Vie 22.11.2002
las12

Ningún hogar sin comida

Por Márcela Rodríguez*

El hambre no es un fenómeno natural, no se produce de manera fortuita. Es la consecuencia directa de las políticas aplicadas en la Argentina, de manera casi ininterrumpida desde 1975 en adelante, que promovieron la desestructuración y desintegración de la sociedad argentina. ¿Qué otro fenómeno se podría esperar en un régimen de saqueo que potenció todas sus perversiones? Especulación financiera, fuga de capitales (en muchos casos de origen ilícito), aumento de la deuda pública y estatización de las deudas privadas, política tributaria regresiva y privilegios especiales al capital concentrado, aceleración de la desindustrialización, destrucción y precarización del empleo, desintegración del sistema económico y social, pobreza y exclusión social fueron los lugares comunes del régimen. Si el hambre hoy nos sorprende es porque no supimos o no quisimos entender lo que ocurría en el país en estos últimos 25 años.
Creer que la muerte por desnutrición es producto de la mala distribución de los planes sociales y que, por lo tanto, la solución es apartar al Estado y privatizar la asistencia social, es una nueva trampa en la que no podemos volver a caer.
Si los planes se reparten mal y si, además, son insuficientes, lo que se debe hacer es corregir, mejorar y ampliar la acción estatal. Debemos apostar a un Estado que pueda dar tanto respuestas de corto y urgentísimo plazo: ningún hogar sin comida; como respuestas de mediano plazo: generar las condiciones de un nuevo tipo de desarrollo económico, que permitan la reconstrucción de una sociedad integradora y no expulsiva de su población. La alimentación es un hecho complejo que involucra procesos naturales y sociales, por lo que no puede resolverse con un único programa. Al igual que en el empleo, es una política que involucra acciones en todo el sistema de políticas públicas.
El hambre en la Argentina es un problema de acceso y no de capacidad de producción. Habiendo disponibilidad suficiente de alimentos, la crisis alimentaria actual, además de injusta, es inmoral.
La política alimentaria debe garantizar el acceso a los alimentos, pero apoyándose en una creciente autonomía de la gente, que recupere en primer lugar la capacidad para alimentar a los hijos en el hogar para convertirse así en el instrumento de restauración del tejido social. Justamente, las políticas de ingreso ciudadano a la niñez y a los adultos y adultas mayores, y de sostenimiento de ingresos, buscan dar capacidad para vertebrar una estrategia de consumo en el hogar, confiando en el saber y la capacidad de las personas para optimizar recursos y desempeñar un papel culturalmente apreciado.
Además de este componente distributivo, la política alimentaria debe estructurarse en base a otras acciones complementarias. Primero, una política de precios de alimentos y fomento a la producción diversificada de los pequeños productores y un tratamiento impositivo diferencial para aquellos alimentos “trazadores” del consumo de los sectores pobres.
Segundo, acciones sobre la distribución, como la orientación al consumidor, la creación de marcas locales en envases simples y la promoción de compras comunitarias y mayoristas sin intermediación, incluyendo especialmente la concentración frutihortícola.
Tercero, promover la autoproducción, alentando la producción familiar artesanal. Cuarto, el control bromatológico de alimentos, con criterio preventivo. Quinto, una política de educación alimentaria que busque cambiar pautas de consumo. Junto con estos elementos generales, la urgencia requiere programas específicos. Entre otros, la promoción de la lactancia materna y programas de asistencia alimentaria a poblaciones en situación de vulnerabilidad.
Pero, fundamentalmente, es crucial superar la falsa dicotomía de las políticas que, al mismo tiempo que producen concentración de riqueza y pobreza, proponen medidas asistenciales para atenuar los efectos de esta última. Es necesario un nuevo régimen económico y social que garantice una redistribución más equitativa de todos los recursos y un crecimiento económico integrado.
El derecho a la alimentación no puede ser un fruto de la caridad ni un instrumento de uso político. Es un derecho básico de ciudadanía, asociado con la identidad y la dignidad humana.

* Diputada nacional por el ARI.

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