debió ser defendida de acusaciones morales, por lo que las investigadores observaron con claridad que si tal cosa sucede es porque la mujer no santa es construida, aun, como merecedora de la violencia, “porque se sigue vinculando la violencia contra la mujer con el deseo sexual”. Y agregan: habitualmente en estos casos la violencia queda desplazada del debate: no se habla de la negligencia del Estado para intervenir a tiempo, de los amigos y familiares que no acudieron en auxilio, “el caso había sido construido como un drama pasional más, sin atender a sus fuertes características de violencia doméstica y sexista. Que en ningún momento suscitó una reflexión sobre este tipo de violencia, como un extremo posible de toda violencia contra las mujeres”. A eso podríamos sumar: no es sólo la figura de la puta, también la de la ingrata: en el caso Galliano, Arce clama su lugar de víctima, todavía enamorado e irreversiblemente “cornudo”. Por supuesto: él puede decir cuanto quiera, el escozor nace, en realidad, en que esa voz tenga espacio. No deja de ser tan sospechoso como lo era Pocho Vargas cuando, aun en juicio porque la acusación de haber violado a Romina Tejerina no se había resuelto, Rolando Graña decidió dedicar la mitad de su programa a una entrevista con él, habida cuenta de que la otra mitad del tiempo había entrevistado a Romina. Claramente, la teoría de los dos demonios, sí, pero aplicada al género. Y aún peor: esa equivalencia que suele establecerse entre víctima y victimario, la misma –desde ya– que se aplicó al caso de Monzón y Muñiz, sigue vigente. Si Arce nada tuvo que ver, si Rosana es a fin de cuentas la víctima de un asesinato, ¿por qué dar espacio a discutir su vida privada?
Decía Marta Ferro, la cronista de policiales más sólida del diario Crónica, que ella había logrado establecer una pauta en ese diario: nunca darle la palabra al golpeador. ¿El argumento? “No me gustan los torturadores. Mostrábamos los cadáveres de las mujeres y las fotos que evidenciaban cómo las habían desfigurado... eso cuando querían hacer la denuncia, porque la policía no tomaba la denuncia. Pero cuando los policías leían la nota en Crónica, iban a buscar a la mujer y hacían lo que tendrían que haber hecho antes.”
La francesa Marie Trintignant fue asesinada por su pareja, el cantante Bertrand Cantat, quien tras golpearla con furia la dejó yacer inconsciente, sin atención médica, durante toda una noche. Tras diez días de agonía, Marie murió a principios de agosto de 2003. Su muerte generó un revuelo poco visto en Francia: ella era hija de actores reverenciados y actriz ella misma; él, el cantante de Noir Désir, un grupo cool y políticamente comprometido con causas de izquierda. (Fue juzgado, condenado, salió en libertad condicional a fines de 2007.) Cuando ella murió, el por entonces presidente Jacques Chirac habló públicamente del caso: lamentó la muerte violenta de Marie, pero ante todo se refirió a la violencia de género y la condenó con claridad. Resulta inimaginable el impacto que una declaración semejante, de parte de una autoridad del Estado, tuvo sobre la sociedad.
El 27 de enero, un cable que fue reproducido por diarios de todo el país dio a conocer la muerte de una adolescente en un hospital de Berazategui. Daniela A. había sido internada ocho días atrás, “en grave estado, con cortes y quemaduras aparentemente provocadas con una picana eléctrica”, las quemaduras estaban en su cabeza y rostro. Tenía 16 años y hacía cinco meses convivía con su novio, un hombre de 30. Había sido encontrada en una zanja, cerca de la casa que compartía con él. Sus familiares y amigos contaron una y otra vez que ella le temía, que él la amenazaba y era celoso de sus amigos varones, que no la dejaba ver a su familia y sus amigas, que más de una vez le había pegado. El cable concluía: “si bien la familia de la adolescente acusó al novio de la chica de ser el autor de un brutal ataque, los pesquisas policiales no descartan que las heridas hayan sido autoinfligidas o provocadas por accidente”.
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