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Sábado, 9 de agosto de 2008

La vida humana

Historia Acaban de cumplirse cuarenta años de la encíclica en la que la Iglesia Católica aclaró, en plena fiebre mundial por la píldora, que sólo admitía un método de planificación familiar: la abstinencia. Sobre ese momento y las fuertes reacciones en la Argentina, con sus debates públicos desde perspectivas laicas y religiosas, investiga la historiadora Karina Felitti, como parte de un trabajo más grande sobre la anticoncepción en el país.

 Por Soledad Vallejos

“En el consultorio me encuentro con un 5 por ciento de mujeres que desean conocer la implicancia religiosa de cada método; en el hospital ninguna hace preguntas.” Con esas palabras, el médico Roberto Nicholson planteaba la prueba cotidiana de una doble moral ante la anticoncepción. La declaración –hecha, en su momento, a la revista Primera Plana– es rescatada por la historiadora Karina Felitti (Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género) en La Iglesia católica y el control de la natalidad en tiempos del concilio, una investigación publicada en el último anuario del Instituto de Estudios Históricos y Sociales (UNC), que en realidad forma parte de una tesis doctoral sobre discursos, representaciones y experiencias sobre la regulación de la natalidad en la historia argentina reciente.

Acaban de cumplirse 40 años desde que el papa Paulo VI diera a conocer la encíclica “Humanae Vitae”, el documento que estableció la doctrina según la cual la Iglesia sólo admite un método de planificación familiar: la abstinencia. Las respuestas, lejos de lo que suele decir el lugar común, fueron diversas y en muchos casos insospechadas. Por empezar, “aun dentro de la Iglesia había y hay sacerdotes y teólogos a favor del uso de métodos anticonceptivos, especialmente de la píldora”, comenta Felitti. Por eso, dice, “es simplista decir que la Iglesia, como si fuera una sola, siempre ha estado contra el control de la natalidad. Por otra parte, además de a las mujeres católicas, la encíclica cayó muy mal a los EE.UU., y poner el acento allí es ubicar al Papado dentro de la política internacional”.

En 1965, el Centro Latinoamericano de Demografía y el Instituto Di Tella realizaron la “Encuesta sobre fecundidad”: el 77,1 por ciento de las argentinas católicas en edad reproductiva, casadas o en pareja, habían usado anticonceptivos o se habían realizado abortos. Ese era el panorama sobre el que sucederían las reacciones. “La encíclica fue apoyada por grupos conservadores, en defensa de la doctrina católica y la soberanía nacional; y también por la izquierda, que la consideró una herramienta contra el imperialismo yanqui”, destaca la investigación de Felitti, al analizar cómo fue posible que los opuestos se aliaran ante un debate que tenía, en el centro, lo menos nombrado: el poder que la píldora daba a las mujeres para ejercer un control sobre su propia fecundidad. Digamos que las discusiones –laicas y religiosas– durante la elaboración de un documento papal que dictaría la doctrina eclesiástica a seguir ante lo irreversible (la popularización de los métodos anticonceptivos orales), estuvieron rodeadas por un fervor notable. Los diarios, las revistas, los medios intelectuales y médicos: todos emitían opiniones sobre el control de la natalidad en tanto política pública, en momentos en que los sectores de izquierda veían en la planificación familiar la continuidad de políticas imperialistas ejercidas por los países centrales sobre los tercermundistas, y los sectores de izquierda se alarmaban por una posible debacle moral. Los argumentos, notablemente, tematizaban menos las decisiones individuales de las mujeres que la noción de pareja y familia. Excluida la figura de la mujer soltera (o al menos no casada), los argumentos sólo vieron a la pareja legalmente constituida y la temida mutación de la familia, toda vez que la cantidad de hijos quedara artificialmente limitada por los nuevos productos de la industria farmacéutica.

La situación de la Argentina era excepcional en América latina, “ya fuera por su temprana transición demográfica como por la propagación de los impulsos de la modernización en las principales ciudades del país, comprobada por el grado de integración de las mujeres al mercado de trabajo y la educación, y la difusión de los nuevos métodos anticonceptivos”. Por eso tenía su lógica que desde el gobierno de la “Revolución Argentina” (con su afanosa “defensa del orden familiar y las ‘buenas costumbres’, pilares de la ‘sociedad cristiana occidental’”), “la prohibición de cualquier práctica que limitaba la natalidad más allá de la abstinencia fuera loablemente recibida”. No existían, todavía, grupos de mujeres orgánicamente nucleadas en torno de principios feministas (algo que sucedió recién comenzando los ’70), por lo que la defensa de la planificación familiar quedó a cargo de “médicos, psicólogos, trabajadores sociales y religiosos de otras iglesias, que atendían regularmente a mujeres con embarazos no deseados o inoportunos, y veían con alarma la extensión del aborto”.

Precisamente uno de esos defensores de los métodos anticonceptivos fue Roberto Nicholson, “un médico católico que, en 1961, había participado en una experiencia de planificación familiar realizada por el Departamento de Extensión Universitaria de la UBA en la isla Maciel, y que recomendaba el uso de píldoras anticonceptivas a sus pacientes”. Nicholson fue, también, el primero en defender la píldora “en el tradicional ámbito de la Sociedad de Ginecología y Obstetricia de Buenos Aires”. Convocado en 1963 por la Federación de Médicos Católicos argentina (que equiparaba la anticoncepción al aborto, “en tanto ambas prácticas eran ‘inmorales, antinaturales, anticientíficas y antisociales’”) a una serie de encuentros de especialistas sobre control de la natalidad, Nicholson encontró resquicios dentro de la propia jerarquía católica nacional. Y es que el hecho de que aún no hubiera un pronunciamiento formal de la autoridad papal permitía posiciones flexibles.

Las posiciones se endurecieron en 1968. Mientras el gobierno manifestaba beneplácito (“ninguna norma jurídica ni moral debe alterar el orden de la naturaleza”, el canciller Nicanor Costa Méndez dixit), la prensa gráfica divergía. En ocasiones, “el rechazo a la píldora se entendía menos en términos morales que políticos”, como sucedió con un editorial de Clarín, rescatado por Felitti: sostenía que los conflictos se entendían en un contexto en el que “cuando se pretende reemplazar la fábrica de acero con la píldora lo que se está sosteniendo de manera indirecta es una política de statu quo”. En la revista Criterio, el director de la revista Teología se congratuló de la opción por la abstinencia, que permitía adelantarse a lo que “se verificará plenamente en el cielo, donde no habrá relaciones sexuales”. En Cristianismo y Revolución, Hernán Benítez –conocido por haber sido confesor de Evita, entre otras cosas– reivindicó la opinión papal (“un batacazo”) como revolucionaria: los métodos anticonceptivos eran cosa de ricos.

No todos los religiosos cercanos a la opción por los pobres eran de la misma opinión: Elvio Alberione, párroco de Villa Concepción del Tío (Córdoba), tuvo la osadía de convocar, antes de la encíclica, a un médico para que diera una charla sobre paternidad responsable y embarazos no deseados, habida cuenta de la cantidad de abortos en la comunidad. Tiempo después, ya alejado de su cargo parroquial, se incorporó a un centro de planificación familiar. “Muchas mujeres venían ahí recomendadas por los curas de las parroquias. Vayan ahí, que les van a dar la solución”, dijo Alberione a Felitti. “Esta actitud –rescata la historiadora– no era privativa de los sacerdotes tercermundistas; a veces, ‘los hipócritas’ también las mandaban.”

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