CRóNICAS
› Por Juana Menna
Una de las palabras que Maya sabe decir en castellano es “mate”. No conoce muchas más. Eso no le impidió venir a Argentina durante un mes, para conocer Buenos Aires y las Cataratas. Sola. Con su mochila, su diario de viajes y su cámara. No le causa ninguna incomodidad viajar así. Nació en Irán hace cuarenta años. Sobrevivió a la revolución islámica a fines de los setenta, a la guerra entre su país e Irak un tiempo después, a un exilio forzado por Alemania mientras caía el Muro buscando una visa, a una nueva vida en Estados Unidos sin más compañía que la férrea convicción de que sería fotógrafa y artista allí donde el destino la encontrara.
Tomó mates con el chofer del colectivo que la llevó a Misiones, no por intención de camaradería sino porque tenía hambre y sed. Había calculado mal las horas de viaje sin llevar comida en su mochila. Le llamó la atención que el tipo tomase dos o tres mates antes de ofrecerle. Habló del asunto con la portera del hostel porteño donde paró, que chapucea algunos idiomas por tratar con turistas. Ella le explicó que el chofer no le convidó los primeros mates porque son los más fuertes y es un gesto de mala educación compartirlos. También le recomendó comprar un mate de calabaza y no uno de chapa para que tuviera más sabor autóctono. Y matear con otras personas como ritual perfecto.
Maya se crió en un clima de cierta libertad, escuchando Janis Joplin, Patti Smith y Abba. En 1979 vino la caída del Sha, la conversión del país al Islam y la supresión de derechos de igualdad para las mujeres, donde la obligatoriedad de ir con el cuerpo cubierto y pañuelos oscuros en la cabeza era apenas la punta del ovillo de una represión silenciosa e implacable. Aunque era una adolescente, se plegó a movimientos de izquierda para denunciar esa situación. La policía la fue a buscar a su casa cuando tenía 14. Su hermano, que estaba en casa como convaleciente por haber combatido en la guerra, increpó a los policías y les preguntó si no les daba vergüenza meterse con una chica mientras él había dejado su vida por un país en llamas. Entonces Maya se exilió en Berlín hasta emigrar a Estados Unidos. Su vida guarda una asombrosa relación con la novela gráfica Persépolis, de otra iraní, Marjane Satrapi.
En la secundaria de Teherán era popular por ser excelente deportista y mejor promedio en literatura. En Estados Unidos, casi no hizo amistades mientras terminaba el secundario. Tampoco en la universidad. “Todo lo que tenía, y todo lo que tengo, es mi corazón. ¿Cómo hago para abrirlo sin la certeza de que no me harán daño?”, escribe en inglés —el idioma que adoptó como propio— en su diario. Va sentada en el colectivo 86, mientras pasa cerca del Obelisco rumbo a Ezeiza. Guarda una calabacita y una bombilla como recuerdo mientras se pregunta si alguien donde vive, en Nueva México, sentirá interés por sorber un líquido verde y humeante. Su remera lleva la inscripción en varios idiomas “Mujeres juntas en todas partes”. A veces siente que sus formas de intercambio con el mundo nada tienen que ver con las palabras.
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