Vie 13.06.2008
las12

ARTE

Mujeres bravas de cuerpos leves

En París se está realizando una muestra monumental y antológica de Katsushika Hokusai, el japonés más conocido por sus estampas líricas y de paisajes (suya es la imagen de la ola que recorrió el mundo en ocasión del tsunami) que por la atención solidaria que prestaba al poco valorado mundo de las mujeres de su época. Cortesanas y damas de placer, aldeanas en faenas cotidianas, intimidades solitarias y de parejas, exquisitas, misteriosas y fuertes, ellas siempre estuvieron presentes en su obra.

› Por Soledad Vallejos

“A los cinco años tenía la manía de dibujar la forma de las cosas. Al llegar a los 50, había publicado infinidad de dibujos, pero nada de lo que hice antes de los 70 vale la pena. A los 73, aprendí un poco sobre la verdadera calidad de las cosas, los pájaros, los animales, los insectos, los peces, las hierbas o los árboles. Por lo tanto, cuando tenga 80 habré hecho cierto progreso, a los 90 penetraré el significado profundo de las cosas, a los 100 haré maravillas. Y cuando tenga 110 años, todo lo que haga, cada punto, cada línea, tendrá vida propia.” Eso escribía Katsushika Hokusai a los 75 años, es decir, alrededor de 1835, sin saber que no llegaría a esa meta porque moriría a los tempranos 89. Ya era, por entonces, un artista que había conocido cierto reconocimiento por su maestría en el género menor del ukiyo-e, la estampa de circulación comercial y popular que sólo años después de su muerte, y en Occidente, empezaría a ser vista con buenos ojos y pasión. Admirado y copiado por Van Gogh, Degas, Monet (que coleccionó algunas de sus estampas), y hasta Roy Lichstenstein, Hokusai es, además del talento detrás de la famosa La gran ola de Kanagawa, el artista que con su manía por retratar el mundo nada elegante del Japón tradicionalísimo inventó la historieta nipona (suyo es el término “manga”, con que bautizó un libro de dibujos en 1814), llevó la poesía a imágenes y comprendió las mutaciones del paisaje como nadie (por ejemplo, en la deliciosa y reproducidísima serie 36 vistas del Monte Fuji). Pero hay algo más: también dedicó gran, enorme parte de su obra a las mujeres que veía alrededor. Aldeanas enfrascadas en las faenas cotidianas en los casos más líricos, esmeradas cuidadoras de guerreros en los cómicos, amantes apasionadas (y no abandonadas al deseo masculino) en los de su serie erótica, damas de compañía solitarias en los intimistas... Todas ellas tan silenciosas como presentes en la vida cotidiana de un mundo que se erigía sobre bases pretendidamente masculinas, que asociaba el honor con la hazaña guerrera y el heroísmo con virtudes alejadas del reducido mundo doméstico y de placeres sensuales en que reposaban los guerreros. Muchas de esas chicas de miradas cautivantes y vidas en las sombras (no eran suyas las épicas que se narraban, como lo supo la propia hija de Hokusai, O-ei) se dejan ver, en estos días y hasta principios de agosto, en un museo parisiense (el Guimet, dedicado al arte asiático) bajo el nombre de Hokusai, “el loco por su arte”, de Edmond de Goncourt a Norbert Lagane.

MUJER Y JOVEN CRUZANDO UN PUENTE. CIRCA 1830

“Vivir el momento presente. Unicamente estar atento a la belleza de la luna o de la nieve, a los cerezos en flor, a las hojas del arce, cantar, beber, ser feliz al dejarse flotar y llevar, responder a la mirada fija de la tristeza con una soberana indiferencia, rechazar todo desaliento y, como una pajita, entregarse a la corriente del río. Esto es lo que llamamos mundo efímero y flotante”, es la definición que Cuentos del mundo flotante daba, en 1661, de la nueva sensibilidad que bautizaba una forma artística menor. Eso importa porque ukiyo-e, el arte de las estampas en las que luego destacaría Hokusai, suele ser traducido como “pinturas del mundo flotante”, y porque todo en los grabados de esa suerte de bohemia remitía a escenas urbanas, paisajes despreciados por banales (por más que en ellos se reconociera cada milímetro de un cerezo, se viera el viento, se temiera al mar embravecido) y momentos poco elegantes de la vida amorosa, o bien intimidades de la femenina. La mirada nacida a mediados de 1600 recaía por lo general sobre las bijinga: las mujeres bellas, cuyas vidas transcurrían entre las paredes de los baños de placer y cuya actividad laboral estaba regulada oficialmente. Tanto formaban estos baños parte de la dinámica habitual que cada uno de ellos –en ocasiones, como narran los testimonios de la época, inmensos– contaba, por ejemplo, con un dispositivo para atrapar clientes remisos a pagar y evitar la fuga de las mujeres (la puerta, por un sistema que podía activarse para dar la alarma, sonaba y detenía a los o las rebeldes). Pero no sólo de muchachitas frescas vivían los baños: las auténticas estrellas, pocas en número –por eso de reforzar su carácter de exquisitez– pero notables por rango, eran las oiran, mujeres especialmente cultas y educadas en el arte de la ceremonia del té, a quienes se tenía en tan alta estima que se les permitía, de tanto en tanto, salir a pasear por el mundo exterior. Todas ellas eran los modelos más buscados para el ukiyo-e; lo curioso es que las estampas las muestran en su detalle, tanto como en su anonimato. Los cuerpos son firmes y etéreos, los gestos de esos cuerpos claramente comprensibles, las menudencias del arreglo (nada menor, en especial tratándose de muñequitas de lujo) deliciosas, y sin embargo ellas permanecen impasibles, ajenas al mundo, encerradas en sus propios universos de misterios. Sólo a partir del siglo XIX empiezan a notarse en ellas sentimientos, y en esa humanización no es menor la obra de Hokusai, ocupado por llevar las estampas (sean grabados o témperas, o simples cuadernos de dibujos) también al terreno de la crítica y la sátira social, mientras otros (como Suzuki Harunobu) se dedicaban a las “mujeres mariposa”, las enigmáticas (en el caso de Utamaro), o las destinadas a elogiar a las damas burguesas (al dotarlas de atributos que hablaban de su dignidad e inteligencia, como Kiyonaga).

MUJERES JUGANDO. CIRCA 1800-1805

Las mujeres de Hokusai, inclusive en sus trazos más leves, son tan reales que se las puede oír respirar, y a él, al autor, sentir una solidaridad profunda con ellas. Una de esas mujeres, bailarina, encuentra el que tal vez sea su único momento de soledad diario: está sola, frente a un espejo, relajadamente sentada sobre el piso mientras cumple con sus ritos de higiene personal. Claramente trabaja en uno de los centros dedicados a dar placer a los varones, porque todavía la actuación teatral (en público) estaba vedada para las mujeres, y de la pared cuelga, como si fuera una prenda, una máscara. La máscara sonríe, la mujer no, y ni siquiera la semidesnudez y la intimidad de saberse sola en esa habitación le dan paz: en el espejo, aunque sea ella quien se mira, es la máscara lo que se refleja. En otra estampa, un grupo de jóvenes remite a los paseos que las reinas occidentales daban con sus damas de compañía: una oiran y dos de sus seguidoras, alejadas de todo encierro y de los trabajos de complacer a los varones poderosos, contemplan (“admiran” es el verbo que eligió, en realidad, Hokusai) los cerezos en flor y juegan con sus sombrillas, en un clima de complicidad tal que hasta dejan ver sus sandalias y sus pies. El viento, tal vez, podría arrastrarlas con sombrillas y todo. Los rostros pueden ser lo de menos, pero las actitudes lo dicen casi todo.

MUJER DURANTE SU ASEO. CIRCA 1797

El idioma japonés tienen un nombre dulce para mencionar las escenas del erotismo: shunga, o bien “imágenes de primavera”, estampas que detienen los movimientos del amor, el éxtasis y el después en instantes entre místicos (por la devoción casi religiosa, casi de estampita) y desopilantes. Edmond de Goncourt, uno de los responsables de la ola de japonismo que invadió Europa a fines del siglo XIX (y uno de los primeros en revalorizar a Hokusai), escribió a cuento de las estampas de otro pintor: “Por cierto que la pintura erótica de este pueblo ha de ser estudiada por los fanáticos del dibujo: por la fogosidad, por la furia de las cópulas, como encolerizadas; por las volteretas en celo que derriban los biombos de la habitación; por el embrollo de los cuerpos fundidos; por el nerviosismo del goce de los brazos, que al mismo tiempo atraen y rechazan el coito; por la epilepsia de los pies con dedos retorcidos que se debaten en el aire; por esos besos devoradores boca a boca; por los desmayos femeninos con la cabeza echada hacia atrás y la petite mort dibujada en el rostro, con los ojos cerrados bajo los pesados párpados; en fin, por esa fuerza, ese poder del trazo, que hace del dibujo de una verga algo semejante a la mano del Museo del Louvre atribuida a Miguel Angel”.

Las imágenes eróticas que realizó Hokusai son muy poco conocidas: no suele difundírselas, y en la exposición, de hecho, se muestran en un aparte del recorrido, separadas –por efecto de la disposición espacial y decisión de la curaduría– en su montaje de los trabajos aptos para todo público. Se trata de 12 estampas protagonizadas por una cortesana y un guerrero atareados en todas las etapas del intercambio amoroso, excepción hecha del cortejo. En cada grabado, ella parece tan activa, tan interesada, tan entusiasmada como él; las ropas de ambos caen, y los desnudos son generosos para ambos; el sueño los apacigua por igual, mientras desde arriba de sus cabezas un gato observa a una pareja de ratones que, a sus pies, cumplen con sus ritos de apareamiento. (Es de notar que, al menos en un inicio, los shunga tenían cierta misión pedagógica, habida cuenta de que formaban parte de los manuales eróticos desde el siglo XVII). Una sola estampa le alcanzó, por otra parte, para inventar casi todo un género: es su El sueño de la esposa del pescador, con la mujer en éxtasis gracias a la participación de un pulpo inmenso, la imagen indicada cuando de antecedentes de una rama del hentai se habla (la de mujeres ingenuas fatalmente atraídas por criaturas con tentáculos), y también la que recuerda más de una de las películas realizadas en los ‘30 por la zona menos prestigiosa de la industria hollywoodense.

Hokusai vivió siempre en la pobreza, aun cuando conoció una efímera fama en su juventud. Realizó más de 30 mil estampas, dibujó cerca de 500 libros. Tuvo alrededor de 20 seudónimos y al menos 90 domicilios distintos. Andaba por los 68 años cuando enviudó por segunda vez. Su primera esposa, una muchacha de familia acomodada, había muerto joven, y lo había dejado con dos hijos varones y una mujer. Su nueva mujer vivió bastante más, pero a su muerte él ya estaba viejo y empobrecido (en 1812, con la muerte de su primógenito, se habían evaporado las esperanzas de una vejez acomodada, por la herencia que su hijo debía recibir de la familia de su madre). Peor aún: el nieto en quien más esperanzas había depositado tiempo atrás había demostrado que, más allá de sus esfuerzos, no era más que un ratero de vida ligera. Estaba solo, deprimido, y sufría de una parálisis crónica en el brazo izquierdo. Sólo su hija, O-ei (de quien se sabe poquísimo, y que por entonces andaría entre los 40 y los 50 años), pudo rescatarlo de lo que parecía un pozo sin fin: dibujante y discípula brillante ella misma, esposa de un artista menor, abandonó a su marido para volver a casa de su padre. No sólo permaneció con él el resto de su vida, sino que, además, logró tal maestría en las técnicas que muchos de los dibujos tardíos atribuidos a él, sospechan algunos expertos, son en realidad obra de ella.

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