Vie 17.10.2008
las12

DíA DE LAS MADRES

Se trata de vivir

Seguramente, Ellen Wolf se escapa del cuadro que acostumbra representarse cuando llega el Día de la Madre, a pesar de haber criado a cinco hijos y a un nieto. Pero es por eso mismo que vale el homenaje a una mujer que supo disfrutar tanto de la sexualidad como de la independencia, que entendió pronto que los hijos y las hijas merecen hacer sus propias experiencias y correr sus riesgos, que crió a su nieto de dos cuando una de sus hijas fue desaparecida, que ganó su dinero, estudió teatro después de los 70 y ahora, a los 82, sigue en escena rodeada de genuinos aplausos.

› Por Moira Soto

“Non, je ne regrette rien”, podría cantar Ellen Wolf, una mujer a la que le han sucedido cosas hermosas y terribles, pero que nunca perdió el deseo de vivir y que ahora –a punto de cumplir los 82– disfruta de los aplausos y también de algún premio gracias a una carrera de actriz que empezó hace menos de diez años. “Non, rien de rien”, podría decir con la Piaf esta señora con vocación para la felicidad que llegó a Buenos Aires a los 12, con su familia judía alemana, se anotó en un secundario de varones, tuvo choques con su padre y su hermano mayor, se casó con un hombre encantador con el que tuvo tres hijos y dos hijas, y que dejó de ser agradable cuando sus chicos y chicas entraron en la adolescencia. Un hombre que luego de 23 años de casados, enfermó gravemente y murió, dejando pistas de sobra para que su mujer descubriera que había llevado una sorprendente doble vida. Pocos años después de este impacto, Cilli, la hija mayor, es secuestrada y asesinada durante la dictadura militar. Ellen ya está dirigiendo una estancia que más tarde venderá, y se hará cargo de su nieto Horacio, de dos años. Pasa el tiempo y por casualidad, como dice ella, de un taller de lectura Ellen Wolf pasa a uno de actuación. Encuentra su lugar sobre el escenario, debuta en 2000, trabaja en varias obras y en 2006 obtiene el premio Trinidad Guevara por su labor en La omisión de la familia Coleman. En la actualidad, EW coprotagoniza (con Gaby Ferrero y Javier Lorenzo) Elsa, pieza de JW Berger brillantemente puesta en escena por Carolina Adamovsky, que se representa en Espacio Callejón (por una breve ausencia de Lorenzo, las funciones retoman el sábado 1º de noviembre, a las 21).

Elsa, los sábados a las 21 a partir del 1º de noviembre, en Espacio Callejón, a $ 20 y $ 15, Humahuaca 3759.

Cuando le relataste tu vida a un periodista alemán, ¿sabías que iba a escribir una pieza teatral con ese testimonio?

–Para nada, mi hija menor, Teresa, estudió danza y ahora es una excelente coreógrafa que tuvo su compañía, Mafalda Company, hasta este año. Ella intentó presentarla en el San Martín, pero nunca lo consiguió; aunque es muy reconocida en Europa, los régisseurs la llaman para las óperas porque sabe mover los coros, a muchos intérpretes. Ultimamente tenía esperanzas con Ruben Szuchmacher de estar en el Festival Internacional de Teatro, pero parece que tampoco. Bueno, resulta que el Marie Louise Alemann cumplió 80 el año pasado y le hicieron un homenaje en el Instituto Goethe, pasaron fragmentos de sus films. Invitaron a Gerda, una amiga mía, y pensé en ir yo para tratar de hablar con alguien del Goethe en persona, porque mi hija había pensado que podía ser una manera de facilitarle las cosas. Resultó que el director me había visto en La omisión de la familia Coleman y le había gustado mi interpretación, la obra. El está impulsando mucho la actividad teatral en el Instituto. Me invitó a ver un semimontado el lunes siguiente, me dice que iban a estar un periodista y el autor de la obra, ambos alemanes. Fui y me sentaron al lado de Berger y de Armin Petras. De entrada, Berger me empezó a preguntar muy hábilmente y como siempre, yo caigo, contesto todo. Cuando quiere saber cuántos hijos tengo, le digo: tuve cinco pero me mataron una hija. Me cita para que le siga contando y yo sigo hablando. Pensé: es un periodista, hará algún artículo. Nunca imaginé que iba a escribir una obra que además se iba a hacer acá, y en la que yo iba a actuar... Era un desafío increíble, pero como tengo tantas ganas de actuar, dije que sí. Resultó muy duro aprender tanto texto, Berger no quería cambios, yo no veía cómo se podía llevar esa obra a escena.

Ahí es cuando entra a tallar Carolina Adamovsky, inventando una puesta que logra extraer teatralidad con recursos que no estaban en el texto.

–Así es, una chica muy creativa que sabe exactamente lo que quiere, dirige muy bien a los actores. Está llena de ideas y de energía, es fantástica. Berger y Petras habían visto esa joyita que hizo Carolina, Comunidad, quedaron fascinados y decidieron que ella dirigiera Elsa. Por suerte, ella se animó aunque no era nada fácil darle forma a tanto texto. Pero Carolina tiene experiencia, una cabeza bien teatral, es muy trabajadora.

¿Cuáles son las primeras imágenes, los primeros paisajes de la infancia que vienen a tu memoria?

–Creo que no me acuerdo más allá de los 4. Lo primero que veo son unos esquíes que me pusieron, la nieve. En Stuttgart vivíamos en una casa con gran jardín y había como una pradera que bajaba. Soy la menor de varios hermanos, y como los otros ya esquiaban, yo me moría de ganas de hacerlo... De todos modos, no creo demasiado en la fidelidad de la memoria.

¿Pensás que es selectiva y que la imaginación hace su aporte?

–Claro, es así. También recuerdo a mi mamá haciendo gimnasia en el jardín, aunque quizás estas imágenes provengan de fotos. Ella practicaba desde los 8, nos hacía practicar a nosotros. Más tarde, cuando estábamos en Suiza y ya no tenía a su profesora, todas las mañana ponía música. Y continuó haciendo gimnasia en Buenos Aires. Ponía ritmos que se bailaban en aquella época, pero lo interesante es que recurría mucho al tango. Conozco dos tangos alemanes por ella (Ellen canturrea unos versos en alemán de cada tema). Mi mamá además era muy buena ama de casa, visitaba mucho a los enfermos de la familia.

¿Tenés memoria de alguna percepción de la amenaza del nazismo cuando aún vivías en Alemania?

–Era una época de enorme pobreza, mucha gente sin trabajo después de la Primera Guerra. Tenía un primo un año mayor, hijo de un primo de mi papá, pero muy consanguíneo porque se habían casado mi abuela y su hermana con dos hermanos. Eramos nietos de esos dos matrimonios, todos judíos alemanes nada ortodoxos, iban a una sinagoga más abierta, como acá la de la calle Libertad. Entonces, recuerdo que la mamá de este primito Bernhard le dijo en broma a la mía que quizás este chico no se iba a casar conmigo porque no quería trabajar para mantener a los dos. Y yo tuve miedo de que mi primo quisiera ser un desempleado, porque había escuchado comentarios sobre esa situación. Y si sigo haciendo memoria, veo a la bandera alemana –negro, rojo y oro– que estaba enfrente de mi casa, y a mi hermano, de 10, que dice: “Ya nunca más vamos a tener esta bandera”. Se refería a que se estaba imponiendo la de la esvástica, que lógicamente en mi casa nunca existió. Y mucho más no pude saber porque Hitler asumió y al poquito tiempo mi padre nos despachó a mi hermano más chico y a mí a Suiza, a la casa de veraneo, adonde también íbamos a esquiar.

¿Tu papá vio claramente lo que podía significar el avance del nazismo?

–Ah, sí, en eso tuvo una visión muy clara. El era muy antibélico, tuvo que ir a la Primera Guerra y nunca pudo hablar de ese tema, ni una palabra ni una foto. Ya en el ’32, cuando los nazis entraron en el Congreso, mi papá dijo que en un país donde ellos podían estar en un partido oficial, no era posible quedarse.

¿Pensaste que dejabas tu casa para siempre?

–Por un lado, no tenía tanta conciencia de la gravedad de la situación, y por otro me gustaba mucho ir a Suiza, teníamos una casa, nos acompañó una niñera muy querida, cosa que enojó a mi hermana, que no se quería separar de ella. Tengo recuerdos felices de esa estadía de seis años allí, sin enterarme de nada. Me prohibieron mirar la revista Life, nadie mencionaba la situación alemana en mi presencia. Estaba muy protegida, excesivamente. Vivíamos en un pueblo y lo que yo más quería era parecerme a mis compañeras, no ser un bicho raro. Eramos los únicos judíos del lugar y mi papá era amigo del pastor evangélico, que despreciaba a los católicos, la mayoría obreros y obreras de Italia que trabajaban en las fábricas.

¿Por qué decide tu papá venirse a vivir a Buenos Aires?

–El sabía que había que irse de Europa. Mi papá estaba en una empresa familiar que trabajaba con desperdicios del algodón, los reciclaban, se usaban en los ferrocarriles para hacer frazadas baratas. Esa empresa tenía oficinas en varios lados, también en Estados Unidos. El fue a este país alrededor del ’23, pero no se llevó bien con el pariente que manejaba allí las cosas. Entonces, con su hermano, se dieron cuenta de que el algodón también existía en Sudamérica. Vinieron a investigar en el Brasil y en la Argentina, en el ’34. Y aunque había más algodón en Brasil, cuando llegó a Buenos Aires le encantó la ciudad, la ópera...

Llegaste a los 12, en una edad de transición, a un país desconocido, con una lengua que no hablabas...

–Vagábamos por Buenos Aires con mi hermano Wolf –-sí, le pusieron Wolf Wolf–, éramos muy pegados, porque los primeros seis meses tuvimos que estudiar castellano con un profesor pésimo. Fuimos a vivir en Belgrano R, porque mi papá buscó una casa con muchas paredes para colgar sus cuadros y vitrinas, ubicar sus bibliotecas. Me mandaron al Saint-Margaret School por recomendación de una amiga de mi mamá, era sólo primario. Mi hermano me había enseñado a escribir a los 4 y a los 5 fui a primer grado, de modo que estaba adelantada. Pero como no sabía historia argentina, en este colegio me pusieron en cuarto, cuando yo venía de cursar séptimo. Me sentaron al lado de una nena suiza que me explicaba las cosas, porque me costaba un poco el castellano. Cuando terminé ese año, no me dejaron ir a séptimo. Así que en el verano di quinto libre, después sexto libre. Después fui al Guido Spano dos años. En ese entonces estaba bastante peleada con mi papá por lo siguiente: yo había sido una nena muy bonita y en la adolescencia, lo único que crecía en mi cara era mi nariz, cosa que molestaba a mi padre. El volvía de la oficina, me miraba y decía: “volvió a crecer”. Estaba como enojado, mi mamá era tan linda y yo no iba por ese camino. Pero la verdad es que mi nariz se parecía a la de él. En cierto sentido, él era terrible como padre. Con mi hermano mayor también se comportó de forma muy inadecuada. A mí me criticaba que fuera expresiva con mi cara –yo ya era bastante histriónica–, pero lo peor era mi espalda, siempre me encorvaba, tenía un problema en mis músculos dorsales. Mi papá me ordenaba que me pusiera derecha, censuraba mi nariz. Me maltrataba tanto que para verlo menos, del Guido Spano me pasé al colegio Ward.

¿En vez de destruirte te hizo más fuerte?

–Puede ser, pero no recomiendo el método...

En el secundario ¿te enteraste de que aquí había prejuicio antisemita?

–Mirá, los dueños del Guido Spano eran judíos, había allí mucha gente judía. Pero me acuerdo de una chica, Saporiti, con la que viajaba en el tranvía por Cabildo. Ella empezó a hablar mal de los judíos, le aclaré que yo lo era. “Pero vos sos una judía buena”, me contestó. Tenía 15 y no sé qué discurso le hice sobre el tema de viva voz, lo único que te puedo decir es que cuando bajé, los pasajeros me aplaudieron. Fue el primer aplauso de mi vida....

¿Ya tenías algún novio?

–Había un chico que me gustaba, aunque creo que nunca estuve fatalmente enamorada. Salíamos en grupo, íbamos al Tigre, pero no pasamos de un beso. Tenía 21 cuando fui más allá. A esa edad, me gustaba otro muchacho, gran escándalo por parte de mi padre, de mi hermano: que ese tipo no era para mí. Sin embargo, yo no tenía planes de casarme, quería estudiar canto. Bueno, me mandaron a Suiza para separarnos y ahí aprendí a cantar, un año y pico. No estaba triste, aunque extrañaba porque nos llevábamos muy bien en la cama, detalle que mi familia desconocía, claro. Mi mamá me protegía a su manera, pero a veces no podía con ese hombre, mi padre.

¿Cómo fue la experiencia de aprender canto?

–Divina... Con el canto descubrí que si lo hacía sentada, no me dolía la espalda, que respirando de otra manera podía estar derecha. El canto me arregló ese problema al que los médicos nunca le encontraron la vuelta. Pero hubo otro cambio más importante en mi vida: fui a Bariloche, conocí al hombre que sería mi marido.

¿Ahí te enamoraste de verdad?

–Pero sin exagerar, él me cayó muy bien como persona, teníamos gustos afines, le interesaba mucho el arte. Nos llevábamos bárbaro, salvo en la cama, donde era medio medio. Pese a la oposición de mi hermano Ernesto, papá lo aceptó cuando le dije que sabía del campo: ya estaba enfermo y le pareció bien encontrar a alguien que pudiera hacerse cargo. Porque resulta que la empresa alemana que compraba los desperdicios tuvo una deuda con mi papá y le pagaron con la sucesión de una estancia en Entre Ríos. O sea que cuando llegamos aquí, éramos futuros estancieros. Cuando terminó el juicio, teníamos un campo de 21 mil hectáreas, todo monte, poco rentable por varios motivos.

¿Cómo llevabas la vida de casada? ¿Proyectabas ser madre?

–Bien, ni infeliz ni demasiado feliz. Mi primer hijo nace a los nueve meses y veinte días de la boda. Planeaba ser madre, pero no tan pronto. En realidad, yo me casé para tener hijos, pensando que ese hombre –al que había visto con sus sobrinos- sería un buen padre. Venía de una familia de cuatro hermanos, siempre me habían gustado los chicos, tuve una madre muy dulce y en ese aspecto quería ser como ella. Me gustó mucho, mucho, tener hijos, nunca pensé que me iban a quitar la independencia. Siempre viví muy bien cada embarazo, era dichosa con los bebés, viéndolos crecer. Me encantaban cuando se juntaban un montón de primos en el campo. Mi marido fue buen padre con nuestros hijos hasta que fueron adolescentes: ahí se volvió tremendo, de una severidad absurda.

De la obra Elsa se desprende que nunca los consideraste de tu propiedad.

–Porque valoré tanto mi propia independencia, precisamente, siempre tuve la idea de que los hijos eran un préstamo por un tiempo, nunca los pensé como “mis” hijos. A mi primer niño le enseñé a trepar a los árboles, los demás aprendieron solos. Quería que fueran un poco atrevidos, valientes pero no temerarios.

¿Nada que ver con una idishe mame?

–No, por favor. Pero mi mamá también se comportó así, nunca la escuché quejarse de abandono cuando un hijo se iba. Y mi abuela materna, que trabajaba con su marido en una gran tienda, tampoco era una madre sobreprotectora. Pero como te comentaba, mi marido empezó a cambiar cuando Julio, el mayor, tenía 15. Se puso moralista con los temas sexuales, armó un escándalo porque el chico entró con un compañero a su cuarto y cerró la puerta. El la abrió, estaban los dos sentaditos, prolijitos, e increpó a los gritos a Ernesto. Luego tuvo problemas con Cilli, hasta que ella se fue, a los 18. A mí me parecía de lo más normal que ella tuviera relaciones con su novio.

¿Con ese hombre estuviste 23 años y nunca sospechaste que tenía otra vida?

–Veintitrés años hasta que, como suelo decir, me hizo el favor de morirse. No, nunca sospeché, quizá fui un poco ingenua y él muy cuidadoso. Era abiertamente simpático con las mujeres, cómo iba a pensar que en verdad era un promiscuo con los hombres. Cuando viajábamos, él siempre se iba a los baños turcos: sabía que no había peligro de que yo me acercara porque no soportaba el vapor. Sin duda, era muy hábil para disimular. Sin embargo, la historia de Cilli, cuando se fue de casa, tuvo que ver con que ella lo había descubierto y como no me lo podía decir ni fingir delante de él, de mí... Si yo no hubiese encontrado esas cartas, nunca se me habría ocurrido esa posibilidad. Y también estaban los álbumes de fotos con sus amigos en los viajes. De golpe me enteré de quiénes habían sido sus amantes. Tuvo algunos fijos: la primera carta –que no llegó a mandar– se la escribía a uno quejándose de que no daba señales. Al principio creí que era para mí, hasta que advertí que él decía algo en masculino. Me parece que él finalmente quiso que los descubrieran porque no destruyó estos documentos. Pensar que él me había pedido fidelidad al casarnos, fue falso desde el primer día. Debió de haber vivido en una tensión constante. Después de su muerte, aunque mi hijo mayor ofreció hacerse cargo del campo en Córdoba, tomé la decisión de dirigirlo yo, trabajé con una amiga agrónoma, Any.

Luego de haber sido una esposa fiel, ¿te tomaste la revancha?

–La oficina estaba sobre un cine, Corrientes entre Florida y San Martín. El día que leí esos papeles, salí, entré en ese cine al que iban tipos, me levanté uno. Después seguí en ese tren, por la calle me levantaba hombres, fui un poco arriesgada... Eso duró tres meses, era algo absolutamente sexual, necesitaba sentirme deseada. Después me levanté a uno de auto a auto, con el que estuve seis años, un hombre casado, me pareció practiquísimo.

¿Cómo fue que tu hija se metió en política con tanto compromiso?

–No lo sé exactamente. Te puedo decir que el mayor, a los 16, estaba totalmente fascinado con la izquierda chilena, con el MIR. Entonces agarré a todos mis hijos, los metí en la camioneta y fuimos a Chile, era el primer año de Allende. Julio quería ver las minas, ni se me ocurrió que Cilli podía estar escuchando las opiniones de su hermano. Acaso ella, que era una chica tan generosa y de espíritu justiciero, empezó a pensar algo... Después de dejar dos colegios privados, fue a un nacional público, creo que ahí empezó a militar. No me di cuenta hasta que vi toda esa propaganda en su cuarto. Ese verano no quiso ir a Punta Ballenas con la familia, se quedó acá, dijo que tenía que estudiar... Tenía 17. Demasiado valiente siempre: iba a caballo como una loca, esquiaba arriesgándose. Por lo que supe, estuvo un tiempo con el padre Mugica, después entró en el ERP, donde conoció a Michel, el padre de mi nieto Horacio. Cilli era muy maternal con su hermanita Teresa, once años menor. Se puso muy contenta cuando supo que estaba embarazada a los 19, crió con mucho amor a ese chiquito, le dio mucha seguridad.

¿Después de su desaparición te convertiste en madre de ese niño?

–Totalmente, tenía dos años. Teresa también lo cuidaba como una madre. Como el nene no mencionaba el tema de la madre, consulté con un psi que me recomendó que no le dijera nada hasta que preguntara. A Horacio lo llevaban una vez al mes a ver a su padre, que estaba en una prisión militar y un día le preguntó. Entonces el papá le explicó sin entrar en detalles. A Cilli intuí enseguida que la habían matado, pero nunca quise indagar los detalles para no enfermarme. Tenía hijos todavía muy jóvenes, este nieto que yo digo que nació sabio, muy inteligente.

¿Cómo y cuándo aparece la idea de ser actriz?

–Fue todo casual, no me lo propuse. Tenía que hacer algo después de vender el campo, y jugando al bridge conocí a una mujer que quería leer el Ulises de Joyce y había visto un aviso de una profesora llamada Nelly Shakespear, sin e. Fuimos a verla, leímos ese libro que yo no había logrado terminar por mi cuenta. Me hice amiga de Nelly, que daba unos cursos de literatura en verano, en Córdoba, donde conocí a otra profesora, Stella Dicks, que enseñaba teatro. Conocí a gente joven que hacía teatro en inglés con un americano, Alfred Hopkins. Esta es la mía, pensé, porque con mi erre creía que no podría actuar en castellano. Fui todos los sábados, hicimos la muestra, los amigos me elogiaron. Así durante dos, tres años, hasta que en el ’99 una compañera me avisa que viene una gente inglesa a dar cursos en el Andamio. Me anoté y me dijeron cosas tan lindas que tuve que creerles un poco. Volvieron en el 2000, estuve con Claudio Tolcachir, hicimos un Hamlet muy original. Claudio me prometió: la próxima obra te llamo. Cumplió: hicimos Orfeo y Eurídice de Jean Anouilh, fue bárbaro. Después, Claudio me dirigió en Jamón del diablo. Seguí tomando clases hasta que me enteré de la idea de La familia Coleman, Tolcachir ya sabía que yo iba a hacer a la abuela. Después me dieron el premio María Guerrero por ese trabajo, pero yo pensaba que lo iba a ganar Miriam Odorico. Tuve mucha suerte.

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