Vie 26.09.2008
las12

MEMORIA

López por ellas

La ausencia de Jorge Julio López es como un agujero negro en la historia contemporánea, justo cuando ésta empezaba a recuperar e inscribir las voces de las y los protagonistas. Claro que esta ausencia no es un fenómeno natural, sino la consecuencia de largos años de impunidad que todavía no terminan. Aquí, las mujeres que lo acompañaron en su búsqueda de Justicia, las que él homenajeó en su testimonio y quien hizo posible su vida cotidiana arman un retrato distinto de este albañil cuya aparición es indispensable.

› Por Adriana Meyer

Eran mujeres de oro, de esas chicas no se consiguen más y estos asesinos las mataron sin piedad.” Así definió Jorge Julio López a sus compañeras de militancia en la unidad básica de Los Hornos, durante su última declaración judicial, tres meses antes de ser desaparecido por segunda vez. Entre ellas estaba Patricia Dell’Orto, a quien vio asesinar junto a su marido Ambrosio De Marco, a quien le prometió buscar a su hija y a sus padres, y sobre cuyo asesinato testimonió para condenar a prisión perpetua al genocida Miguel Etchecolatz. La primera vez que estuvo ante un tribunal conoció a Nilda Eloy, sobreviviente del Pozo de Arana, con quien organizó sus recuerdos, y compartió la reconstrucción de su pasado común y la querella contra el ex ladero de Ramón Camps. “Jorge pasó a estar más presente que ausente, desde aquel 18 de septiembre cuando presentamos su habeas corpus revivimos lo que pasaron tantas familias en dictadura”, dice la mujer del largo pelo blanco.

–Lo mismo hizo su familia cuando usted desapareció.

–Exactamente.

Eloy calla un instante. Son las 11 y media y la tranquilidad de su oficina en la Comisión Provincial por la Memoria le permite dialogar con Las12, luego de la intensa actividad por el segundo aniversario de la desaparición de López, el albañil que pasó tres años en cinco centros clandestinos, sobrevivió y pudo propiciar la condena a Etchecolatz por delitos cometidos en el marco de un genocidio. Pero no llegó a escuchar la sentencia. “Jorge tenía una enorme expectativa por estar ahí ese día, quería verle la cara a Etchecolatz, me había asegurado que iba a estar aunque tuviera una gripe mortal”, recuerda Eloy, militante de la Asociación de Ex-Detenidos Desaparecidos.

–¿Cómo fueron aquellas primeras horas?

–Su sobrino lo pasaba a buscar, a las 9 y cuarto teníamos que encontrarnos. Cuando el hijo me cuenta que la ropa que usaba para las audiencias había quedado preparada en la silla fue un mazazo, supe con certeza que lo habían secuestrado. Parece una pavada pero era un signo evidente, con lo metódico que era no cabía otra posibilidad. El sabía que tenía que estar, teníamos un compromiso profundo como querellantes de garantizar con nuestra presencia el alegato de las abogadas.

Se habían conocido en el salón de audiencias del Juicio por la Verdad, en el ’99. “Lo escuché hablar y pensé ‘yo estuve en el mismo lugar’, era el Pozo de Arana. No compartimos el mismo tiempo ahí pero era ese sitio. Su descripción me ayudó a completar mi esquema mental”, dice Eloy.

El 7 de julio de 1992 durante ese juicio el camarista Leopoldo Schiffrin le mostró a López una foto de Patricia Dell’Orto. “Esta es Patricia, la tenían atada a un poste, hasta la habían violado los milicos y él (su compañero) estaba todo destrozado, la cabeza sangrando. No sé si usted recuerda una bomba en la jefatura de Policía, vino una patota y la mataron de un tiro y nosotros estábamos ahí en el Pozo de Arana mirando por la mirilla”, dijo el testigo. “Hablé con ella, me encargó que tratara de buscar a los padres, que les dijera lo que había ocurrido, que le cuidaran a la nenita.” La nenita es Mariana De Marco, madre de Francisca.

López había conocido a la pareja en la unidad básica Juan Pablo Maestre, de Los Hornos, donde militaba en los ratos que le dejaban sus tareas de albañil. El 28 de junio de 2006, durante el juicio contra Etchecolatz, contó que “Patricia era como otras chicas, como Mirta, que se dedicaban a cuidar chicos, andaban en bicicleta para ahorrar, para darles de comer a los chicos, cuando nadie las apoyó iban con los de la universidad, toda la Juventud Peronista. A todos los chiquitos medio desamparados los llevó a Mar del Plata a conocer el mar. Eran mujeres de oro y las mataron, en ese tiempo los hubiera enfrentado mano a mano, pero ellos venían de a 50 y te hacían bolsa la casa”.

Nilda Eloy se acuerda de Patricia porque fueron al mismo colegio, “con su pelo lacio con ondas, gordita de pómulos salientes y ojos claros, usábamos ponchos en esa época”. Era otro punto de contacto con el relato de López. “Empezamos a reconstruir, al principio decía cosas que me parecían divagues, por ejemplo que la construcción de la estancia La Armonía (parte del Pozo de Arana) era de la época de Rosas, y cuando contactamos a la última dueña descubrimos que era cierto.”

–¿Será por su oficio que su relato es tan visual?

–Claro, en algunos de esos lugares había trabajado cuando era un peoncito de albañil. Cuando vimos los escritos que hizo en bolsas de cal, de cemento, cualquier cosa menos cuadernos, nos dimos cuenta lo minucioso que era. Escribió desde que salió de la cárcel (Unidad 9 de La Plata) para preservar su memoria y para canalizar su necesidad de hablar, a pesar de que apenas tenía segundo grado. Salía a pescar con el sobrino y trataba de ver qué podía encontrar en el arroyo Correa, repasaba cada hecho, las voces, los espacios. A veces se obsesionaba con algo, como cuando quería ubicar a la señora que trajo monseñor (Antonio) Plaza, agarraba la bici y se venía a mi casa a tomar mate y charlar, a tratar de completar ese rompecabezas.

TITO E IRENE

Jorge Julio López e Irene Savegnago se casaron hace más de cuarenta años. Esta mujer casi octogenaria, que revive el suplicio de la segunda desaparición de su marido, no conocía detalles del cautiverio de Tito, como lo llamaban en familia. Desde que se lo llevó la patota de Etchecolatz, Irene toma pastillas para dormir. Por eso la madrugada del 18 no escuchó nada. “Yo no quería hablar, pero él con quien podía conversaba, lo necesario. Pero yo nunca quise escuchar nada. Había sufrido mucho, iba a entrar a contar cosas que me iban a hacer mal.” No leyó sus cuadernos y se opuso a que fuera a declarar en 1999. “Ahora veo que necesitaba ir, como un alivio. Fue y habló porque necesitaba desahogarse pero en ese momento no lo comprendí, pensaba que lo iba a superar igual, que era algo del pasado. Teníamos miedo que remover todo eso le hiciera mal, por su edad. Yo le decía que no fuera pero él no tenía miedo. Hasta el juicio yo seguía con mi idea. A lo mejor hice mal, pero bueno, ya está”, dice esta mujer pequeña, de hombros vencidos, y se queda mirando el vacío.

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