Vie 27.06.2008
las12

URBANIDADES

Clandestinas

› Por Marta Dillon

“Su presencia ante el médico para tratar el aborto, que si bien provocó ahora no puede controlar, en sus últimas consecuencias implica mostrar su cuerpo, descubrirse en su más íntimo secreto, confesar su delito”, dice con tono casi poético la Sala Sexta de la Cámara del Crimen, en Buenos Aires ratificando el derecho de las mujeres a hacerse atender sin ser denunciadas cuando sufren complicaciones por abortos. Hubo que llegar a segunda instancia para que esa mujer sin nombre fuera eximida de ser investigada, tal como lo había dispuesto el juzgado de instrucción número 44, a cargo de Eduardo Daffis Nikilson. Esa mujer había llegado al hospital Santojanni el año pasado con una hemorragia, había sido atendida por un médico ante el que tuvo que abrir las piernas, contestar preguntas, exhibir su desesperación. Un médico que no sabemos de qué manera la atendió, aunque la haya atendido; un médico que antes, durante o después de atenderla llamó a la policía para denunciar que esa mujer había cometido contra su propio cuerpo maniobras abortivas. Maniobras seguramente desesperadas, como siempre en estos casos, maniobras sugeridas por amigas, un rumor de pasillo, un boca en boca que a veces funciona y otras, muchas, no. Si fuera de otro modo no moriría al menos una mujer cada tres días —según datos del Cedes proporcionados por la doctora Silvina Ramos al portal Compacto de Noticias esta semana— por causas relacionadas con el aborto clandestino, no estarían ocupadas la mitad de las camas ginecológicas con mujeres que no quieren que un embarazo se convierta en un hijo, otra vez no, esa vez no, qué importa, no quieren y es su vida y es su futuro y es una decisión del presente inmediato que puede barajar otra vez el tiempo por delante o lo puede desarticular hasta que no haya más sueño ni proyecto que la urgencia de sostener a otro. Si las maniobras no fueran desesperadas, si la información que guía esas maniobras no fuera informal, de riesgo, posible de decir sólo en secreto, si no fuera así no aumentaría año a año la mortalidad de gestantes en las provincias más pobres, las del noreste o noroeste, donde en un solo año, en un solo hospital —el Pedro Soria, en Jujuy, por ejemplo— se pueden atender mil quinientas mujeres por complicaciones surgidas de abortos clandestinos. Mil quinientas mujeres que sobreviven a esas complicaciones, porque cada siete que sobreviven (Cedes) una muere, una no llega al hospital tal vez porque no puede, tal vez porque teme, tal vez porque también anda de boca en boca el rumor del maltrato, el “qué hiciste” dicho con desprecio, el “mirá que son brutas” dicho a otros como si la mujer de las piernas abiertas no estuviera, fuera sólo un cuerpo; tal vez porque circula como un veneno la posibilidad de ser denunciadas. Ya había sucedido hace unos años en Rosario y la segunda instancia confirmó incluso una pena impuesta en primer término. Era una mujer sin nombre, de un barrio humilde, denunciada por otra mujer por haber llegado al hospital sangrando, sin poder detener la hemorragia, con fiebre y dolor. La atendieron y la denunciaron, la médica que lo hizo habló entonces de su conciencia, como si la conciencia se pudiera lavar pasando el problema al plano criminal, como intentó hacer la ministra de Salud, Graciela Ocaña, cuando dijo que el problema del aborto era un problema del ámbito criminal, total, que se encargue el derecho penal y sus ejecutores. Y lo peor es que a veces el derecho penal se calza el traje de la moral para escuchar un médico que denuncia, encuentra un juez que ordena investigar en la intimidad más escondida de una mujer que decide contra todo, que tuvo que exhibirse para salvar lo que quería salvar en primera instancia: su vida. En el ámbito criminal el tema del aborto se resuelve así, con vaivenes, con las mujeres en el medio, su cuerpo, su capacidad de decisión como territorio en disputa de órdenes morales que poco importan a quien aborta. Quien aborta lo hace porque ésa es la decisión que toma sobre su cuerpo, porque le pertenece como también le pertenece el duelo por esa decisión. Ese es su secreto obligado y también es su intimidad. Y si después llega al hospital porque el Estado no le garantiza la chance de decidir en intimidad y con seguridad, el médico o la médica que la atienda no tiene “la obligación de denunciar a la autoridad policial la existencia de las maniobras abortivas, ya que había tomado conocimiento de ellas en el ejercicio de su profesión, correspondiendo, en consecuencia, el respeto del secreto profesional”, dice el fallo. No debería hacerlo dice el más llano sentido solidario ya que, como también subraya el fallo: “Si una mujer busca auxilio médico porque se siente herida en su organismo, a veces con verdadero peligro de muerte, lo hace desesperada, acosada por la necesidad, forzada a ello contra su propia voluntad”. Porque su voluntad fue otra, la clandestinidad la desbarató.

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