LIBROS
Es francesa, arqueóloga y autora de novelas que suelen llamarse policiales, aunque ella prefiera decirles “de enigma”. Su obra ha sido traducida a 35 idiomas y ha vendido, al menos, cinco millones de ejemplares en todo el mundo. Fred Vargas, la nueva gran dama del crimen, acaba de llegar a las librerías argentinas.
› Por Soledad Vallejos
Su última causa ha sido la defensa de Cesare Battisti, el ex guerrillero italiano a quien el Estado francés accedió a extraditar para que fuera juzgado en su país (está acusado de asesinato y, tras escapar, presumiblemente con su complicidad, fue apresado en Brasil). Soportó la vigilancia de los servicios de inteligencia cuando Battisti fue declarado prófugo, y compiló las pruebas que avalan su defensa en un libro, La vérité sur Cesare Battisti. También figuran en su agenda la creación de un traje económico para protegerse de la gripe aviar (llegó a presentar el proyecto al ministro de Sanidad), denostar las políticas públicas peleadas con la ecología y, en ocasiones, explicar por qué la campaña mundial contra el tabaco es una cortina de humo. Es arqueóloga (arqueozoóloga, en realidad) y especialista en la Edad Media, terrenos académicos en los que tiene un nombre prestigioso. Tanta importancia daba a preservar esa identidad que, volcada a lo que empezó como una travesura de vacaciones, no pudo menos que buscar un nom de plume que cumpliera dos requisitos: ocultarla eficazmente y, a la vez, seguir emparentándola con su hermana gemela. Así fue como Frédérique Audouin-Rouzeau se convirtió en Fred Vargas, hermana de la artista plástica Jo Vargas (quien, a su vez, tomó el apellido de María Vargas, el memorable personaje de Ava Gardner en La condesa descalza) y escritora de novelas ¿policiales? (“no son policiales, son de enigmas”) tan desopilantemente humanas como record de ventas en Francia (la última ronda el medio millón de ejemplares), su país natal, aunque no reverenciada solamente allí. Se calcula en 5 millones la cantidad de libros que lleva vendidos en todo el mundo, y son 35 las lenguas a las que fue traducida. Ahora, por esas vueltas afortunadas que a veces tiene el mundo editorial, acaba de llegar a las librerías argentinas (en versiones de bolsillo editadas por Siruela), con tres de sus catorce títulos: Sin hogar ni lugar, Huye rápido, vete lejos y Tras los vientos de Neptuno (tres delicias que conviene leer en ese orden). ¿Protagonistas masculinos? Por supuesto. ¿Historias de muerte enrevesadas? Faltaba más. ¿Algo, entonces, la diferencia del resto? Todo. Por empezar, personajes complejos, un humor maliciosamente adictivo y la exploración desprejuiciada de vínculos humanos que, como quien no quiere la cosa, convierten la intriga de sus policiales en lo que Hitchcock llamaba McGuffin: una excusa que apenas importa, siempre y cuando sirva para poner en marcha todo lo demás.
En el mundo de esta arqueóloga, que llegó a la Edad Media tras atravesar una etapa de interés por la prehistoria, todo es posible. Que sus protagonistas sean masculinos no hace más que ayudarla a reforzar miradas de género muy particulares. Dos son los personajes que motorizan las investigaciones, según el libro que se agarre: Louis Kehlweiler, alias el Alemán, en unas; el apuesto y dejado comisario Adamsberg, en otras. El Alemán es el hilo conductor de Sin hogar ni lugar, pero nada podría hacer sin la ayuda de tres amigos y un conocido. Todos ellos viven en la misma casa grande y algo abandonada, cada uno en su piso, como apilados por etapas históricas: en el primero, Mathias Delamarre, el prehistoriador (que usa el sótano para pegar modelos de sus investigaciones); en el segundo, Marc Vandoosler, que es “señora de la limpieza de día y medievalista de noche”; en el tercero, Lucien Devernois, el “historiador contemporaneísta perpetuamente sumido en el estudio de los entresijos de la Primera Guerra Mundial”; en la buhardilla, Vandoosler el Viejo, ex policía de carrera turbia que bautizó a los otros tres como “los Evangelistas” (“somos mis hermanos y yo; no somos reconocibles, pero somos nosotros. Y es nuestra manera de funcionar como hermanos”, dijo Vargas). Esos cuatro operan, a su vez, de pequeña comunidad con tintes utopistas, peleas incluidas, y ayudan al Alemán a investigar un caso que nadie defendería: todo indica que un joven acordeonista callejero con retraso madurativo ha asesinado a ciertas mujeres en distintos lugares de la ciudad. Las evidencias señalan al muchacho, pero la anciana Marthe, la ex prostituta que prácticamente lo ha criado (le enseñó a leer y lo salvó de ser un vándalo, en lo que se estaba convirtiendo porque su padre lo ignoraba), cree rotundamente en su inocencia. Ella sabe que es imposible que él sea el asesino. Y con esa afirmación hace que los cuatro habitantes de la casa y el Alemán se lancen a buscar pruebas, rastrear nombres perdidos en el tiempo y hacer cuanto malabarismo sea preciso por dejarla tranquila. Esconden al sospechoso en la casa, lo integran a las rutinas cotidianas (acompaña a Marc mientras plancha la ropa para sus distintas patronas, pega modelos con Mathias, tiene conversaciones absurdas con Lucien), consuelan a Marthe y la distraen jugando con ella a las cartas...
En Huye rápido, vete lejos, el comisario Jean-Baptiste Adamsberg es bello, seductor, egoísta y le escapa al compromiso, mientras en lo profesional se deja llevar por intuiciones. Danglard, su segundo en la brigada, es viudo, padre de cinco hijos y feo, tanto que no duda en cuidar su arreglo personal, convencido de que eso hará la diferencia y lo ayudará a conseguir pareja; siente una lealtad inconmovible por su jefe, aun cuando a veces sienta cierto rencor por notarlo desconsiderado con las mujeres y su propia belleza. Joss, el marinero que, por una tragedia, ha abandonado el mar y se ha convertido en pregonero en pleno París: a cambio de dinero lee en la plaza, subido a un cajoncito, casi cualquier cosa. Separa de sus funciones algunos mensajes: “Todos los que prometían machacar a las mujeres y los que mandaban a la mierda a los negros, a los moros, a los amarillos y a las mariconas, iban a parar a los desechos. Y es que Joss adivinaba por instinto que le había faltado poco para nacer mujer, negro o maricón, y la censura que ejercía no era prueba de elevación espiritual sino un simple reflejo de supervivencia”. Adamsberg reta a un cabo que no logra contener su misoginia ni su libido: “Va a hacer algunos descubrimientos que van a sorprenderlo, cabo Favre. Aquí las mujeres no son un redondel con un agujero en el medio y si esa noticia le asombra, no lo dude, trate de averiguar más. Debajo encontrará las piernas, los pies y arriba un busto y una cabeza. Trate de imaginarlo, Favre, si es capaz (...) Sólo esperaba que todo el grupo de homicidios no fuese idéntico. Sobre todo porque contaba con cuatro mujeres”. En una pensión que resulta de importancia para la historia, Lizbeth (otra ex puta, pero treintañera, tan maravillosa como Marthe) enseña las reglas del lugar y las historias de los pensionistas a un recién llegado. Al hablar de Eva, le advierte que todos la protegen y que ése no es su nombre verdadero: “Cuidado con la pequeña. Lleva aquí dieciocho meses, protegida. Se largó del domicilio conyugal después de ocho años de palizas. Ocho años, ¿te das cuenta? Parece que ella lo quería. Bueno, terminó por recuperar el sentido y vino a parar aquí una buena tarde”.
El universo Vargas lo admite todo: la solidaridad porque sí, por simpatía y hasta por principios; lo inesperado que cae por obra y gracia del humor; la vida cotidiana y los vínculos amistosos como sostén de todo mundo particular; los hallazgos riquísimos que nacen cuando personas de edades disímiles se acercan... Una vieja burguesa empobrecida (su marido se fue con una jovencita y la dejó de patitas en la calle) que vive con una amiga mayor que ella en una casa desvencijada, por ejemplo, puede salvar a Adamsberg en un momento clave... porque es hacker. “¿Pirata informático? ¿Hacker?”, se asombra el comisario. “Hackera, eso es”, explica su amiga.
Bajo los vientos... da lugar a la gran revelación de un personaje delicioso como es la teniente Retancourt, de quien todos sus compañeros mentan con admiración la capacidad de transformar su “energía” en lo que sea. Y es que esa mujer parece ser la puesta en práctica (aunque más no sea literaria) de las teorías sobre las tretas del débil. A pesar de sus evidentes kilos de más, Retancourt es capaz de desarrollar una velocidad inusual al correr tras un sospechoso y atraparlo; gracias a tener conciencia de que la gente suele ignorar a los gordos, y más a las gordas, desarrolla algo parecido a la invisibilidad y usa el don en su provecho; por esa misma impunidad, averigua, investiga y acierta, porque además de astuta es inteligente. Aunque Adamsberg no le despierta simpatía, ella lo respeta como el jefe que es, y por eso mismo lo ayuda a salir de una trampa que puede llevarlo a prisión, aunque el respeto profesional no lo libere de impertinencias y sinceridades: “Saben que se acostaba usted con la muchacha”, le revela Retancourt mientras planifican un escape. “¿Por sus caseros?” “No, Noëlla tenía en el bolso un test de embarazo, una pipeta de orina.” “¿Lo estaba? ¿Preñada?” “No. No existen tests que den la respuesta al cabo de tres días, pero los hombres lo ignoran.”
Empezó a escribir a mediados de los ’80, casi llegando a los 30 años y por distraerse un poco mientras preparaba el ingreso al Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS), la versión francesa del Conicet. (Tuvo éxito: “Me he ocupado de la historia de la transmisión de las epidemias, concretamente de la pulga que transmitía la peste. Y también de la economía en la Edad Media a partir del consumo de carne, un estudio que parte de otro sobre el tamaño de los animales de labor.”) La primera publicación sobrevino, de alguna manera, por casualidad: su hermana Jo (la primera lectora de todos sus originales: los comenta dibujando smileys en las páginas) la empujó a presentarlo a un concurso, y ganó. Desde entonces, en Francia, publica siempre con el mismo, pequeño, sello editorial (Viviane Hamy), porque “si cuando eres un autor desconocido sólo te publican los pequeños, cuando empiezas a ser conocido debes aportar tu éxito al editor que te ayudó a arrancar”. Es arisca: así como la otra gran dama del género, Donna Leon, pone sus condiciones para limitar los efectos de la fama en la vida cotidiana (por contrato, los libros de Leon, norteamericana radicada en Venecia, no pueden traducirse al italiano), ella se resiste a abandonar una editorial que no intenta “poner mi foto en grandes carteles, ni lanzar la novela siguiente a base de una gira promocional”. Ellos, dice, “saben que no tengo ningún deseo de ser reconocida por la calle, que no voy a programas de televisión, ni de radio, y que no pienso escribir una columna semanal en los diarios hablando de lo divino y lo humano”. Y se aferra tanto a sus propias palabras que la presentación de su último libro fue asombrosa: casi por sorpresa, en la vereda de un pequeño bar parisino, hablando, mientras el sol caía, para veinte, treinta personas. Sin micrófono, por supuesto. Había otras personas un poco más atrás de su público, pero no la escuchaban, se dedicaban a su café y sus propias conversaciones. (Puede encontrarse el video, caserísimo y adorable, en YouTube.)
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