Vie 06.06.2008
las12

CINE

Imagenes venidas del frio

Una oportunidad para acceder al nuevo cine documental hecho por directoras es la que propone la Semana de Cine de Quebec, con una programación que incluye nueve largos y dieciséis cortos, que tocan con diversidad estilística una amplia gama de temas. Cinco cineastas canadienses estarán presentes en la muestra, charlarán con el público y dictarán clases magistrales.

› Por Moira Soto

La búsqueda de la identidad de una mujer adoptada, la muerte vista con ojos infantiles, el suicidio de un hombre que parecía feliz luego de unas vacaciones en familia, la vida a través de las estaciones y la gente que lo habita temporariamente en un enorme parque, la historia real de un pintor exitoso que quemó su obra y se esfumó sin dejar rastros: he aquí algunos de los temas tratados por directoras de cine y televisión canadienses en nueve largos y 16 cortos que se podrán ver, con entrada gratuita, en la próxima Semana de Cine de Quebec que tendrá lugar entre el 9 y el 14 de junio, en la sede central de la Alianza Francesa y la sala Gaumont.

Un panorama ciertamente rico y diversificado referido al documental, en algunos casos experimental, a menudo con tintes autobiográficos y enfrentando cuestiones tabú como el destino de los niños no deseados (Suspiros del alma), el duelo por un suicidio, la carga y el sufrimiento de los familiares que deben ocuparse de personas mayores enfermas, los turbios manejos en el mercado del arte. El tema de la historia colectiva de las mujeres aparece relacionada tanto con la situación de encierro y denigración en la Kabilia argelina (El viaje de Nadia), como, en un terreno más gratamente frívolo, con el tradicional restorán de una gran tienda de Montreal, inaugurado en 1931, al que han concurrido generaciones de mujeres y que en la actualidad suele reunir en sus mesas, atendidas por maduras camareras con aspecto de matronas, a abuelas, madres y nietas.

El viaje de una vida, de Maryse Chartrand.

Entre los largometrajes, por varios motivos se destaca El viaje de una vida, de Maryse Chartrand, redactora creativa de publicidad en importantes agencias durante muchos años, ganadora de una veintena de premios por sus trabajos. Entre 2003 y 2004, Maryse, su marido Samuel Beaudry y sus tres hijos hicieron un largo viaje por el mundo, con mochilas y carpas a cuestas: México, Guatemala, islas del Pacífico Sur, Nueva Zelanda, Australia, Vietnam, India, Francia, Italia... La idea era tomarse un año sabático, bajarse del carrusel de la sociedad del rendimiento perpetuo, para todo, volver a la naturaleza, acercarse a la gente común, enfrentar las aventuras que se presentasen, ir registrando esa experiencia. De regreso a la ciudad, la familia retomó la vida normal de trabajo y estudio, a la vez que Maryse y Samuel intentaban conseguir financiación para posproducir el documental del viaje. Dos días después de obtener ese apoyo, Samuel se suicidó ahorcándose en el departamento que la pareja había comprado para asegurarse una renta.

Luego del terrible shock, que transitó con el apoyo de amistades, Maryse Chartrand decide darle otra forma al documental: aprovechar las escenas felices del viaje, la belleza de los paisajes, los encuentros amistosos con gente de cada lugar, sí, pero lo que ha de vertebrar el relato será el tema de la tragedia del suicidio, de la presión y la depresión de tener que hacer carrera a toda costa, alcanzar el éxito y el prestigio. Sin duda, se trató de una decisión valiente y arriesgada de la directora: hacer este film en primera persona, comprometiendo la participación de sus dos hijas y su hijo, de amigos de Samuel, de especialistas en acompañar personas en el fin de sus vidas y a sus seres más próximos, en salud mental y trabajo, en depresión y suicidio.

El resultado es un doc apasionante que se acerca con sinceridad respetuosa al enigma de la muerte de Samuel, ese hombre que gustaba de la vida y que daba la impresión de tenerlo todo. Ese hombre responsable que ideaba estrategias para sortear todas las dificultades en el viaje, que disfrutaba de las comidas exóticas y de los juegos en la playa, y que año y pico después de regresar de semejante viaje, se colgó sin que su mujer pudiera advertir señales de su depresión. Una verdad disimulada, sofocada, va saliendo a la superficie: “Somos hombres, no hablamos de ciertas cosas”, dice el mejor amigo. “Los hombres expresan su depresión de otra forma, no lloran, no piden ayuda, se ponen irritables y coléricos”, señala un especialista. “Los hombres pierden contacto con sus sentimientos, mientras se toman el trabajo de ocultarlos, la depresión se apodera de ellos”, comenta su terapeuta.

El viaje avanza, llegan las postales de Nueva Zelanda y paralelamente la directora hace otros descubrimientos: Samuel usaba socialmente un traje, como en el teatro, y hacía la actuación que se esperaba de él, delante de sus hijos quería representar permanentemente el rol de superpapá. Significativamente, las chicas pueden hablar del suicidio del padre, comprenderlo (“fue una decisión creada por su enfermedad”) mientras que al varón adolescente le cuesta expresarse. Maryse Chartrand no sólo encuentra explicaciones sobre el suicidio de su marido sino también sobre otros suicidios ligados al rol tradicional, al código de la masculinidad que obliga a mostrar dureza y resistencia permanentes.” Hay que romper ese silencio”, sostiene la directora, y añade: “Hay que desdramatizar la vida, aceptar que no puede comprender todo. Un suicidio no resume la historia de una persona”.

La realizadora Pauline Voisard se acerca con delicadeza no exenta de humor a una de las enfermedades más temidas de la actualidad: el Mal de Alzheimer. Temida sobre todo por las personas que tienen que hacerse cargo de las afectadas, en su mayoría mujer (por razones que tienen que ver no solo con más años de vida). Al filmar Memoria a la deriva, Voisard se tomó el tiempo necesario para convivir a lo largo de dos años con las residentes de la Maison Jean XXIII, un lugar especializado que alienta la participación en actividades lúdicas y las manifestaciones de afecto. Este documental se centra en Obéline, Rose, Rolande y Jacqueline, cuatro damas pulcras y simpáticas en las cuales la enfermedad ya empezó a hacer estrago al comenzar el film. A lo largo del tiempo, cada dos meses, la cámara se detiene en ellas mientras juegan, reciben visitas, son atendidas por las enfermeras: en distinta escala, las residentes van perdiendo la memoria, la lucidez, la autonomía.

Pero aunque ellas, las enfermas, pueden tener algún momento de ansiedad al caer la noche, quienes verdaderamente sufren son los familiares que no aceptan la situación: la hija de Jacqueline se molesta por no ser reconocida, se niega a llamar a su madre por el nombre de pila, como ella le ha pedido: “Es ella la que está enferma, no yo, sigue siendo mi mamá”, se encapricha con egoísmo cerril. En cambio un hombre de 51, en silla de ruedas, mira con devoción a su madre Obéline: “Puedo amarla así por lo mucho que ella me amó”, sonríe con expresión beatífica: “Estuve siempre con ella hasta los 50, a partir de entonces los roles se invirtieron, ahora es como una hija a la que tengo que cuidar”.

Cuenta la directora de Memoria a la deriva que ella perdió a sus padres relativamente jóvenes: “Los vi partir con mucha dignidad, a veces pienso que eligieron el momento de su partida. Los creía eternos, debí haber estado más presente... En la Maison es como si me hubiera reconstituido una familia. Decidí entrar en sus vidas para dominar la enfermedad, para tratar de ver lo invisible, ese momento en que todo tambalea y el contacto con la realidad desaparece un poco más. Estas personas podrían ser tu madre, tu hermana, tu vecina. Acompañándolas, escuchándolas, calmé mi miedo a esa enfermedad, al menos por el momento...”

Acordeón, de Michele Cournoyer.

Buscando a Victor Pellerin se interna audazmente en el misterio que rodea al pintor desaparecido misteriosamente en 1990, después de quemar toda su obra (además de los cuadros que tenía en su taller, pidió prestados los que estaban en galerías y museos). A partir de los testimonios de Anne Lebeau (bailarina, amante de Pellerin), Eudore Belzile (ingeniero, fotógrafo y amigo), Elisabeth Gauhier (su hermana), Olga Korper (galerista) y hasta de un inspector de policía experto en obras de arte, Sophie Deraspe va armando un rompecabezas novelesco en el que parecen sobrar y faltar piezas. Consigue que las personas que conocían a Pellerin hablen espontáneamente, aunque para ello tenga que recurrir en alguna ocasión culminante a métodos poco ortodoxos. Con mucha habilidad va llevando la encuesta y produciendo revelaciones que evidentemente no estaban previstas: el policía cuenta que Pellerin se hacía pasar por personal de limpieza en grandes empresas, fotografiaba cuadros cotizados, los copiaba, después hacía el cambio y se quedaba con el original, que vendía, también informa que Victor traficaba con plantas exóticas... Un artista confiesa que fue su amante por un tiempo, otro de los entrevistados afirma que Victor Pellerin está en algún lugar de América del Sur. La investigación se ramifica y el film termina por cuestionar el mercado del arte, las modas, las corrientes, los curadores, los galeristas. Una gran farsa de la que acaso Pellerin quiso zafar.

Otra de las películas recomendables de esta Semana de Cine de Quebec Realizado por Mujeres es Las damas del 9º piso, realización de Catherine Martin (también responsable de El espíritu de los lugares, que se exhibe en la muestra). En este restorán clásico de las tiendas Eton, cuyo diseño art déco imita el comedor de un lujoso paquebote, se siente transcurrir el tiempo, los casi 80 años desde su apertura. Martin reconstruye historias de clientas fieles que ahora rondan los 90, y de camareras que trabajan en ese noveno piso desde hace muchos años, damas las unas y las otras. Señoras de pelo blanco como Madame Cortez, quien después de ajustarse el moño de su blanco delantalito pentagonal sobre su traje negro ribeteado de blanco, da detalles de la esmerada atención que convirtió ese sitio en favorito de las mujeres: esperar a ser llamadas, darle tiempo a la gente para que elija, recordar el pedido de memoria, sin anotar (como cualquier mozo argentino), llevar los platos tapados en las bandejas para evitar que se enfríen. Otra madura camarera cuenta con orgullo que era vendedora en el cuarto piso y se sintió favorecida cuando la aceptaron en el noveno, aunque era gorda: “Adoro este lugar, me jacto de trabajar aquí, tengo clientas que me eligen desde hace 20 años”. No es de extrañar que en los ’30, en los ’40, en los ’50, cuando las mujeres todavía no salían a comer o a tomar el té solas, este noveno haya sido una especie de club para ellas, aunque los hombres no estaban excluidos. Algo parecido a lo que sucede con Las Violetas, la confitería y restorán porteño, sobre todo los fines de semana, a la hora del té.

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