VISTO Y LEíDO
› Por Liliana Viola
Ni de Eva ni de Adán
Amélie Nothomb
Editorial Anagrama
173 páginas
Quien desee leer una vez más la experiencia japonesa, la del completo extrañamiento que invocaba la literatura de Marguerite Duras, pero ahora desde un paisaje posmoderno puede leer esta novela. También debería hacerlo quien esté siguiendo la trama autobiográfica que esta autora nacida en Japón pero educada en una familia de diplomáticos belgas construye en cada entrega: Ni de Eva ni de Adán se ocupa el fragmento de su vida que corresponde al año anterior a su experiencia fatal en una empresa nipona que ya contó en Estupor y temblores. Los hechos narrados aquí tienen el privilegio de ser considerados por ella misma el nacimiento de la escritora. La rebeldía, la soledad y la autonomía parecen estar en el cliché de la mujer moderna que escribe, esa es Nothomb. Esta vez, una jovencita, que como siempre es Amélie, viaja a Japón, lugar donde vivió unos años durante su infancia y conoce a Rinri, un japonecito delgado y atractivo que comienza siendo un alumno de francés y continúa como su guía por este mundo conocido e ignorado a la vez. Su prometido, su falsa promesa, el lugar de donde valía la pena huir.
Impresiones de un encuentro amoroso con trasfondo japonés que poco abreva en la mirada del cine experimental de la autora francesa sino más bien en los amantes que se pierden en Tokio, como en el film de Sofía Coppola. Incluye paneo por costumbres, lugares comerciales y paisajes exóticos pase lo que pase. Celebración, homenaje y parodia de los textos de Duras, quien aparece citada en varias oportunidades es a su vez como confirmación de que la imposibilidad de hablar el mismo idioma resulta más fuerte que el amor, las coincidencias o cualquier atracción. Lo que aquí se cuenta es un encuentro que podría haber sido definitivo, constituyente y profundo de no ser por una narración que se empeña en mantener su tono de visita turística. La autora jamás desciende del tour que se ha impuesto y que la llevará a reírse de los ritos propios pero sobre todo de los ajenos. Lo cual, como novedad en la línea que sigue Nothomb, asegura que no hará su aparición lo siniestro ni la violencia contenida en esta oportunidad. Aquí no hay crimen. En todo caso, la constante ironía, dirigida siempre a las paradojas de las nacionalidades y sobre todo a la suya, la belga, traducida en una serie de escenas graciosas, grotescas. El tratamiento de los ancianos, el pedido de matrimonio, las demostraciones de desagrado y las reuniones sociales resultan francamente sorprendentes sobre todo por el desparpajo y escasa corrección política, tal vez uno de los mayores dones de esta escritora, para contarlos una vez de regreso, como quien pasa diapositivas a los amigos.
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