SOCIEDAD
LIBERTAD CONTROLADA
El jardín de infantes del penal de mujeres de Ezeiza funciona como un espacio de libertad para los niñosy niñas que viven con sus madres detenidas. Hasta los cuatro años pueden convivir con ellas, después la calle se abre como una promesa y también como una amenaza: el ruido de los autos, los hombres sin uniforme y hasta las puertas que ceden con solo mover un picaporte son cosas desconocidas para muchos de los chicos que nacieron mientras sus mamás estaban presas.
› Por Marta Dillon
Si no estuvieran los alambres de púa hiriendo el cielo detrás de las hamacas, esta plaza de juegos sería igual a cualquier otra. Ahí están las hamacas, el pasamanos, hasta el castillito de fibra de vidrio por el que se puede entrar, trepar y descender por sus toboganes. La arena encandila bajo el sol perpendicular y las estrofas de La gallina turuleca trepan en el viento hasta la garita de un guardia armado y aburrido. El no está detrás del vidrio blindado para vigilar a esos niños que se hamacan en silencio, está para controlar que sus madres cumplan con el encierro al que han sido condenadas por la Justicia. Los chicos también están encerrados, las mujeres tienen derecho a tenerlos con ellas, en su misma celda, hasta que cumplan cuatro años. Pero en este jardín de infantes, con sus colages de papel afiche y sus sillas diminutas, ellos evaden el cerco de la cárcel colgados de unas cuantas fantasías compartidas.
El jardín de infantes de la Unidad Penal Federal 31 fue una idea que nació cuando terminaron los motines que en 1996 levantaron a casi todas las cárceles del país. Entonces también se habilitó la Unidad 31 para las mujeres presas con sus hijos y para las que, por su buena conducta, estuvieran habilitadas a dejar la Unidad 3 que ya empezaba a poblarse masivamente. Los límites son más frágiles hoy. Algunas mujeres llegan directamente desde el juzgado a este conjunto de edificios bajos, cada vez son más las detenidas y llegar a una u otra cárcel es sencillamente una cuestión de espacio. Sólo las embarazadas y las madres de hijos pequeños tienen pabellones designados de antemano. El 9 y el 10 en la 31. Pabellones con celdas individuales para la mamá y su hijo, o sus hijos, no importa cuántos sean, el espacio es el mismo. Diminutos rectángulos con su mesa y su camita de hierro en los que es imposible dar más de un paso sin toparse con algún obstáculo. Ositos de peluche, en general; el bolsón de los pañales o la silla del escritorio. Todo está ahí dispuesto con prolijidad, las celdas parecen cuartos infantiles con cortinas rosas o celestes que las internas han colgado, igual que los muñecos y los dibujos como si ellas se hubieran borrado detrás de sus hijos. Es que la situación de cárcel también las infantiliza, siempre pidiendo permiso para todo, sin disponer de su voluntad. Juan, un niño al que obviamente se le ha cambiado el nombre, lo dice con sus palabras: “Ustedes se tienen que quedar acá porque se portaron mal. Yo, como me porté bien, me voy a ir pronto”. Está a punto de cumplir los cuatro y sabe que cuando eso suceda verá a su madre sólo los días de visita.
Las maestras están preparando los festejos del Día de la Familia casi un mes después que el resto de las escuelas del país. Ellas no están encarceladas, pero saben que el tiempo corre de otra manera cuando se está encerrado, que el afuera se desdibuja o se convierte en una fantasía que a veces da placer y otras temor. El Día de la Familia, que era de la madre antes de ese hallazgo de la corrección política para amparar a los que no tienen mamá, se festeja cuando se puede. Cuando se sabe que la mayor cantidad de mujeres estarán presentes, sin citaciones del juzgado ovisitas de penal a penal que las saquen de sus celdas. Será un día especial, ya lo están disfrutando dentro y fuera de los pabellones. Ese espacio de libertad controlada que promete el jardín de infantes se ampliará hasta contener a las madres. Ese día podrán dejar el espacio reducido en el que están habilitadas a moverse para correr por las salas y el patio de juegos, buscando tesoros escondidos o cumpliendo prendas que harán reír a los chicos. “Nosotras tratamos que éste sea un jardín como cualquier otro, estamos aisladas de la reglamentación interna”, dice Verónica, una de las maestras, y todas se esmeran por limar las diferencias como si ese cerco perimetral que las rodea no influyera para nada en su trabajo. Pero las particularidades irán apareciendo solas. Cuando el fotógrafo camine entre los chicos, por ejemplo, y éstos busquen unas piernas conocidas a las que aferrarse. “Es que no están muy acostumbrados a ver hombres, mucho menos hombres sin uniforme”, explica Verónica.
Hay algo a lo que Marcela nunca termina de acostumbrarse: el ruido de las rejas cuando se cierran a sus espaldas. Fue designada como maestra jardinera por el Ministerio de Justicia apenas se abrió el jardín y la primera vez que escuchó el quejido de los metales que sellaba su salida le dio escalofrío. Todavía le quedaban varias puertas más por cruzar, puertas que se cierran con celeridad pero tardan en abrirse. “Al principio pasaba por los pasillos así –dice Marcela, abrazándose a sí misma–, no tenía idea de lo que era una cárcel, esperaba ver a las mujeres con el uniforme a rayas. Entré al pabellón a entrevistar a las madres y cuando terminé me di cuenta de que no era fácil salir. Me encontré llamando a la celadora a los gritos para que ‘me dé puerta’, no porque me hubieran tratado mal, al contrario. Era sólo la sensación de estar encerrada.” A esperar que les franqueen el paso también se acostumbran los chicos que comparten la pena de sus madres. Ni siquiera en el jardín se animan a tomar el picaporte con sus propias manos. Se paran frente a la puerta y esperan, como lo aprendieron en el pabellón. O permanecen en el mismo lugar, sin animarse a recorrer el espacio de las salas, mucho más amplio del que disponen en ese lugar que saben que no es su casa. Es, sencillamente, “con mamá”. “Esa es una de las cosas que más les cuesta al principio, apropiarse del espacio, moverse con libertad. Nuestro trabajo es igual que en cualquier otro jardín, aunque todo lo que hacemos tiene una clara orientación pedagógica. A estos chicos es necesario abrirles la cabeza, ofrecerles un espacio de libertad”. Mucho más allá de cualquier metáfora.
–Hoy estuvo todo el día gritándole a su compañerita, ¿vos lo retás mucho a él?
–Para nada, él es el que me reta a mí.
El diálogo sucede reja de por medio, entre una maestra y una mamá que esperan de uno y otro lado que la celadora abra el cerrojo. A las nueve de la mañana y a las dos de la tarde, las maestras pasan a buscar a los chicos por los pabellones. No es un trámite sencillo, se demora casi una hora en juntar a todos los chicos para el saludo a la bandera. Todos los días las celadoras tienen que completar una boleta con el nombre de los niños autorizados a salir, cualquier olvido puede demorar horas en salvarse. Pero esa es la rutina y así se cumple. Las mujeres de delantal a cuadros van y vienen repetidas veces, empujando carritos de bebé, enseñándoles a los que caminan a agarrarse de ellos para poder llevar al menos tres niños por viaje. “Estamos tan cancheras que podemos empujar dos cochecitos a la vez, uno con cada mano.” Mientras esperan que las rejas se abran, las maestras pueden hacer comentarios con las mamás, preguntar por las costumbres de los chicos dentro de ese recorrido obligado de la celda al comedor, los pocos metros por los que pueden moverse mientras están en el pabellón. Salvo los días de visita, esas mañanas o tardes en las que todo parece cambiar. La exitación que producen las visitas es contagiosa.Se han preparado tortas fritas, bizcochuelos, termos y mates. Se ha lavado la ropa, mujeres y niños lucen peinados y compuestos, con los cuadernos del jardín bajo el brazo y las artesanías de papel plegado como un trofeo. Es tan importante ese ritual que los chicos lo han incorporado a sus juegos en el jardín. Como en todas las salitas, en éstas también está el rincón de la casita. Pero aquí no se juega al papá y a la mamá, aquí se preparan la comida y las bolsas con que se baja a la visita. Un rinconcito que los chicos sumaron porque les faltaba. Lo arman siempre en el mismo lugar, aunque los niños cambien, aunque no hayan visto dónde otros niños lo armaron antes: junto a la puerta, el punto de contacto más concreto con el afuera.
¿Sienten deseos de salir de la cárcel estos chicos? ¿Eso es para ellos la libertad? “A algunos les da miedo irse, pero es lógico. A los que nacieron acá el ruido de los autos los asusta, por ejemplo. Y muchas veces tienen que ir a vivir con una familia sustituta; es distinto cuando van a casa de la abuela o de alguien de la familia.” A las mamás también les cuesta pensar en el afuera, “porque acá tienen algunas cosas resueltas, el abrigo, el médico para los hijos, la comida. La mayoría tiene una vida muy precaria en libertad, cuando están acá con sus chicos sólo tienen que dedicarse a ellos”, dice Patricia, la maestra encargada de los bebés. Es el jardín el vínculo más fuerte que tienen estos chicos con el afuera, más allá de los códigos que comparten por vivir con sus mamás dentro de la cárcel, ahí aprenden lo mismo que les enseñarán en cualquier otra escuela. “O incluso más, porque tenemos menos chicos y estamos muy atentas para que esta experiencia les dé libertad”, dice Marcela, orgullosa. Detrás de ella se recorta el alambre de púa y un guardia armado vigila que todo esté en orden. Pero esto, en muchos casos, también sucede afuera.