Viernes, 13 de junio de 2008 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
A las muchas obras firmadas por dramaturgas locales y extranjeras, algunas de las cuales figuran entre las más interesante de la cartelera teatral porteña –Mujeres en el baño, Adela está cazando patos, La madre impalpable, La música, Top Girls, entre otras–, se suma, y a mucha honra, el reciente estreno Abaco. Una pieza de Marina Eva Pérez que toma la forma de un poema escénico, magníficamente interpretado por María Cecilia Belmonte, bajo la creativa, segura dirección de Fernando Suárez. Una pieza que abre su propio camino, emparentada con el movimiento de Teatro x la Identidad (Pérez estuvo allí desde el principio y presentó obras como Instrucciones para un coleccionista de mariposas) y su saludable apertura en las últimas ediciones, pero que da todavía un paso más allá.
Con sumo rigor, Abaco elude los riesgos del patetismo, evoca lacónicamente situaciones que ya están en la memoria colectiva (la escena del secuestro), y cambia el eje más recurrente en esta corriente teatral (cuando se elige como personaje a un hijo o una hija de desaparecidos/as: en este caso, la protagonista no ha sido robada, puesto que la criaron su abuela y su abuelo por parte de padre), produce una fisura osada si bien dolorosa en la idealización de los/as abuelos/as como familiares más aptos para hacerse cargo de nietas y nietos, a su vez hijas e hijos de desaparecidos/as. Mariana Eva Pérez subvierte los lugares transitados por el teatro vinculado a los efectos de la dictadura sin procurarse, al decir de Tzvetan Todorov, los beneficios de la buena conciencia. Por ende, su Abaco puede resultarle al público transformador y liberador.
El ábaco, ese antiguo instrumento para contar, calcular, realizar operaciones aritméticas está aquí representado por los blisters de pastillas diferentes que debe tomar la abuela de la protagonista para prolongar su vida. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... cuenta esa mujer joven que quiere emanciparse, romper la dependencia de esa abuela que “algo hizo no bien...”, frase que se repite a través del texto como un ritornello. Como el tema principal de esta música de la laceración que no puede cicatrizar porque la nieta, que querría comprenderlo todo, no entiende a su abuela, no se identifica con ella, aunque en algún momento de piedad la redime por su historia de niña huérfana, pobre, abandonada, abusada, ignorante, fabriquera, peronista de la primera hora, que se casó sin estar enamorada...
Esa abuela que –el encono sube y baja como la marea– “algo hizo no bien con su hijo, con mi padre, algo que él no alcanzó a ver porque fue muerto demasiado joven”. Esa abuela a la que la chiquita indigente de besos le mendigaba amor, a la que la mujer joven le enrostra que no supo cuidar la perra de su papá, que no guardó la blusa verde de su mamá, que traicionó el deseo de sus padres de no bautizarla, que no miró sus cuadernos del colegio aunque sí guardó algunos. Justamente esos que ahora se lleva la nieta malquerida –que afortunadamente encontró refugio en el abuelo– junto con otras pertenencias (“me enterneció tanta basura mía que guardó”), dejando huecos que escriben un mensaje: el reclamo de ser reconocida como adulta responsable que quiere hacerse cargo, a su manera, de su abuela enferma: “Voy a quitarte a la niña que fui, ya no soy esa niña a la que podía hablarle mal de la otra abuela”. Es decir, la materna, la que fue privada de la custodia de la niña que vio al grupo de tareas secuestrar a su mamá y a su papá, aunque la abuela paterna se haga la desentendida. Esa niña que leyó en una carta, tan fogosa como todas las que él escribía desde chico, que su padre hablaba de “poner caños, de hacer un cana suelto para recuperar se arma”, y que ahora, ella, su hija, ruega, implora que por favor solo se trate de robar. Pero sabiendo que se trata de una súplica que ya no será atendida, así como el hambre de él, “de mi padre”, no será nunca saciada.
A lo largo de este texto que va abriéndose en flashes de la memoria disparada por ese recuento de pastillas que da pie al inventario sucinto afectivo de una vida, la tensión narrativa se sostiene y se acrecienta gracias al fluir sin notas en falso de un discurrir bellamente escrito, realzado por la puesta en escena, por el manejo de las pausas, las cadencias, las modulaciones que encuentran en María Cecilia Belmonte a una intérprete bien templada y generosamente jugada. Es digno de remarcar que este espectáculo tan logrado se armó en poco tiempo, con la participación –además del director, ya de regreso en París donde vive y trabaja, de las actrices Belmonte y Paz Rotoni– de Iván Vignau en el video, Alejandro Richichi en la escenografía y, sobre todo, el arte de María Giuffra, creadora de la serie de cuadros Los niños del Proceso, donde está La Niña subversiva (que ilustra esta columnita), presente en el programa de mano. Giuffra asimismo diseñó la turbadora imagen surrealista que surge al cierre de la obra, mientras se escucha una melodía como de cajita de música o de esos viejos peluches a cuerda. Final digno de esta pieza propicia a romper aquellos mares helados que, según Kafka, todo el mundo lleva a dentro.
Abaco, los domingos a las 21, a $ 20 y $ 15, en La Tertulia, Gallo 826, 6327-0303, www.abacoteatro.blogspot.com
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