VIOLENCIAS
Ya pasaron cinco años desde el asesinato de la dirigente de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina en Rosario, Sandra Cabrera. Su crimen develó tanto los mecanismos sexistas de la Justicia como el modo en que recauda dinero la policía a través de las mujeres en situación de prostitución y la venta de drogas. A Sandra la mataron para que nadie más se animara a denunciar estos hechos. Ahora, la impunidad de los asesinos es una puerta abierta al miedo.
› Por Sonia Tessa
Otro aniversario, esta vez un lustro. Otra nota para denunciar la impunidad. Aunque suene repetitivo, no lo es. El asesinato de Sandra Cabrera, ocurrido el 27 de enero de 2004, se hará presente día a día mientras sus responsables materiales e intelectuales sigan libres, mientras el Código de Faltas de la provincia siga penalizando la prostitución callejera. Además, Sandra fue una interlocutora, una presencia cotidiana, alguien con quien se hablaba de frente, mirando a los ojos. Esa mirada inquisitiva, la fuerza cuestionadora, su convicción, impulsan a recordarla y seguir recordándola. Su cadáver amaneció en las inmediaciones de la Terminal de Omnibus, donde ella trabajaba y activaba. Pese a las amenazas, a las múltiples advertencias sobre lo molesta que resultaba la fundadora y dirigente de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar) en Rosario para la policía provincial, el crimen resultó sorpresivo. Que mataran a mansalva a una dirigente social fue conmovedor. Que fuera ella no fue casual. Los núcleos de poder que implica la recaudación ilegal de la policía, la trata de personas, el proxenetismo, forman parte de una trama subterránea que la sociedad prefiere ignorar, pero es inexorable. Y Sandra había metido sus narices ahí, donde nadie esperaba que una mujer fuera a arruinarles el estofado.
Esa es la verdadera causa del crimen. Mucho se ha dicho de la actividad de Sandra como vendedora de drogas, de los remanentes de los operativos que realizaba la Policía Federal en la ciudad, de la relación sentimental que la unía con el único imputado que tuvo la causa, aunque por poco tiempo, Diego Parvluczyk. El era oficial de esa fuerza, subjefe del área de Drogas Peligrosas. Y es cierto que Sandra estaba enamorada. “Los policías y proxenetas enamoran a nuestras compañeras, que son seres humanos y tienen sentimientos”, indicó la secretaria general de Ammar, Elena Reynaga, que estuvo en Rosario el 27 de octubre pasado para lanzar una campaña de firmas que evite el cierre de la causa judicial.
La investigación de la muerte de Sandra desnudó los prejuicios sexistas y de clase de la Justicia. En el expediente se equipara a las trabajadoras sexuales que participan de ese negocio ilegal con los policías que las reclutan. Una vez más, la institución es cómplice. Hubo un solo juez que realmente trabajó para esclarecer el crimen, Carlos Carbone, que tomó 116 testimonios y procesó a Parvluczyk. Claro que para este magistrado, todo se reducía a un crimen “pasional”. El único imputado estuvo apenas seis meses detenido. La Cámara de Apelaciones integrada por Alberto Bernardini, Eduardo Sorrentino y Ernesto Pangia decidió que los testimonios de las trabajadoras sexuales no alcanzaban, que no valían. Y lo dijo textualmente. Los desestimó al considerar que provenían de “personas con actividades callejeras que transcurren sus madrugadas con un itinerario errante” y consideró que no había elementos para incriminar al sospechoso.
Desesperadas por evitar el cierre de la investigación, las dirigentes de Ammar lanzaron el 27 de octubre pasado una campaña de firmas, a la que puede adherirse en www.ammar.org.ar o en [email protected]. También presentaron una lectura crítica del expediente, que realizó el periodista rosarino Carlos Del Frade. Las conclusiones fueron contundentes. “La investigación judicial no siguió las pistas que vinculan a dueños de boliches con policías provinciales y federales. El asesinato de la secretaria general de Ammar Rosario logró terminar con las denuncias que habían logrado la remoción de la cúpula de la división Moralidad Pública”, indicó Del Frade, que puso las cosas en su lugar: “El crimen de Sandra Cabrera no fue pasional, aunque los jueces se hayan empeñado en mostrarlo así. Fue un crimen estructural”. “Parte de la policía Federal y provincial vende drogas a partir de la extorsión a mujeres que trabajan en las esquinas de Rosario”, afirmó Del Frade. No se le ocurrió a él, está probado por innumerables testimonios. “El poder Judicial se convierte en cómplice”, concluyó.
No es el único cómplice. Apenas mataron a Sandra, el entonces gobernador Jorge Obeid desmanteló Moralidad Pública, y prometió que derogaría el Código de Faltas que habilita la extorsión policial. Pero eso nunca ocurrió, los múltiples proyectos no pasan de las comisiones de la Cámara de Diputados. El año pasado, la legisladora socialista Lucrecia Aranda insistió con una iniciativa, pero no logró ni siquiera que se tratara.
Tras el asesinato, en Ammar nada fue igual. Claudia Lucero, la comadre de Sandra, se hizo cargo a puro coraje y voluntad. Pero es difícil llegar a las compañeras. Incluso, muchas de las chicas, en las inmediaciones de la Terminal, solidarias, le advierten: “No te metas tanto, te va a pasar como a Sandra”. El miedo funcionó como gran disciplinador.
Sandra era rebelde, indómita, no tenía miedo de hacer lo que le parecía. Sabía que denunciar la corrupción policial era peligroso. Aprendió a hablar con diputados, con ministros, con gente poderosa que la miraba con desprecio, para impulsar la derogación de los tres artículos del Código de Faltas. No era impoluta ni perfecta, como parecen pedir ciertas mentes bienpensantes a las víctimas de violencia política. Era una mujer luchadora, que vivía en los márgenes y con esos códigos sabía manejarse. Y una dirigente social que puso el acento donde otros callaban: en el poder.
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