Vie 22.02.2008
las12

TALK SHOW

Esa fuente inagotable llamada Jane

› Por Moira Soto

Objeto de un culto que se incentivó mucho a fines del siglo pasado, apreciada tempranamente por escritores, filósofos, críticos literarios, Jane Austen recién conoció el éxito cuando se publicó –sin firma, anunciada en la tapa como “a novel by a lady”– en 1811 Sensatez y sentimientos (primera de sus novelas editada, que había sido bocetada a los 20 y reescrita a los 23, entre 1707 y 1798). Años antes, a los 22, había terminado First Impressions (primer título de Orgullo y prejuicio), obra que su padre admiraba y recomendó al editor Thomas Cadell, ofreciendo incluso a invertir en su publicación. Pero este relato de dos romances paralelos, con escollos debidos a malentendidos y calumnias, que culminan con toda felicidad, y que luego se convertiría en la creación más popular de Austen, fue rechazado por Cadell, quizá sin leerlo. De modo que la genial escritora debió esperar a los 36 para ganarse sus primeros dineros –140 libras–, y sólo a los 38 pudo asistir al suceso de Orgullo... mientras terminaba de escribir Mansfield Park y preparaba el borrador de Emma, sin dejar de hacer las tareas de la casa. En 1815, luego de la publicación de Mansfield, aparecen las primeras señales de enfermedad que Jane asume discretamente hasta su agravamiento en 1817, año en que muere dejando lista Persuasión e inconclusas otras dos novelas, antes de cumplir los 42.

Esta escritora tan talentosa como precoz, con mínima educación formal, antes de los 20 ya había escrito varias obras en las que afloraban su sutil sentido del humor y su acerado espíritu crítico. Entre ellas, Catherine, or Bower, donde trataba el tema del dinero vinculado a la libertad personal y al matrimonio por interés, una cuestión que además de llevarla a profundas reflexiones, marcó su propia vida: Jane Austen trató de ganarse su plata, rechazó propuestas matrimoniales ventajosas en lo económico porque no amaba a sus pretendientes. Empero, hay pistas que casi prueban que Austen se enamoró a los 20 del joven, guapo, inteligente y seductor Tom Lefroy, irlandés con el que compartía gustos literarios. Un amor sin futuro en la práctica, puesto que Tom tenía cinco hermanas y dependía de un tío juez que le pagaba los estudios de abogacía en Londres, mientras que Jane carecía de algo parecido a una dote. No está claro qué pasó, pero lo concreto es que el joven partió antes de lo previsto, y pocos años después se casó con una rica heredera.

Según la versión componedora que cuenta Becoming Jane (2007), producción cinematográfica que no se estrenara en salas de América latina por decisión de la distribuidora, Jane Austen y Tom Lefroy iniciaron juntos una huida con destino incierto, pero a mitad de camino el carruaje que los llevaba se empantanó y quiso el azar que la joven, al tener en sus manos los efectos personales de su amado, alcanzara a leer las primeras líneas de una carta. Así fue como se enteró de que Tom –que en este film se las da de libertino: vino, mujeres y boxeo– en realidad pasaba parte de su remesa a su numerosa y al parecer hambrienta familia. Tal la versión de hechos nunca despejados –en su afán de preservar la intimidad de Jane, su hermana Cassandra sólo dejo 28 cartas de Jane– que dan los guionistas Sarah Williams y Kevin Hood en esta vistosa, decorativa realización de Julian Jarrold que intenta darle un cierre de algún modo satisfactorio al romance: ya cerca del final de su vida, en la última escena, Austen se encuentra casualmente con Tom en un concierto. El le presenta a su hija adolescente, “su más ferviente admiradora”, que se llama, sin casualidad, Jane.

De todos modos, los desaciertos de Becoming Jane no pasan tanto por reinventar esta historia de amor trunca, sino por querer mostrar a toda costa, con recursos obvios y elementales, las presuntas fuentes de inspiración y el proceso de creación, al tiempo que intenta actualizar esforzadamente los diálogos. Por ejemplo, después del sermón del padre (que reconocía y estimaba el talento de su hija) en la parroquia sobre los deberes de la mujer (“si tiene la mente sagaz, debe tener la sagacidad de ocultarla”), la madre lleva a sus hijas a visitar a Lady Gresham (estupenda Maggie Smith) en pos de un candidato y, de regreso, Jane protesta: “Hizo que nos exhibiéramos como yeguas de cría”.

En su afán explicativo, esta película muestra a la joven de 20 escribiendo y leyendo después lo que escribe, que a su vez se inspira en episodios de su vida (ella es como Lizzy Bennet, Tom es Darcy, la madre es la señora Benett). Esta Jane Austen defiende la literatura de las mujeres, juega muy bien al criquet, espía a los muchachos que se bañan desnudos en el arroyo y tiene los ojos de bambi de Anne Hathaway. Al igual que en la versión de Orgullo y prejuicio del ahora exaltado Joe Wright, con la que Becoming Jane guarda parentescos y similitudes, en esta pretendida biografía juvenil se ponen en escena algunos gags supuestamente cómicos (la criada dando un respingo en la escalera y volcando la bandeja cuando Jane toca el piano en la mañana, la caída de Tom en el bosque) que poco y nada tiene que ver con el espíritu austeniano que, según Virginia Woolf, ya estaba perfilado nítidamente a los 15, en esos primeros textos que expresaban su escepticismo, su distancia crítica del mundo en que vivía.

La autora que tuvo que esperar tantos años para cobrar una libras sin duda seguirá proveyendo de ideas y de tramas a adaptadores/as, guionistas, directores/as de cine, de teatro y de TV. Dándole material de estudio a académicos/as que miran por encima del hombro a janenites y austenites que desde sus clubes desarrollan diversas formas de culto fetichista que, como es natural, ha dado origen a todo un merchandising para celebrar a una escritora que en vida prefería mantener el perfil bajo.

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