Vie 23.01.2009
las12

TESTIMONIOS

De boca en boca

Al modo de las copleras del Noroeste, las cantoras de la Patagonia –de una bien definida zona entre el sur de Mendoza, Neuquén y parte de Chile– relatan a través de tonadas la vida y la muerte entre la montaña y el desierto, el cotidiano de las mujeres, sus silencios, sus gozos y sus dolores. Es una tradición que se transmite de generación en generación desde tiempos de la colonia y que no se ha interrumpido, a pesar de que antes ellas debían pedir permiso a sus maridos para poder rasgar la guitarra.

› Por María Sol Wasylyk Fedyszak

Desde Neuquén

Cuando comienza a rasguear en su guitarra una tonada, recorre la melodía con un murmullo bajito, a modo de afinación, hasta que encuentra la nota exacta. Mientras tanto, los espectadores irrumpen con un grito profundo, expresión de dolor o alegría; y con este prólogo, la cantora y su guitarra, desde cualquier escenario, esboza su tonada o cueca, lo que el público pida. La tradición de las cantoras llega con el arribo de los españoles al continente, específicamente a la microrregión conformada por la zona del norte de Neuquén, parte del sur de Mendoza y su extensión en Chile.

“Lo mío, como en muchos otros casos, fue una transmisión de generación en generación, desde mis padres. Mi mamá era una cantora, mi papá también, pero con distintos estilos. Mi mamá hacía música para escuchar. Mi papá era más que nada animador de eventos familiares y sociales, como carreras, fiestas de santos”, comienza a narrar Susana Valdez, cantora que vive en Chos Malal, en el norte de la provincia de Neuquén. Susana, que hoy tiene 35 años, empezó con esta tradición a los seis.

La familia campesina de la zona cordillerana, por herencia de las trovadoras españolas, recrean y transforman las formas musicales, dándole un toque particular.

“La mayoría de nuestros padres son hijos de chilenos. La tradición viene de España, pero con el aporte de Chile fue adquiriendo otras características. La nuestra tiene su toque personal, distinta de la de Mendoza y también de la de Chile.”

Susana tiene 14 hermanos, once mujeres y cuatro varones de dos matrimonios de su madre. “Yo soy de la segunda tanda”, se ríe. Después de que su madre murió, se quedó con su papá y con todos los hermanos se encontraban los fines de semana en Andacollo (localidad a unos 60 km de Chos Malal). “Era así, automático, la guitarra, el cantar, uno baila, el otro canta, después de una comida, un sábado a la tarde, todo muy enfiestado. Ahora él ya no está. Y la costumbre se fue dejando. Es como que nadie motiva esas situaciones. Igual, yo tengo mi guitarra y cuando nos encontramos me gusta tocar.”

Como la gente de casi toda la zona, la mamá de Susana era criancera, pero su papá era cantor. “Su vida era cantar, no tenía trabajo con horarios, era vendedor ambulante hasta que se murió mi mamá y se tuvo que poner a trabajar. Mi papá nos fue llevando, en algún punto nos obligaba a cantar; entonces dos más de mis hermanas mujeres, cuando mi papá dejó de obligarlas, dejaron de hacerlo. Yo no. Yo también me sentí en algún momento como llevada a cantar, sin cantar lo que más me gustaba, pero lo seguí haciendo. Cuando íbamos a las fiestas, tocábamos los ritmos que se escuchaban en la zona: corriditos, valses, cumbias, rancheras, que tienen sus raíces en la música mexicana, colombiana, chilena. Teníamos mucho contacto con Chile.”

Con el paso de los años, aquellos ritmos fueron reemplazados por cuecas y tonadas, que fueron las elecciones de Susana.

Quienes conocen el canto de las cantoras coinciden en que es algo muy espontáneo, que no tiene trabajo de vocalización, de respiración, porque no hay tiempo para ensayar. Esto es parte de su vida y se toca con pocos acordes. Las temáticas de las cuecas y tonadas tienen que ver con la vida en el campo, con quienes trabajando con caballos murieron arrastrados, y también de suicidios, asesinatos, de hechos desgraciados, de gente que se quedó en una nevada en la cordillera; del cotidiano de una vida en la que la intemperie se impone como la única geografía posible para el trabajo y la supervivencia.

De las ramas ha salido
una tropa a caminar
con un día muy bonito
a la cruza, a peligrar
antes de llegar al filo
les emprincipió a nevar (...)
al bajo, siete han salvado
y tres muertos, eran diez
quedó Manuel Rebolledo
muy quemao de los pies
cuando ya vino el aviso
donde todos los dolientes
que fueran a ver los muertos
conocidos y parientes
(Los nevados)

Hace 18 años que se efectúa el Encuentro de Cantoras en Varvarco, a unos 90 kilómetros de Chos Malal. Se hace el último fin de semana de febrero, donde se encuentra una cantora legendaria que muchas toman como referencia: doña Esther Castillo.

La cantora es una mujer que acompaña al hombre en todas las tareas de campo, arrear, carnear, señalar, prepara la huerta y realiza todas las tareas domésticas, cría sus hijos y canta sus coplas en fiestas de santos, trillas, el velatorio del angelito, brindando parabienes a los novios, o después de duras jornadas de trabajo en la marcación de animales.

“A mí me parece que la transferencia de los que son las expresiones culturales han sido tan fuertes que son algo que permanece en el subconsciente, en el alma de cada uno. A las cantoras nadie les enseñó impostación de voz, ellas cantaban con un sentimiento muy profundo, el que no lo siente no va a entender qué canta, no entiende la letra porque es como un murmullo, un murmullo con ritmo, hay otras que modulan bien. Pero la gente campesina sí entiende qué están diciendo y lo que canta. Es una transferencia de sentimiento”, sintetiza Antonio Rodríguez, referente cultural de la zona, hijo de una cantora nacida en Chile hace 95 años.

“Mi mamá aprendió de la misma forma que aprendieron todas las cantoras. No tenía guitarra porque en la época de ella, de adolescente, todavía los pobladores de la cordillera no tenían ese instrumento, que era más de las altas clases que fueron quienes las incorporaron y la gente campesina no tenía acceso a eso; de hecho la guitarra en aquella época casi no se fabricaba en el país, eran todas importadas.”

Su mamá, Amalia Soto, nació en San Fabián de Alico, hoy Chile. Pertenecía a una familia muy numerosa y en aquel entonces, cuando no podían mantener a todos sus hijos, daban algunos en adopción a otra familia de la región. Así fue como a los siete años fue separada de su hermana gemela. Nunca más volvió a verla, ni al resto de la familia.

Amalia aprendió a tocar con un instrumento que se fabricaba en el campo, el charrango, una tabla de madera con cuatro cuerdas de alambre. Le ponían algún elemento duro en las puntas, que podía ser una botella o un hueso, y con una manopla de alambre se hacía el rasguido. Luego se fue incorporando la guitarra porque la gente de campo era muy hábil para trabajar la madera y comenzaron a fabricarla.

La cantora fue creando diferentes formas de igualar musicalmente las cuerdas, no por notas musicales conocidas sino por finares o afinares. Significa que solamente presionando una o dos cuerdas pueden ejecutar melodías para cantar sus versos.

Después, cuando Amalia se vino para la Argentina, casada, a los 16, con las tareas del hogar y la crianza de los hijos, dejó la música. “También acá le tocó vivir una época de avasallamiento hacia la música con los militares. La gente empezó a tener temor, vergüenza, no se permitía tocar música de este tipo porque los militares decían que estaba relacionado con la música chilena (el Chile de Allende).”

Hay una anécdota bien conocida en la zona de esa época. Durante los tradicionales festejos de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero de 1979, en la capilla de Ahilinco, terminadas las ceremonias religiosas y luego del asado popular, la gente quería bailar y festejar, como era costumbre. Pero desde Las Ovejas habían mandado a dos policías para que impidieran la cueca, por ser chilena. Y a pesar de que eran conocidos, parientes o amigos de la gente, traían una orden y debían hacerla cumplir. Como todo los años, estaba presente el obispo del Neuquén, monseñor Jaime de Nevares, y cuando se enteró de la prohibición, encaró a los policías y les dijo: “Vayan a decirle a su jefe que del alambrado para adentro la policía no tiene nada que prohibir, porque esto es propiedad privada y yo les prohíbo a ustedes que crucen el alambrado”. Y así se dio paso a la fiesta.

A pesar de todo, en los últimos años hubo un renacer de esas tradiciones. “Actualmente en el registro que llevamos hay 100 o más cantoras, entre jóvenes y abuelas, y además se está trabajando mucho para que los jóvenes lo incorporen”, dice Antonio.

Matilde Tillería tiene 75 años. Desde los 9 años tocaba la guitarra en fiestas familiares y de la escuela. “A los 9, mi mamá me autorizó a cantar en la Fiesta de San Antonio que organizaba una vecina, porque yo era la primera que agarraba la guitarra. Después, en los festejos del 25 de Mayo, 9 de Julio, cantaba y bailaba, me pagaban: me daban un guardapolvo o zapatillas en la escuela.”

Matilde aprendió sola, no sabe cómo. “Antes las mujeres cantaban mucho, las señoras grandes, por ahí fui aprendiendo. Mi familia era chilena, vivía en el campo, y ahí eran cantores mis hermanos, mis hermanas. Mi abuelita era cantora, mi mamá no, pero no me privó porque veía que yo estaba entusiasmada.”

Tanto Matilde como Susana salían a cantar en eventos en los que también participaba Antonio. Ella extraña esas épocas: “Me gusta la guitarra, me gusta salir, me gusta cantar”.

Matilde crió siete hijos y un nieto. “Yo les cantaba a los novios cuando tenía 15 años, cuando ellos se casaban.” De sus hijas, ninguna aprendió, pero les gusta que Matilde cante y toque la guitarra. “Cantaba cuando estaba soltera, hasta los veinte; después ya, listo. Cuando podía, salía con mi marido a cantar.”

Cuando se le pregunta cómo viste una cantora, ella dice que “con lo mejor que tiene. Elegante, me gustó siempre andar arreglada”; pero mientras habla, hace un parate, relojea a qué distancia está el marido, sonríe y retoma: “Yo siempre fui elegante porque siempre tuve pretendientes cuando cantaba. Algunos me echaban el ojo”.

Rosa Tapia tiene 24. También era cantora, hasta que se casó. “Con mi hermana empezamos de chicas, después nos animamos a ir a las radios y una vez que nos animamos empezamos a ir a las fiestas provinciales. Yo tenía 10 cuando empezamos.”

De chicas siempre escuchaban la radio, casetes, y mamá y papá les cantaban. Ellas aprendieron de oído. “Mi mamá cantaba en la casa cuecas y tonadas.” El primer programa al que fueron a cantar fue al de Antonio Rodríguez, a Radio Nacional de Chos Malal. Después asistieron a la Fiesta del Chivito, al Encuentro de Cantoras y otros lugares.

“La juventud hoy escucha otra cosa, pero para mí no va a cambiar nunca el gusto por las cuecas y tonadas. A mi hija también le gustan mucho”, explica Rosa.

Así como Antonio —a través de los eventos culturales que organiza y su programa radial— trabaja en la preservación de esta tradición, Susana en la escuela —donde es maestra— trabaja en una recopilación con los alumnos para editar un cancionero. La recopilación es de todos los ritmos escuchados en la zona y se llamará Lo que canta mi gente, y habrá un cancionero para cada una de las familias que van a la escuela. “Yo no pretendo que mis hijos o mis alumnos canten tonadas como hace cincuenta años. Mi objetivo es proyectar este tipo de música, que ellos puedan apropiarse de las letras, de estos ritmos.” En ese cancionero habrá material de la guerra con Paraguay, canciones sobre la ingratitud. “Nos dan con un caño a las mujeres en las tonadas, a pesar de que la mayoría de quienes las cantan son mujeres. Tienen su contenido machista.”

En muchos casos, como el de Amalia, se produce un abandono de la música cuando las mujeres deciden casarse. “Desde el punto de vista del matrimonio, ir a cantar te expone, vos estás rodeada de gente y eso a los esposos no les gusta. La mayoría de las que cantan son mujeres grandes, de 50, 60 años, el que manda es el varón, que tiene que ver con esto de las cuestiones culturales y personales. Armar tu familia te pone un parate a un montón de cuestiones”, opina Susana.

Dicen que casarse es bueno y es dicha para vivir
pero tienen que fijarse los hechos del porvenir
y empezarán a sufrir si no son bien convenidos
el dirá “mala mujer”
ella dirá “mal marido”
por eso joven soltero
todo deben de fijarse
miren bien su porvenir
si disponen de casarse.

“La mujer fue sometida por el hombre –dice Antonio–, pero en esto quiero ser claro porque cuando se habla de sometimiento y de las cantoras es como que el hombre de campo la somete por ser mujer y por ser cantora, que seguramente habrá sido así, pero a la mujer también la sometían las clases altas. Yo he leído libros, porque la historia nuestra —cuando digo nuestra, digo la historia campesina— siempre la han escrito los letrados, los que sabían leer y escribir. Mucha gente en el campo era analfabeta. Transmitían en forma oral lo que escuchaban. Entonces la persona que era más letrada, que llegó después, fue la que escribió y contó la historia. Ellas eran sometidas laboralmente, físicamente y sexualmente también por los patrones. Entonces esta historia la veo mucho más complicada desde este punto de vista. Lo defiendo desde la familia campesina, de nuestros abuelos. Sé que en estos tiempos no es defendible porque las generaciones nuestras han tenido la posibilidad de estudiar, y si se hace es como un acto aberrante, pero nuestra historia la cuentan esas personas instruidas y dejan al hombre campesino como machista, que sometía a la mujer; y la escriben ellos, que cometían aberraciones peores que las que cometían nuestros abuelos.”

Cásate, niña, cásate
goza los meses primeros
y después estarás deseando
la vida de las solteras
todos los meses primeros
son dulces más que la miel
y cuando pasa más tiempo
son más amargos que la hiel.
(Esto se solía cantar a los novios
el día en que se casaban)

La tonada tiene ritmo lento, no se baila, sólo funciona para escuchar sus letras. A veces son dedicadas a alguien que lo pide. El ritmo de la cueca es rápido, más fuerte y la mayoría las tañen: ésa es la función que a veces cumplen los hombres, hacen percusión en la caja de la guitarra al ritmo, arrodillado frente a la cantora. Tañen con las uñas o con los nudillos.

“Hay tres cosas en mi vida que ojalá pudiera hacer sin inconvenientes: aprender todas las cosas que me gustan, poder criar a mis hijos lo mejor posible y mostrar esto. Tengo este compromiso social. Estos son mis tres amores. Mis hijos me están demandando cosas, tengo que hacer como una elección a veces, y yo entro en conflicto cuando tengo que dejar de ir a algún lado a cantar porque los hijos no están bien cuidados o no tienen con quien quedarse. Entro en conflicto conmigo porque quiero estar con mis hijos, pero también me siento en falta con este compromiso de mostrar, porque yo, donde voy, soy yo y esto”, cuenta Susana mientras guitarrea, preparándose para cantar a medianoche en el comedor de su casa.

Antonio recuerda que la familia de Violeta Parra era de esta microrregión. “Lo que nosotros intentamos hacer ahora ella lo hizo en el año ‘40: revalorizar y salir a cantar, y hacer conocer su canto campesino. Más allá de las críticas que le hacían, ella luchaba, criaba a sus hijos, hacía tejidos con arpillera, que era un modo de expresión también, con bordados sencillos que son comunes en el campo. Hay muchas letras que seguramente ha creado Violeta Parra y otras que ha recopilado de sus antepasados, de las familias nuestras, y no era valorada. Ella termina suicidándose porque estaba sola. A mí siempre me pareció que ella lo hizo para generar un cierto impacto en la sociedad, para que se valore lo que estaba haciendo. Cuando veo videos de Violeta, la forma de vestirse, veo la estampa de las cantoras nuestras.”

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