INTERNACIONALES
La escalada del catolicismo militante en varios países de Europa amenaza con suprimir conquistas que en ese continente parecían garantizadas desde hacía décadas. El aborto y los derechos civiles de las minorías están puestos en juegos por la derecha polaca y francesa y son terreno de disputa frente a las próximas elecciones en Italia y España.
› Por Milagros Belgrano Rawson
Primero fue el turno de Polonia: en 2005, el triunfo de la coalición del partido conservador Dios y Justicia, la Liga de Familias Polacas (LPR) y los populistas inauguró una “revolución moral”, que prometía poner fin a décadas de corrupción de los gobiernos de izquierda. Unos meses antes, el actual presidente, Lech Kaczynski, por entonces alcalde de Varsovia, prohibía una manifestación de organizaciones homosexuales. Mientras la LPR realizaba una contramanifestación bautizada como la “Marcha de la Normalidad”, uno de sus miembros invitaba a luchar contra la “propagación de la homosexualidad”. Por otro lado, el año pasado, el gobierno de Kaczynski fracasó en su intento de endurecer la ley de aborto de ese país, ya de por sí una de las más estrictas de Europa. Inmediatamente, el vicepresidente de la LPR, Wojciech Wierzejski –quien exhibe en su despacho un cartel que prohíbe la entrada a los “pederastas”– publicó la lista de diputados que se abstuvieron de votar las enmiendas que buscaban prohibir la interrupción del embarazo incluso en caso de violación o incesto. Finalmente, la Corte Europea de Derechos Humanos condenó al gobierno polaco por negarle un aborto terapéutico a una mujer que, tras su tercer parto, perdió la vista y quedó inválida. Sin embargo, esta amenaza a conquistas que en Europa ya parecían garantizadas no se limita a uno de los países más pobres de la Unión Europea: ya en 2003, el por entonces ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, presentaba en Francia la “Ley de Seguridad Interior”, aprobada por el parlamento de ese país ante el creciente aumento de la criminalidad. Esta norma creó nuevos delitos y sanciones para combatir a los mendigos, los squatters –ocupantes de casas vacías– y la “gente de viaje”, el eufemismo utilizado para referirse a los gitanos. También penalizó la oferta de sexo “pasiva”: basta que una mujer en situación de prostitución se pare en una vereda para que la policía la detenga y la multe en varios miles de euros. De esta manera, esta ley pone contra las cuerdas a las prostitutas, si se tiene en cuenta que el Código Penal francés no prohíbe la prostitución y ni siquiera la define.
Por otro lado, el discurso sarkozysta no se limita al terreno de la sexualidad. “Autoridad, familia y moral” fueron algunos de los ejes de la plataforma electoral con la que el actual mandatario francés llegaría a la presidencia. Valores que resultan, cuanto menos, curiosos en boca de un hombre que, a pesar de proclamarse como católico, se ha divorciado dos veces y cuyas reiteradas infidelidades alimentan la polémica biografía no autorizada de su segunda ex mujer. Más increíble resulta aún que, en un discurso que dio en una basílica de Roma, el jefe de Estado haya declarado que “la moral laica puede agotarse” cuando “no llena la aspiración del hombre”. Su ataque a la cultura laica, uno de los valores más sagrados de la República Francesa, continuaría un mes más tarde, casualmente –o no– en Arabia Saudita, donde el fundamentalismo religioso rige la vida de ese país. De modo que, mientras el poder adquisitivo de los franceses se derrumba hasta alcanzar el índice más bajo desde 1990, su presidente no encuentra mejor rumbo que lanzarse a una cruzada moral que contrasta con su estridente vida amorosa.
Si en la cuna de los derechos humanos el aborto aún no corre peligro, esto sí sucede en España, donde la legislación que desde 1985 despenaliza la interrupción del embarazo es equívoca: riesgo grave para la salud física o psíquica de la madre, violación o malformación del feto son los tres casos en los que este procedimiento está autorizado. Esta ambigüedad en la norma ha permitido que recientemente, y en medio de una espectacular escalada de los grupos de ultraderecha, unas 40 mujeres acusadas de abortar hayan sido citadas en juzgados de todo el país y que 11 médicos fueran detenidos por realizar abortos ilegales. “Nos están acosando con inspecciones político-ideológicas que no se justifican desde el punto de vista sanitario”, declaraba a la cadena británica BBC la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo, en enero pasado. Mientras, sólo el 3 por ciento de los abortos voluntarios se realiza en hospitales públicos españoles, donde el personal médico ejerce, casi invariablemente, la objeción de conciencia. Incluso, como denunciaba hace unos meses un artículo del diario El País, muchos médicos dicen a sus pacientes que este procedimiento es un delito, lo cual contribuye a agregar más confusión en torno de este tema. El miércoles pasado, varias organizaciones feministas se manifestaron en Madrid para exigir una reforma de la ley que contemple el aborto libre y gratuito: el 97 por ciento de los procedimientos se realiza en clínicas privadas que, por otro lado, hicieron un paro de cinco días en protesta por el “acoso de las autoridades sanitarias”. Entretanto, el gobierno de José Luis Zapatero ha indicado que por el momento no prevé la modificación de la ley. Es que, en el contexto actual, si así lo hiciera, esto equivaldría a un suicidio político. A principios de este mes, los obispos españoles pidieron a sus fieles no votar por el Partido Socialista en las próximas elecciones del 9 de marzo, sino hacerlo por programas que “sean compatibles con la fe cristiana” y que defiendan “la unidad de España”, o sea, el conservador Partido Popular. El Episcopado fue, incluso, más lejos al decir que el gobierno español “pone en peligro a la democracia por su laxismo radical”. Zapatero ya cargaba con los reproches católicos sobre las recientemente aprobadas leyes de matrimonio entre personas del mismo sexo, de instauración de la educación cívica obligatoria y de identidad de género (permite cambiar de género sin pasar por una cirugía ni un juzgado). En cuanto al aborto, esta suerte de manifiesto electoral del Episcopado rechaza la ley en vigor desde hace dos décadas y defiende “la vida humana en todas sus etapas”.
En Italia, un contexto similar amenaza con el regreso de Silvio Berlusconi al poder. Paralelamente, la derecha católica, que no dudó en soltarle la mano al gobierno de Romano Prodi, avanza a pasos agigantados. Desde el referendo de 2005 sobre la procreación asistida –la Iglesia consiguió que la ley no fuera modificada– a la manifestación donde grupos católicos protestaron contra el proyecto de unión civil entre personas de igual o distinto sexo, el clero italiano parece cada vez más convencido de que sabe representar los intereses de la población. Desde el año pasado, en la región de Lombardía, una ley obliga a todos los hospitales a enterrar los fetos producto de un aborto, ya sea espontáneo o voluntario. Por otro lado, hace unos días, un llamado anónimo alertó a la policía napolitana sobre un supuesto aborto clandestino que se estaba realizando en una clínica de esa ciudad. Los policías irrumpieron en la habitación de una paciente que buscaba poner fin a un embarazo con graves malformaciones en el feto, lo que está autorizado por la ley italiana –en realidad, despenaliza esta intervención en todos los casos–. Sin embargo, la policía interrogó a la mujer sobre la identidad del padre e intentó mantener con vida al feto. Comparado con este abuso de autoridad, la reacción del Episcopado italiano frente a una escena de sexo del último film de Nanni Moretti, resulta hasta simpática: “Sería bueno que algunos actores aplicaran la objeción de conciencia”, declaró, hace poco.
Pero ¿a qué se debe esta ola de catolicismo militante que acecha a varios países de Europa? “¿Se trata de un fenómeno pasajero o de una situación de fondo?”, se pregunta Josep Ramoneda, de El País. La Iglesia Católica, desafiada por las iglesias protestantes, las sectas y el Islam, debe defender su territorio sin demasiados escrúpulos, sostiene el periodista. Por otro lado, el repliegue de las ideologías clásicas, el triunfo del poder económico como principal referente social y el sentimiento de inseguridad de muchos ciudadanos constituyen un terreno fértil para que la religión vuelva a sociedades donde el laicismo parecía un valor adquirido, indica. Por otro lado, el debate sobre el terrorismo islámico –y su supuesto antídoto, el cristianismo– quizás haya contribuido a abonar esta situación. Pero si algo han compartido los nacionalismos con impronta religiosa que, a lo largo de la historia gobernaron los destinos de varios países, ha sido su creencia en la superioridad absoluta del sexo masculino y la incapacidad manifiesta de las mujeres, a las cuales indefectiblemente se les ha ordenado cumplir con el rol biológico para el que supuestamente nacieron: entregar hijos a su patria, en detrimento de sus derechos más básicos.
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