Viernes, 3 de abril de 2009 | Hoy
Mientras todavía se discute si existe o no una literatura femenina, los estudios de marketing y también los de teoría de la lectura se proponen detectar los rasgos de lo que han dado en llamar una “lectura femenina”. No sólo las mujeres leen más que los hombres, sino que lo hacen de otra manera. Y todo gracias al feminismo, que parece tener mucha más influencia que la biología.
Por Marisa Avigliano
Regueros de textos nos inundan desde el siglo XVIII, ante ellos Kant consideraba que hombres y mujeres sólo tenían una “cabeza de pergamino” que les impedía pensar por sí mismos, Samuel Johnson se alarmaba cuando notaba que todos querían ser escritores y en la actualidad muchos son los que se quejan ante la posibilidad de que “cualquiera” cuelgue sus textos en el dominio público.
Desde aquella “furia epidémica por leer”, donde no se trataba de un hábito de lectura sino de un vicio de leer como adicción corporal, aparentemente fuera del control del lector, donde “los lectores no leen, devoran”, hasta las apocalípticas muertes del libro que continuamente se anuncian en nuestros días, se han producido más y más libros, una multitud de libros que busca su razón de ser con más libros: Los demasiados libros de Zaid, Los libros que nunca he escrito de Steiner o Cómo hablar de los libros que no se han leído de Pierre Bayard, entre otros, continúan enardeciendo la fiebre lectora, una fiebre que lideran las mujeres.
Las mujeres leen más que los hombres es una afirmación que se basa en estudios de mercado, planes gubernamentales de lectura, encuestas oficiales y otras sensiblemente empíricas como la que planearon el escritor Ian McEwan y su hijo. Años atrás, los dos caminaban por Londres a la hora del almuerzo cuando comenzaron a regalar libros, en pocos minutos habían entregado treinta novelas que en su mayoría habían sido recibidas por mujeres que se alejaban felices con el trofeo. McEwan recuerda que los pocos hombres que aceptaron fueron remisos a recibir el souvenir. Conclusión rápida y sencilla: el escritor británico sentenció que la novela iba a morir el día que las mujeres dejaran de leer. A ese mediodía londinense se suman resultados que señalan que no sólo leen más sino que leen con más detalle y orden que los hombres. Según un estudio realizado por Alt64 en colaboración con la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC) de España, las mujeres leen las páginas webs de arriba abajo y leyendo los títulos y las entradas de forma completa, mientras que los hombres lo hacen en zigzag. Un sondeo en los Estados Unidos mostraba que las mujeres leían nueve libros al año, mientras que los hombres sólo llegaban a cinco. Mientras los porcentajes en la contienda variaban, la réplica masculina no demoró mucho y no sólo puso en duda este liderazgo, sino que aseguró que la lectura femenina era mucho menos variada que la de los hombres. Las explicaciones cruzaron argumentos que oscilaron entre las diferencias biológicas y el modo en que las niñas y los niños se iniciaban en la lectura. Pero lo que parece que ya nadie pone en dudas es que cuando se trata de ficción la brecha entre los géneros es insalvable. Ya no importa discutir si es por la empatía de las llamadas neuronas espejo y por la capacidad inigualable de las mujeres para identificarse con los personajes, porque aunque la desvalorización sobre “leer novelitas” aún persiste, lo cierto es que de acuerdo con encuestas realizadas en los EE.UU., Canadá y Gran Bretaña, los hombres apenas representan el 20 por ciento del mercado lector. McEwan estará orgulloso de su experimento.
El análisis de una lectura femenina, más allá de cálculos estadísticos que luchan por la pole position, es uno de los temas que desarrolla Karin Littau en su libro Teorías de la lectura. Libros, cuerpos y bibliomanía (Editorial Manantial). Profesora de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Essex y amante del cine mudo, Littau propone una crónica histórica y privilegia en su relato aquello que las teorías literarias contemporáneas sobre la lectura han dejado al margen, en notas al pie o simplemente han pasado por alto: el cuerpo del lector.
Littau se apoya en aspectos decisivos del pensamiento feminista, ya que, según su hipótesis, son sus trabajos los que lograron reinstalar el cuerpo sobre el escenario teórico. Son las feministas quienes encaran la diferencia sexual, también han tenido que negociar cuestiones relativas a la diferencia fisiológica. Si la crítica feminista mostraba las jerarquías sistemáticas que privilegiaron la razón sobre la pasión a lo largo de la historia del pensamiento filosófico occidental, Littau se enfrenta a esta actitud de privilegiar la cabeza sobre el corazón –y la paralela ubicación de lo masculino por encima de lo femenino– y es hacia allí hacia donde apunta toda su argumentación.
La pregunta sobre si existe una lectura femenina, o todavía más, si basta con ser mujer para leer en cuanto mujer, fue analizada por numerosos críticos que Littau cita en su trabajo.
Entre ellos, Jonathan Culler (profesor en la Universidad de Harvard) intenta dilucidar qué se pone en juego cuando se lee en cuanto mujer. Su trabajo instala la pregunta sobre si es posible para una mujer leer como mujer cuando ha sido históricamente condicionada a leer como hombre. Siempre se piensa en el lector, en el público lector, una especie de humanidad difusa de signo masculino. Según Culler, “para una mujer, leer en calidad de mujer no implica repetir una identidad o una experiencia dada, sino desempeñar un papel que ella construye con referencia a su identidad de mujer, es decir, cumplir con ese otro rol”. Por lo tanto para este autor, la identidad se construye en el curso de la lectura, lo que otros señalan que es “asumir un personaje: leer como si fuera mujer”. Y esto no se trata de una cuestión de pose sino de posicionamiento frente al texto, solamente aquellas que hayan sido alcanzadas por un modo feminista de ver el mundo pueden encarar la lectura de un modo alerta, femenino. Encontrar la ironía y los atajos que otra lectura pasaría por alto. Por ejemplo, tomar muy en serio lo que dice un autor, justamente cuando éste ha querido que se lo tomara en serio, es una habilidad propia de la lectura femenina.
Robert Scholes, quien ha centrado sus trabajos en la cuestión de “leer como hombre”, da por sentado que las mujeres forman un grupo social concreto, por lo tanto: “crítico varón, puede trabajar dentro del paradigma feminista, pero jamás será miembro pleno de la clase de las feministas”.
Diana Fuss, reconocida feminista y profesora en la Universidad de Princeton, se inquieta ante el énfasis de Scholes y su “grupo de mujeres en virtud de su situación de mujeres en la sociedad”. Fuss se hace cargo de aquella vieja y remanida pregunta para emprender su análisis: Cuando una mujer lee, ¿está determinada su lectura por alguna condición biológica o por una posición estratégica y teórica? Fuss se inclina por la segunda, dado que, para ella, las categorías sexuales son posiciones de sujeto, sometidas al cambio y a la evolución histórica. Una vez más volvemos al cuerpo, a la intensidad crítica de una teoría de la lectura, a la política sexual de la lectura donde definitivamente tampoco allí la anatomía es el destino.
En su trabajo, Karin Littau desarrolla su propio recorrido por las teorías de la lectura, a la que le suma el análisis del hecho físico de leer y la relación del lector con un libro entendida como una relación entre dos cuerpos: uno de papel y tinta y el otro, de carne y hueso. Y pensemos que esta asociación alguna vez ha sido llevada a su máxima consecuencia. Los trabajos de uno de los autores citados por esta autora, Holbrook Jackson, da cuenta de fechas y lugares precisos de una lejana Gran Bretaña en la que ciertos libros tenían el honor de ser encuadernados con piel humana, desechos de malvivientes que de esta forma pagaban su culpa y soportaban para siempre la caricia.
Palabras y cuerpos no tienen límite fijo, como escribió Nicolás Rosa: “¿Cuál es el peligro con el que pueden amenazarnos los libros eróticos si no es el de la letra, pura ficción e impostura? Peligro al fin, pues si los lingüistas –algunos– recusan la relación del signo con el referente aludiendo que la palabra perro no muerde, es seguro de toda certeza que, por una indeclinable perversión semiótica, la letra muerde. Y muerde como pocas en el cuerpo. Una marca, una traza por momentos ilegible, cifrada: un tatuaje de la perversión”.
En esta anatomía del leer, Littau rastrea en la historia de la bibliomanía y cita muchísimos trabajos sobre el tema. No hay que olvidar que con equilibrada mampostería universitaria y su disciplinada bibliografía, las condiciones “ingenuas” de la lectura encuentran de verdad un cauce y una causa.
En esta biblioteca que Littau nos ofrece, se destaca el maravilloso trabajo de Holbrook Jackson. Con deliciosa inspiración, Jackson, quien confiesa que se dedica a escribir sobre la bibliomanía para mantenerse ocupado y librarse de ella, comenta las razones por las que hay que leer, las razones propias de los que roban libros, los lugares donde se lee, las afectaciones y estímulos que provocan algunas encuadernaciones, describe la caza de libros como un deporte y comenta las pasiones bibliómanas de Marcel Proust, Francis Bacon, Ralph Waldo Emerson y William Shakespeare.
Un hallazgo, porque no siempre suele haber demasiadas coincidencias entre la teoría de la lectura y la práctica de individuos que tienen el hábito de recorrer con la mirada renglones significativos sin perder por eso la conciencia.
Y, por lo demás, leer es, con o sin Talmud a la vista, un oficio sagrado digno de las mitificaciones de un Steiner, por ejemplo.
Así se llama el libro de Stefan Bollmann, editor, escritor y especialista en Thomas Mann, autor a su vez del libro Las mujeres que escriben también son peligrosas, donde a través de ilustraciones y fotografías repasa la trayectoria de las hermanas Brontë, Jane Austen, George Sand y Virginia Wolf, entre otras.
Pero no limitándose a señalar el peligro de la escritura Bollmann tiene también otro libro titulado esta vez Las mujeres, que leen, son peligrosas. Bollmann despliega una serie de imágenes de numerosas obras de arte acompañadas por algunos textos alusivos: la virgen María leyendo cuando es sorprendida por el arcángel Gabriel, en La anunciación de Simone Martini y también Marilyn leyendo Ulises, la afamada fotografía de Eve Arnold.
Sorprendida por la noticia de un ángel, con diminutos minishorts rayados que muestran las piernas famosas de la rubia de Hollywood, con las mejillas ruborizadas, mirando a quién la mira y sosteniendo apenas con la yema de los dedos las páginas de un libro, mimetizada con el mullido sillón que la protege, como si la lectura la envolviera y perdiera parte de su cuerpo como en La mujer leyendo de Edouard Vuillard de 1893, o sosteniendo el libro cerrado junto con un ramo de flores en Mujer con libro de Fernand Léger, de 1923. En este trabajo, las mujeres aparecen en cuadros, fotografías y afiches demostrando que leen, que son sorprendidas en su intimidad y que esa intimidad tiene rubores bibliómanos. Hay toda una iconografía dispuesta a demostrar que la mujer que lee modifica en modo misterioso e importante su estado. No se sabe si se turba, sin dudas se ruboriza pero siempre reacciona. Aquí está el encanto y el peligro que hace que los muchachos no posen con tanta frecuencia ante alguien que pretenda inmortalizarlos leyendo.
Es fácil dejarse llevar muy lejos por tantas teorías que buscan una verdad sobre cómo leen las mujeres y también por tantas escenas idealizadas. Todo está listo para el equívoco: un efecto secundario, una basurita en el ojo, el tembladeral de conocimientos acumulados para decir lo cierto y admitir entre las uñas lo falso que puede llegar a ser de verdad estremecedor, una especie de sensurround donde la teorías saltan de una o otra nota al pie. Sin embargo, el resultado no cansa y esperamos dar vuelta la página para seguir con el texto o para pescar in fraganti a una mujer leyendo cómodamente instalada en el Sofá de Joe (un homenaje a Joe DiMaggio), una apuesta estética que en 1971 hicieron Jonathan de Pas, Donato d’Urbino y Paolo Lomazzi a partir de un deseo de Charles Emanes, quien decía que esperaba que su asiento fuera tan cómodo como un guante de béisbol. Delicias de la vida cotidiana que a veces –no tantas como quisiéramos– no nos priva de las imprevisibilidades en las que el saber gusta de ocultarse.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.