Vie 16.01.2009
las12

CRóNICAS

Almorzando con las chiquis

› Por Juana Menna

Bibi señala a un hombre sentado a la mesa cerca de la puerta. Cristina y Charito se dan vuelta, desde la otra punta de La Biela. Tres señoras entre 65 y 70 años, viudas respetables de médicos, que cada domingo se juntan a almorzar allí en Recoleta porque les queda cerca de casa. Saben cómo girar las cabezas una fracción de segundo. Tiempo suficiente para saber: a) el hombre es de la edad de ellas, c) es elegante y todavía no se vino abajo, como otros, d) está solo. Cristina y Charito se vuelven hacia Bibi. “Es mi vecino de toda la vida. El mes pasado me confesó que soy el amor de su vida.” “Andá”, Charito se ríe con picardía mientras llama al mozo. Pollo grillé con ensalada para todas, que está de promoción y no engorda.

El tipo se le declaró el día que a Bibi le sacaron un yeso del brazo derecho. Los años son malos, porque mientras la cabeza te funciona bien, el cuerpo empieza a rebelarse y a hacer cosas como golpearse contra la vereda sin tu permiso. Su único hijo se casó y está viviendo en Chile. Bibi no le dijo nada del accidente. Cuando crecen, los hijos deben irse. Y hay cosas de las que mejor no enterarlos.

El vecino observó en silencio las idas y vueltas de Bibi ese mes, como lo había hecho desde los ‘80, cuando los dos estaban felizmente casados y recién mudados atrás de puertas paralelas, usted el departamento A y yo el B. Ahora, susurrando palabras entre el piso 12 y la planta baja, él declaró su amor con el alivio de un chico que deja escapar una mariposa cautiva sin que lo vean sus amigos.

–Ni loca me vuelvo a enamorar –asegura Cristina.

–No lo sabés, nena. Mi amiga G. ya se casó tres veces, después de una colección de novios y festejantes. Le pregunté cómo hacía para levantarse por la mañana, si recordaba el nombre del fulano con el que estaba durmiendo esa vez. “En deshabillé, querida, como todo el mundo”, me dijo –responde Charito, una de esas mujeres que piensan en voz alta, dicen lo que piensan y, a costa de tozudez, pueden elevar al estrellato una idea herida de muerte. Charito le echa la culpa de tal vehemencia de carácter a su ascendente en Tauro. Pero reconoce que en el fondo es muy divertido “ser una señora con las bolas bien puestas (con perdón de la palabra)”. Algo que su marido descubrió temprano, en la luna de miel por Europa. “Un día me pidió que le planchara una camisa. A una hija única, que en su casa tenía un ejército de sirvientas. Fue un agravio. Yo pude disfrutar dos embarazos y hasta la sangre y el dolor del parto. Pero de la plancha, nunca”, cuenta mientras hojea el diario La Nación.

–Sin embargo –sigue Cristina– me gustaría tener un amigo, alguien con quien salir o conversar. Y con plata.

–A esta altura, un tipo de nuestra edad con plata se compra Viagra y se va con una más joven que él –observa Bibi–.Y si no tiene plata, tiene achaques. Yo ya cuidé a un marido, a dos no.

Cristina suspira y deja de hacer los crucigramas con los que se entretuvo un rato. Confiesa que a veces se siente sola pero nada que ver con la soledad arrebatada y flamígera de, pongamos por caso, una chica de 30. La soledad de Cris es velada, juiciosa, secreta.

Ella se cruza cada domingo al cementerio de La Recoleta. Nunca antes de almorzar con “las chicas”, que siempre encuentran un motivo para reírse con ganas. Por ejemplo, ahora mismo, del gesto ceremonioso del mozo que, rechazando muy educadamente el dinero que le ofrecen, informa que las damas no deben nada, que el señor de la mesa cercana a la puerta que acaba de irse ha dejado todo pago.

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