PERFILES
Indefinible y pasional, la cantante mallorquina Buika canta sus coplas de (des)amor y, por primera vez en Argentina, presenta su Niña de fuego, sus diosas y la redención de conocerse.
› Por Guadalupe Treibel
Cuando habla, la voz de Concha Buika se parte entre palabras. No es la topadora rasposa que llega con la canción, cuando se abren las cuerdas y palmas, entre el flamenco y lo indefinible. “A veces me encuentro con amigos de infancia y alucinan porque canto. ‘¿Con esa voz de terror?’, me preguntan. Es que se canta con el deseo, no la garganta. Si el deseo es grande, el canto es grande”, cuenta la chica que, instalada en Madrid, nació en Palma de Mallorca allá en el ’72, hija de inmigrantes de Guinea Ecuatorial.
Su padre era un exiliado político que, huyendo del régimen, se escondió en España. “Era escritor y tenía ideas un poco revolucionarias. Escuchaba a la gente, hacía poesías. No quería matar; entonces se fue a Mallorca, donde trabajaba como profesor de matemática. Era un loco, ¡que yo no sé mucho de él! Se marchó cuando tenía nueve años y no volví a tener contacto”, relata la mujer que desdibuja la tristeza sin esfuerzo: “Hay historias que nacen para seguir y otras que no. No hay que sacarle más drama. Mi madre se quedó y mi padre desapareció. Y todo ha sido para bien. La vida ha sido una lucha de mi madre”.
–Mi madre es el primer amor de mujer. Ella me señalaba a mí misma en cada cosa, en cada persona, en cada animal que veíamos. Para que aprendiera a respetar, ¿no?
–Son mis diosas: mi bisabuela, mi abuela, mi madre, mi tía, mis hermanas y sobrinas. Las musas que no necesitan inspirarme. Siempre existen y, aunque la mitad ya no viva, me siguen hablando y acompañando.
–He crecido en un matriarcado muy grande, verdad. Mi bisabuela es la única mujer con apellido de mujer que yo he conocido porque no ha salido de ningún hombre. Cuando nació, su mamá la rechazó porque se le morían todos los niños, niños más fuertes y fornidos. Aunque el mal estaba en ella, no la quería. Como era muy pequeñita de tamaño, dijo: “Lleváosla, que se me va a morir”. Pero fue la única que sobrevivió. Se crió con familiares lejanos y, cuando tenía cuatro años, empezó a trabajar en las calles: iba por las casas del pueblo, le mandaban trabajos y le pagaban con comida. Así, hasta que fue creciendo y empezó a trabajar ella su finca. De esa mujer, sale toda la estirpe nuestra. Una mujer muy fuerte, que se dejó morir porque le quitaron sus tierras.
De su abuela, Buika recibió su nombre tribal, Kitailo (como se conoce, en Guinea, a Cenicienta). De su madre, el respeto y la música. Sobre ella, cuenta: “El año pasado empezó filosofía en la universidad ¡y le va muy bien! Comenzó desde lo más abajo cuando mi papá se fue. Es que el desamor es el primer paso para el amor a uno mismo, ¿sabes? Por eso, ¡yo soy una gran enamorada de mí misma!”.
–El triunfo del amor vive y depende del fracaso del amor. Yo no le tengo ningún miedo. Lo que la gente teme es la sensación de dejar de reír, dejar de disfrutar. En realidad, cuando añoras, no añoras a una persona en concreto; te añoras a ti en esos momentos felices. Que se llame Paco y sea rubio, que se llame Pepe y la tenga tan larga como un elefante ¡da igual! Perder en esta vida es perder a un hijo, es perder a una madre. Que un tío o una tía se vayan, no es perder. Que te dejen es un hecho perfectamente asumible. Sentirse sola y estar acompañada, esa es la putada.
Cuando le preguntan por su sexualidad, Buika se define trisexual. Y tripolar, trifásica, tridimensional... “La verdad está en la piel, no en los conceptos. Hay que dejar de teorizar acerca de que somos, que eso nos hace prisioneros de cárceles abstractas terribles. Nos hace víctimas y verdugos de nosotros mismos. Hay que ser un haciendo, no una teoría del ser ¡Ya estoy a punto de descubrir mi tercer ojo!”, dice –entre risas– y agrega: “Hay mucha tontería en el habla. Que el habla sirva para comunicar y entendernos, no para separarnos. ¿Qué es eso? Que tú eres bisexual, yo trisexual, yo maricón, maricona, yo bollero, bollera. Al fin y al cabo, cuando sientas placer, estarás a gusto. Cuando no lo sientas, no”. Tiempo atrás, la definición le valió la renta de un departamento; estaba por tomar un lugar y no quisieron dárselo. “A mí me parece muy divertido porque evidentemente no quiero alquilarle el apartamento a una persona de mente retorcida y cerrada.”
–El arte en general. El arte es herida de animal, es una única religión legítima que existe, para la redención, para el amor, para que la vida nos siga esperanzando y todo siga bello. Uno es arte. Nosotros todos somos actores de nuestra propia película. Todos nacemos con sensibilidad para sentirlo. Lo de ver o no depende de lo que cada uno quiera despertar o en qué prisión quiera vivir. A mí me ha costado 36 años mirarme al espejo y verme a mí, reconocerme. No daría un duro por ser otra persona.
–Siempre supe que quería estar viva. Y todo lo que se haga estando consciente de que se está haciendo, es estar vivo. Yo quería vivir.
Buika se siente bendecida, especialmente por ser madre. Su niño, de 9 años, también canta y pinta: “Es del palo cantautor, compone sobre sus rollos, sobre su amor, sus amigos. Son muy bonitas sus canciones”.
–Que no. Eso tendrá que luchárselo él.
En su primera visita a Argentina, Buika trae bajo el brazo su tercer disco, Niña de Fuego, donde el flamenco se cruza con el blues, la ranchera, el jazz y otros caos necesarios. “Encuentro que es lo mismo. Miles Davis, Aretha Franklin, Hermeto Pascoal intentan expresar lo mismo. Creo que todos somos lo mismo en el fondo, aunque no seamos iguales”, asegura la Gitana de Guinea sin bata de cola, que canta para sacarse de dentro lo que le hace daño, “recuerdos para que no sigan adentro y dejen de arañar”. Canta su historia porque cantamos lo que somos: “Si somos miedo, cantamos miedo; si somos amor, cantamos amor; si somos mentira, cantamos mentira. Yo canto de todo”.
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