URBANIDADES
› Por Marta Dillon
“Ya que tengo el dinero, voy a ser un hombre.” “Los hombres no sienten. Yo no siento nada después de un polvo. Me gustaría, pero ¿para qué?.” “No había sido fácil llegar a una posición de completa independencia donde nos permitíamos el lujo de tratar a los hombres como objetos sexuales.” Todas frases tomadas al azar del libro de Candace Bushnell que dio origen a la serie Sex and the city, y a la película que debe haberse estrenado ayer. La gracia de la serie que terminó hace cuatro años era ver y escuchar a bonitas y poderosas mujeres entre los 30 y los 40 hablar de sexo igual que hablaban de zapatos o de ropa. Es decir, mucho y con soltura. Con la liviandad con que se habla de objetos descartables, deseables y fáciles de acumular porque, de cualquier modo, una tiene el dinero suficiente para reponerlos. Aunque después se suelte un lagrimón de súbita conciencia por la falta de amor y lo efímero de la felicidad, que eso nunca faltaba en la serie. Esa era la clave del asunto, no tanto la libertad sexual sino la equiparación económica entre varones y mujeres que tuvo su auge en los Estados Unidos en la última década del siglo pasado. Por aquí, bueno, de aquí se puede decir que la mayoría de las fanáticas de Sex and the city son secretarias ejecutivas, ejecutivas debajo del techo de cristal, algunas profesionales –¿no es gracioso el personaje de Nancy Dupláa en el nuevo unitario mujeril Socias? Sí, claro, estereotipado al extremo, tanto en su forma de gozar del sexo como de padecer el desamor; es esa exageración lo que lo convierte en definitivamente gracioso–, algunas niñas ricas sin tristeza y un largo etcétera de mujeres que veían la revancha por tevé. Revancha al desamor, claro. Porque, poderosas o no, el amor está ahí titilante, en ausencia o en presencia empalagosa, para que no olvidemos de qué se trata una mujer hecha y derecha, por muchos zapatos y polvos que coleccione. Lo que sí será más difícil de encontrar por estos pagos es mujeres que ganen tanto dinero como los hombres, que de eso era de lo que se jactaban las protagonistas de la serie. Sencillamente porque aquí –y en la mayor parte del mundo– las mujeres ganan cerca de un 30 por ciento menos que los hombres que hacen el mismo trabajo que ellas. Verdad de perogrullo pero verdad al fin.
Más o menos para el mismo momento en que terminaban las sucesivas temporadas de Sex and the city el cable empezó a regalarnos las aventuras de otras mujeres poderosas, las chicas de The L word –la palabra con l, sería su traducción literal–. Un grupete de despreocupadas lesbianas con trabajos diversos pero sin problemas monetarios que también hablan de sexo y lo practican como quien toma un vaso de agua, sin problemas de visibilidad o necesidad de salir del clóset porque al parecer esas puertas ya estaban abiertas de antemano. No es por hacer proselitismo, pero aquí la cuestión del dinero tiene una importancia menor aunque es evidente, cursando ya la cuarta temporada, de que las que se muestran más masculinas son las que manifiestan una voracidad sexual cercana a la predación. Basta como ejemplo citar a Papi, una latina que no se sabe de qué vive ya que lo que más le gusta es jugar al básquet en la calle y aun así no tiene problemas de dinero y que por supuesto tiene el record en cuanto a chicas que pasaron por sus hábiles manos. El de The L word parece un mundo ideal –si es que existe alguno– para lesbianas (siempre encuentran a otra y jamás hay un equívoco) de muchas clases. Si Papi estuviera en Argentina, por poner un ejemplo, podría haber corrido la suerte de esa chica que todavía sigue imputada en una causa por homicidio sólo porque era “fanática de los teléfonos celulares (el de la víctima fue robado), tenía una causa por hurto por escalamiento y era lesbiana, lo que hizo presumir un crimen pasional”, según el textual de un diario nacional que mecha ese párrafo en la misma nota en que da cuenta de que a dos hombres les ordenaron prisión preventiva en el mismo hecho.
Desde el éxito de la serie que hoy ya es película, para seguir con las comparaciones odiosas, aquí también se popularizaron las novelas y unitarios que tienen como protagonistas a mujeres independientes; con sus bemoles, claro, y siempre en busca del amor, salvando el caso de Mujeres Asesinas, que desde el título merece pocas explicaciones más y que en la acumulación de capítulos perdió la gracia del principio y volvió a machacar con aquel estereotipo de la mina perdida por sus pasiones. Pero, la acumulación de series y novelas con protagonistas mujeres apenas si ha virado un tanto el prototipo de la protagonista de productos de limpieza. Sí, ahora tienen más dinero y hasta se dan el lujo de tener sexo sin amor, pero sus mayores preocupaciones siguen siendo la menstruación, estar flaca, joven, comprarse ropa y prever el momento en que vendrán los hijitos aunque ese deseo no figure en su agenda. Ni siquiera cuando hubo un planteo auspicioso como el que proponía Lalola el año pasado –un hombre machista que se convierte en mujer– se pudo hacer una reflexión sobre el género más allá de la dificultad de caminar con tacos o de hacerse la mamografía; amén de que el hombre que se despertaba mujer tenía pánico de que la confundieran con una lesbiana, que eso parece peor que cualquier otra cosa, un cuerpo de mujer necesita un hombre y un hombre rápidamente le dieron. Con casamiento y perdices, por supuesto.
La tele es la tele y hoy eso es mucho decir; por esa razón ver un capítulo de Socias en lugar de los culos bamboleantes y bien tomados desde abajo que muestra Marcelo Tinelli parece un remanso de paz. Pero, no estaría mal intentar atravesar la superficie de lo que se supone ser mujer, ya que la ficción hará foco en ellas y no volver otra vez a confundir independencia con capacidad para comprar polvos y zapatos. Que eso, digámoslo, ya lo hizo Sex and the city.
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